Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Un montaje fotográfico -decía mi padre-. Es su cara pero no su cuerpo. Está clarísimo.

Estrella se acercó a mirar el periódico.

– Es su cuerpo.

– No es su cuerpo.

– Sí que es su cuerpo.

– Pues entonces esta chica no está en sus cabales. ¿Cómo se le ocurre hacer esto?

– A lo mejor la han obligado a fotografiarse así.

– A lo mejor.

Me acerqué también yo. El diario reproducía dos fotos. En una de ellas, anterior al secuestro, Patricia Hearst posaba junto a su novio, un joven sonriente con bigotito y gafas. En la otra aparecía empuñando una metralleta y a su espalda se veía una bandera con un dibujo como de un dragón.

– Es su cuerpo -dije.

– No es su cuerpo -dijo mi padre-. Es un montaje.

El titular decía: «Patricia Hearst se hace revolucionaria.» Por lo visto, los secuestradores habían mandado a un periódico esa foto y una grabación magnetofónica en la que declaraba que nunca volvería a la vida que había llevado hasta entonces. También decía que compartía los puntos de vista simbióticos sobre la lucha de clases y que había dejado de llamarse Patricia Hearst para adoptar el nombre de Tania, como una chica de la banda del Che Guevara.

– ¿Quién es el Che Guevara? -pregunté-. ¿Y la lucha de clases? ¿En qué consisten los puntos de vista simbióticos?

– Sigo pensando que es un montaje -dijo mi padre sin mirarme.

– Yo creo que le han lavado el cerebro -dijo Estrella.

No volví a saber de Patricia Hearst hasta el día de la actuación de Estrella. Yo no quise ir a escucharla: bastante la escuchaba todos los días. Me habían dejado la cena preparada: cocacola, bocadillo de chorizo de Pamplona y yogur de yogurtera. No tenía ganas de nada, así que encendí la televisión y me pasé un buen rato arrancándome una costra reseca que tenía en la rodilla. Fue después del telediario cuando pusieron un programa en el que se veían imágenes de Patricia Hearst asaltando un banco. Llevaba también ahora una metralleta en las manos y apuntaba con ella a un lado y a otro. Sus gestos parecían como aprendidos en las películas, y la escena tenía un aire irreal, como de juego de niños: costaba creerse que aquella metralleta pudiera matar a alguien. Lo que estaba claro, sin embargo, era que ahí no había montaje alguno. Aquellas imágenes las habían captado las propias cámaras del banco.

A eso de las once oí el ruido de la cerradura.

– Bueno -estaba diciendo mi padre, con una de sus sonrisas de falsa alegría-. Después de todo, las cosas tampoco han salido tan mal…

Llegaban antes de lo previsto: tal vez las cosas sí que habían salido tan mal. Estrella se dejó caer en el sofá y echó un vistazo rencoroso a mi bocadillo de chorizo y mi yogur de yogurtera.

– ¿Y tú por qué no te has tomado tu cena?

Estrella riñéndome por una cosa así: las cosas habían salido muy, muy mal.

Mi padre se sentó a su lado e intentó animarla diciendo que su verdadera presentación sería dentro de dos semanas, En Valls. Allí cantaría en un salón de actos, no en un simple casino, y seguro que iría más gente… Mi padre trataba de parecer alegre y sonreía sin parar, mostrando siempre su horrible caries.

– Y a don Nicolás ya le has oído. Le ha gustado. Le ha gustado mucho y está dispuesto a correr otra vez con los gastos…

– ¡Don Nicolás! -exclamó Estrella de repente-. ¿Quién convenció a don Nicolás? Yo. ¿Y tú qué has hecho? Nada.

– Yo… -titubeó mi padre-, yo me he encargado de la promoción.

– ¡Claro! ¡Por eso no ha ido nadie!

Yo nunca había visto a Estrella así. Estaba enfadada, se veía que estaba enfadada y que intentaba contenerse, y cada vez que levantaba la voz las tetas le temblaban como si quisieran escaparse hacia arriba. Había perdido, además, su habitual coquetería y tenía la frente brillante y el pelo despeinado. A mí Estrella nunca me había parecido guapa, pero en aquel momento le reconocía un atractivo que nada tenía que ver con la belleza.

