– Me han mandado el parte de asistencias y has faltado la mitad de los días.
Dijo esto y luego se me quedó mirando como quien espera una respuesta. Yo, sin embargo, no dije nada. Me levanté un momento del sofá y subí el volumen de la televisión. Esa era una de las cosas que más le irritaban. Le oí tragar una larga bocanada de aire.
– Tal vez se hayan equivocado, no lo sé. Tal vez me hayan mandado las faltas de otro chico… -agregó.
«Tal vez», asentí yo con un gesto. Mi padre trató de sonreír y Estrella intervino desde la cocina:
– Cuando yo lo llevo, seguro que no falta.
Mi padre ni se inmutó, y yo sabía que ahora volvería a las gilipolleces de siempre, a lo de que me encontraba en una edad delicada, a lo de que no se nos podía tratar a todos como si fuéramos iguales.
– Yo, a tus años, era también muy reservado -continuó-. Y muy rebelde. ¿Quieres que te diga un secreto?
Yo negué con la cabeza pero igualmente mi padre me contó no sé qué sobre una gamberrada que había hecho muchos años atrás, algo con unas chinchetas o unos clavos o algo así. Yo estaba temiendo por la vida de James Masón o Laurence Olivier, al que en ese instante encañonaban con una pistola, y mi padre me hablaba de unas chinchetas y de la persona en cuyo culo se habían clavado esas chinchetas.
– Fui a verle y le dije: «He sido yo, lo siento.» Y él, ¿sabes qué hizo? Me dio la mano. Como a un hombre, como a una persona mayor.
Estrella se sentó a mi lado y en un susurro me preguntó si no me apetecía el yogur. Me dijo que esa vez le habían salido espesos, como a mí me gustaban, y luego soltó un hipo.
– «Si tienes edad para ser libre, también la tienes para ser responsable», dijo. Fue una gran lección -afirmó mi padre, satisfecho de sí mismo y de su pasado.
Al final no hubo ningún disparo en la televisión, y de lo que mi padre decía yo sólo percibía unas cuantas palabras, casi todas terminadas en -ad: libertad, responsabilidad, dignidad. Su discurso era como los ripios de un poeta con pretensiones.
– El dinero, la fama, el poder… La dignidad no tiene nada que ver con eso. La dignidad es otra cosa.
La dignidad, la dignidad: ya os hablaré de mi padre y de su famosa dignidad. Entonces él me miró a los ojos y se enfadó conmigo porque yo no le miraba.
– ¿Me lo prometes? -me preguntó muy solemne-. ¿Me prometes que no volverás a faltar?
– Te lo prometo -dije, todavía sin mirarle.
En ese momento Estrella soltó otro hipo, y mi padre se volvió rabioso hacia ella:
– Has vuelto a beber, ¿verdad? ¿Y así quieres llegar a ser una gran cantante? ¡Una grandísima borracha! ¡Eso es lo que acabarás siendo!
Estrella juró que no había bebido y era verdad. Lo único que había hecho era zamparse una caja entera de bombones de licor.
