Juan Ignacio Colil Abricot - Un abismo sin música ni luz
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Para la escritura de esta novela, el autor obtuvo la Beca de Creación
del Consejo del Libro el año 2014.
© LOM edicionesPrimera edición: diciembre de 2019 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560012364 ISBN digital: 9789560013538 Fotografía de portada: «50» de Juan Ignacio Colil Abricot Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Registro N°: 411.019 Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Para Isabel, por el apoyo y los años.
Run Run se fue pa’l norte yo me quedé en el sur, al medio hay un abismo sin música ni luz .
Violeta Parra
1
Trevor se levantó de su silla y caminó hacia la ventana. Se mantuvo un instante mirando hacia el horizonte. Desde ese lugar la playa apenas se veía en un cuadro pequeño colgando en una esquina de la ventana. Una franja celeste, otra un poco más oscura y finalmente una franja de un blanco sucio. Pensó en sus hijos y en su mujer. Recordó una imagen de un fin de semana lejano en que compartieron un asado en el Cajón del Maipo. Recordó risas, rostros, el sabor del vino. Había sido la última vez que habían estado juntos. Aún podía escuchar las risas. En ese momento comprendió que había sido una etapa de su vida que nunca supo ver. Ahora se conformaba con llamarlos diariamente solo para oír sus voces y saber que la vida continuaba sin sobresaltos, pero a paso rápido. Atrás quedaban sus recuerdos. Luego vino esta extraña destinación que era un castigo solapado. No habían podido comprobar una filtración de información, pero alguien se había cobrado una pequeña venganza. Ahora los días pasaban en una monotonía lenta. Ni siquiera el clima ofrecía sorpresas. El trabajo era liviano y las posibilidades de ascender se esfumaban un poco cada día. De vez en cuando algún robo, algún joven que abandonaba la casa de los padres, algún muerto por riñas de borrachos, uno que otro ahogado sobre todo durante los fines de semana y solo una vez hubo un asunto que condenó a dos tipos por incitación a la prostitución. Nada que demandara mucho esfuerzo, más allá de cumplir con los trámites de rigor. Hacer las preguntas adecuadas, completar los informes, no perder de vista los archivos.
La unidad estaba formada por tres efectivos. El jefe, Martínez, que siempre se las arreglaba para estar con licencia, salir con permisos u obtener algunos viajes institucionales. Trevor era el segundo al mando, por lo tanto llevaba todo el papeleo. Y Sánchez hacía sus primeros años. No parecía muy entusiasmado con el trabajo policial y prefería pasarse el tiempo leyendo libros viejos. Ya aprendería.
Los días pasaban lentamente. El ritmo obligaba a bajar las revoluciones. Se desayunaba más lento, se descansaba por más tiempo. Las palabras parecían más pesadas. De cuando en cuando algún suceso los llevaba a internarse a alguna playa solitaria o kilómetros y kilómetros desierto adentro. En esos momentos ni siquiera conversaban, sólo caminaban junto a Sánchez escuchando el viento. y mirando los pájaros, cada uno pensando en lo suyo y seguramente buscando la oportunidad para romper aquel marasmo. Para Sánchez era más fácil. Era joven, recién estaba comenzando. Estar en ese pueblo sólo era un primer peldaño, en cambio para Trevor era casi una lápida.
Sonó el teléfono. Trevor lo observó y dejó que sonara. Generalmente llamaban para preguntar por direcciones o por asuntos pertenecientes a otros organismos públicos. El teléfono dejó de sonar al décimo intento. Trevor prendió un cigarrillo. El teléfono volvió una vez más a la carga. Se despegó lentamente de la ventana. Levantó el aparato, condenado a escuchar alguna estupidez.
–Investigaciones. ¿En qué le puedo ayudar?
–Disculpe que lo moleste, quizás no sea nada.
–No se preocupe.
–Es que puede que no sea nada. Sólo oí un grito. Nada más. Me asusté.
–¿Podría describir el tipo de grito?
–Creo que fue un grito de susto, de espanto. Por eso llamo.
–¿Desde dónde está llamando?
–Acá en Caldera. Quizás no sea nada. Me da vergüenza molestar por algo así.