Mi padre, conciliador, asintió varias veces con la cabeza y agitó las manos como los artistas cuando piden el cese de los aplausos. Esa era una de las actitudes que más frecuentemente le había visto adoptar: yo la llamaba la postura del obispo porque la única vez que vi a un obispo hacía exactamente eso. Sin dejar de asentir aproximó su cara a la de Estrella y le dijo que estaba un poco nerviosa, haciendo al mismo tiempo una seña hacia mí como para recordarle que yo estaba delante.

– ¡Cállate! ¡Lo que me pone nerviosa es oírte hablar! -le interrumpió ella a gritos.

En ese momento le importaba muy poco que yo estuviera delante o que no. Se encaró con mi padre y le clavó un dedo en el pecho, y por un instante la vi como una persona desconocida, distinta. No sé. Me pareció dispuesta a hacer algo que hasta entonces no habría imaginado en ella, como por ejemplo enzarzarse en una pelea. Sería en todo caso una pelea masculina, a puñetazos, sin tirones de pelo ni uñas que arañaran las mejillas.

– ¡Ya sabes lo que eres! ¡Un inútil! -le dijo, y aquello sonó como un puñetazo.

Mi padre negó con la cabeza y volvió a señalarme. Yo no me moví de mi sitio. Le miré fijamente. Iba como encogiéndose poco a poco, hundiéndose en el sofá, haciéndose cada vez más pequeño, y a su lado Estrella parecía bastante más alta que él. También más fuerte: seguro que habría podido tumbarle de un golpe. Volvió a llamarle inútil y le preguntó qué había sido de sus ahorros.

– ¿Dónde ha ido a parar todo el dinero que te di? -le gritó, y este puñetazo le dolió más que el anterior.

Mi padre farfulló algo sobre el coste de las clases y sobre no sé qué más, y sólo entonces Estrella pareció reparar en mi presencia. Me miró. Me dedicó una mueca en la que se mezclaban la piedad y el disgusto. Me dijo:

– Lo siento, Felipe. Lo siento por ti.

No quise seguir escuchando: no me gustaba que me miraran de esa forma ni que me dijeran esas cosas. No me gustaba que mi padre pareciera un pobre diablo al lado de una mujer como Estrella. No me gustaba que mi madre hubiera dejado de ser insustituible. No me gustaba mi padre.

Me encerré en la cocina y busqué en el montón de los periódicos atrasados. Sí, todavía estaba ahí el del cinco de abril, con la foto del novio y la de la metralleta. Volví a leer la noticia y seguí sin entender demasiado. Pero eso era lo de menos. Lo que en ese momento me importaba era que aquella chica había sido capaz de empuñar una metralleta y lanzarse a atracar bancos sólo porque tampoco a ella le gustaba su padre.

Podéis imaginaros lo que hice a continuación. Cogí unas tijeras y recorté aquellas fotos y aquella noticia. Recorté también las informaciones que aparecían en días posteriores: unas declaraciones del padre de Patricia, la propia noticia sobre el asalto al banco, no sé si alguna más. Lo necesitaba. Necesitaba separar a Patricia Hearst del resto de las cosas del mundo y hacerla mía, poseerla. Me entendéis, ¿verdad? Esa misma noche buscaría el álbum del doctor Marnard y lo sustituiría por el de ella. Barnard se podía ir al cuerno. Ella no, Patricia Hearst no. Yo lo ignoraba todo sobre esos señores llamados simbióticos, pero sabía que en ese momento aspiraba a ser uno de ellos. A cambiar de nombre. A agarrar un arma. A asaltar un banco sólo para protestar contra mi padre.

Por la mañana me despertaron los timbrazos del taxista que venía a recoger a Estrella. Yo lo oía todo desde mi litera. Oía cómo el taxista preguntaba qué bultos tenía que bajar y cómo mi padre aprovechaba sus breves ausencias para volver a rogar.

– Es inútil que insistas -replicaba Estrella, paciente.

– Una oportunidad. La última. Es todo lo que te pido.

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