Al día siguiente volví a faltar al colegio. Supongo que sería un martes o un jueves, que eran los días en que Estrella no me llevaba en el Tiburón. Los martes y los jueves me levantaba a la hora debida, desayunaba cualquier cosa en la cocina y luego me echaba a correr hacia la parada del autobús. Lo normal, sin embargo, era que me detuviera a medio camino y me sentara en la arena a mirar el mar. Os parecerá una tontería pero eso era todo lo que hacía, mirar el mar, y así me encontraba a gusto. Escuchaba la voz de las olas: bueeeno, bueeeno, vaaamos… Las veía acercarse y crecer y acabar rompiendo contra la orilla, y luego escogía una de ellas y perseguía su regreso con la mirada y, aunque enseguida la perdía, yo sabía que esa ola no había desaparecido, que no se había ido del todo, y que mi pensamiento podía viajar con ella hacia algún sitio mejor y más dichoso, hacia una playa desconocida en la que tal vez hubiera alguien que me estuviera esperando. Y había momentos en los que en efecto tenía la sensación de estar viajando, pero viajando como en los sueños felices, sin esfuerzo, sin cansancio, deseoso únicamente de prolongar ese viaje el mayor tiempo posible. ¿Sabéis una cosa? Yo creo que la felicidad tiene música de trompeta. Yo al menos, cuando me sentía arrastrado hacia aquellas playas remotas, acababa oyendo una melodía suave, cálida, susurrante, casi humana, y aunque luego habría sido incapaz de reproducirla y tal vez hasta de reconocerla, sabía que aquel instrumento era una trompeta, una trompeta con sordina como la que tiempo atrás le había visto tocar a un músico negro en televisión. Oía esa música de trompeta muy cerca de mí, como si me estuvieran hablando al oído. La sentía en la mejilla como una caricia y se me erizaban las escamas de la piel, y yo entonces contenía la respiración porque sabía que en cualquier instante vería a la persona que me estaba esperando en esa playa desconocida al otro lado del mar, y esa persona era una chica, mi chica, que se me aparecía como en los duermevelas, sin rostro o con un rostro oscuro e indefinido, y de la que sólo sabía que era bailarina porque llevaba siempre un tutú blanco, reluciente. La veía. La veía durante un rato que se me antojaba siempre demasiado breve. Luego, de golpe, volvía a encontrarme en mi playa, en la misma playa en la que había iniciado ese viaje, y trataba de retener la imagen de mi bailarina como quien se aferra a un sueño placentero que un timbrazo inoportuno acaba de interrumpir.
– ¡Cabrón! ¡Esta vez me has dado! -gritó Marañón, y yo cogí otra piedra y se la lancé.
Esa mañana estaba lloviendo pero a mí no me importaba. Le volví la espalda y anduve por la orilla hasta el lugar en el que había dejado la cartera y las zapatillas. Marañón me seguía, oscuro y silencioso, y yo lo sabía sin necesidad de mirarle. Yo había pasado por muchos colegios y todos me parecían iguales. En todos había un gordo, un pelirrojo y un tonto. En todos había también un repetidor que quería ser amigo mío y me seguía a todas partes.
Me senté sobre la cartera y dejé que el agua de lluvia me resbalara por la cara. Marañón se sentó a un par de metros. Yo ni le miré. No lo quería como amigo porque a mí los amigos me duraban muy poco. Un par de años antes había tenido uno. Se llamaba Wilfredo. Tenía sesenta y tantos años y un detector de metales. Recorría las playas buscando monedas, anillos, cadenitas, y a mí me gustaba acompañarle. Había días en que no encontraba más que unas cuantas llaves oxidadas, pero una vez halló un reloj de oro. Aquello debía de valer un dineral.
Cerré los ojos y traté de imaginar que estaba solo.
– Oye, ¿tú te haces pajas? -me preguntó Marañón, el muy cerdo.
Fingí no haberle escuchado.
– Yo me hago muchas -prosiguió él-. Tres al día. Una en la cama, cuando me despierto. Otra antes de comer, en el lavabo. Y otra en…
– ¡Cállate, gilipollas! -le grité y, como no tenía a mano ninguna piedra, le lancé una zapatilla.
Marañón se puso a hacer montañitas con la arena húmeda y yo pensé que finalmente me dejaría en paz. Pero no. Al cabo de un rato volvió a hablar de lo mismo. ¿Por qué tenía que contarme todas esas guarradas?
– ¿Sabes lo que hago? Me la meneo con un calcetín. Así da más gusto. ¿Y has probado a ponerte una mosca? Coges una mosca, le arrancas las alas y te la pones en el capullo. Cuando estás en la bañera no hay nada mejor. La cuestión es mantener la polla fuera del agua. Como un periscopio, ¿entiendes?
No pude aguantarlo más. Me levanté de un salto, me eché sobre él y le apreté la cara contra la arena. Él trató de zafarse pero yo le tenía inmovilizado. Le había doblado un brazo a la espalda, y cada vez que se lo apretaba Marañón profería un aullido de dolor.
– ¿No te había dicho que te callaras? ¡Gilipollas!
– ¡Suéltame, por favor! ¡Te juro que me callaré! -me suplicó.
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