–Dígame dónde escuchó el grito.
–Anote la dirección: Condell al llegar a Prat. Es una casa azul.
–Gracias. Enviaremos unos detectives. Señorita, ¿cuál es su nombre?, ¿aló?, ¿aló? –el teléfono se cortó. Trevor anotó la dirección y terminó de fumar su cigarrillo. Trató de recordar la voz. Le pareció la voz de una mujer joven. ¿Treinta años? Quizás treinta y cinco. No más. No le gustó la llamada. Parecía una broma. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana. Tomó el papel en que había anotado la dirección. No era lejos. Sólo cuatro cuadras lo separaban. Se arregló la corbata y con un grito llamó a Sánchez, quien se presentó ante él arreglándose la camisa dentro de los pantalones.
–Llamó una mujer, escuchó un grito. Puede que no sea nada. Un grito no significa nada.
–¿Quiere que vaya jefe?
–¿En qué estás?
–Nada especial. Leía sobre casos antiguos. Lo de la Legación alemana. ¿Lo ubica?
–Algo. Creo que leí el asunto en alguna revista, pero hace muchos años. ¿Es al tipo que ubican por los dientes? ¿1920?
– Tiene buena memoria jefe. Fue un caso extraordinario. La ciencia al servicio de la investigación policíaca. Eso sí que ocurrió en 1909.
–Sigue con tu lectura, yo voy a echar un vistazo. Si llaman de Copiapó o Santiago, diles que estoy en un procedimiento. No digas simplemente que no estoy, eso no suena bien, y si viene alguien anota todos los datos.
Trevor caminó las cuatro cuadras, más que nada por hacer algo distinto. Sabía que sólo sería rutina y quizás ni siquiera tendría que rellenar el formulario. A esa hora de la tarde la temperatura comenzaba a bajar y la gente salía a la calle. Algunas viejas instalaban una silla al lado de la puerta y se contentaban con ver pasar a la gente y los vehículos de los vecinos. Todos los que se cruzaron con Trevor lo saludaban. Pensaban que era una especie de delegado directo de Santiago y que investigaba un caso importante y oscuro. Un caso que supuestamente involucraba a lo más selecto de la sociedad de Caldera. Trevor había dejado que esos rumores se esparcieran. Le gustaba que la gente se formara esa opinión y durante los meses que llevaba en funciones, de tanto en tanto dejaba caer alguna pregunta misteriosa. De esa forma el rumor se hacía más fuerte y también descubrió que la gente prefería mantener con él una distancia prudente. Respeto y cuidado. Ese era el lema.
Distinguió la casa azul cuando aún le faltaba media cuadra por llegar. Todas las mañanas pasaba frente a esa casa y siempre le había llamado la atención no saber quién vivía en ese lugar. Nunca se había cruzado con nadie saliendo o entrando. Nunca un niño en el patio. Nunca un viejo barriendo la vereda. Pero la casa siempre se veía limpia, bien tenida. Se detuvo metros antes de llegar y observó con atención. No se veía nada extraño. Precisamente en esa cuadra había menos gente en la calle. Sólo unos niños que jugaban a la pelota. Se detuvo en la puerta de la reja y comenzó a gritar. Al cuarto grito comprendió que nadie saldría a atenderlo. Al parecer no había perro. Empujó la reja con el pie y notó que estaba abierta. Entró y caminó hacia la casa. Cada dos metros se detenía y volvía a gritar ¡Alo! De esa forma llegó hasta la puerta. Miró hacia atrás y vio que los niños que jugaban a la pelota se habían acercado hasta la reja y lo observaban. Uno de ellos le hacía señas. Trevor le devolvió el saludo con la mano. Estuvo otros minutos frente a la puerta. La golpeó dos, tres veces. No quería volver sobre sus pasos con las manos vacías. Esos niños parados cerca de la reja no lo dejaban tranquilo. Verlo salir con las manos vacías no era presentable. En pocos minutos todos sabrían que había ido hasta esa casa y no había logrado nada. Otra humillación. Imperdonable. No estaba en edad de permitirse esos bochornos públicos. Podía sentir la mirada de los niños clavada sobre su cuello.
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