Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Te lo he dicho mil veces: así no podemos seguir…

Entonces aparecía otra vez el taxista y se callaban los dos. Se oía un «¡vamos allá!» y un resoplido, y al cabo de unos segundos mi padre volvía a la carga: que qué iba a hacer ahora, que dónde iba a vivir, que él se comprometía a buscarle un agente de los de verdad si ella renunciaba a marcharse…

– Una carrera artística exige muchos sacrificios. El principal y más cruel de todos, el sacrificio de los sentimientos -sentenció Estrella, y aquello sonó a frase aprendida, como si estuviera repitiendo algo que hubiera leído en alguna entrevista del ¡Hola!

Se oyó un nuevo timbrazo. El taxi ya debía de estar cargado. Estrella dijo algo que no entendí y abrió la puerta de mi habitación. Entraba para despedirse. Yo me hice el dormido y ella me dio un beso en la frente. Mi padre no podía estar muy lejos. No le oía, no le veía, pero de algún modo percibía su presencia. Me lo imaginaba apoyado en el marco de la puerta, con su pijama a rayas porque todos sus pijamas eran iguales, todos a rayas. A Estrella me la imaginaba maquillada de esa manera horrible que a ella le gustaba, con los párpados pintados de azul como las putas y los labios muy rojos. Y en efecto: salieron del dormitorio, y yo me llevé los dedos a la frente y tenía las yemas manchadas de carmín.

– Te acompaño al taxi -oí, otra vez a través de la puerta.

– No hace falta.

Dejé que pasaran unos minutos. Luego me asomé al cuarto de estar y vi a mi padre en la terraza, acodado a la barandilla con expresión de cansancio. Yo lo veía de medio perfil, y no estaba en pijama: llevaba la misma ropa que por la noche, la misma camisa, la misma corbata, pero todo como desarreglado y fuera de sitio. En el costado se le habían formado unas arrugas que recordaban el fuelle de un acordeón.

Mi padre se llevó entonces una mano a la cara, y comprendí que estaba llorando. Era la segunda vez que le veía llorar. O más bien la primera, porque la otra vez fue en el funeral de mi madre y yo era demasiado pequeño para recordarlo. Era, pues, la primera o segunda vez que le veía llorar y está claro que me molestó. Cerré la puerta y me dije que eso del amor era una estupidez, yo nunca me enamoraría. ¿Para qué? ¿Para acabar llorando por una gorda como Estrella?

Volví a salir al cabo de un rato. Mi padre seguía en la terraza, con la vista clavada en la carretera, seguramente en el punto en el que había desaparecido el taxi de Estrella. En esta ocasión sí que advirtió mi presencia y me hizo una seña con la cabeza para que me acercara. Me acerqué. Mi padre me puso las manos en los hombros y me dijo:

– Estrella se ha ido.

En ese momento se parecía a Frank Sinatra cantando Strangers in the Night. Añadió:

– Las cosas no funcionaban muy bien entre nosotros y le he pedido que se marchara. Al menos por un tiempo. Es mejor así.

Pero qué gilipollas se puede llegar a ser. Mi padre se creía que yo no me había enterado de nada y ahora improvisaba una de sus clásicas comedietas para recomponer de algún modo su autoestima. Llevó sus manos a mis brazos y me los cogió con fuerza, como si fuera a levantarme. Eso era lo que él hacía cuando pretendía hablar conmigo «de hombre a hombre». Y habló conmigo de hombre a hombre:

– Espero no haberme equivocado. No sé. Tal vez podría haber llegado a ser una buena madre… Lo siento. Sé que le habías cogido mucho cariño y que puede ser un trago amargo para ti. De verdad que lo siento, pero afróntalo como un hombre. El mundo no se acaba aquí.

O sea que lo sentía. Lo sentía por mí, como si el enamorado fuera yo, como si Estrella me hubiera abandonado a mí y no a él. ¿Qué os parece? Ah, yo confiaba en no parecerme nunca a mi padre.

Conocía varios casos de enamoramiento.

La señorita Violeta, la maestra que había tenido en el colegio de hacía dos o tres años, se había enamorado de un chico de sexto, capitán del equipo de fútbol. Se llamaba Pemartín y era el hermano mayor del Pemartín que yo conocía porque estudiaba en mi curso. A éste, a Pemartín, le gastábamos bromas sin parar. Le decíamos: «¿Tú también te la vas a tirar? ¡Venga, hombre! Entre hermanos hay que compartirlo todo.» Nosotros no sabíamos si el mayor se la había tirado. Por no saber, ni siquiera sabíamos si la señorita Violeta se había enamorado. De hecho, la gente decía eso sólo porque la habían visto animar al equipo del colegio y aplaudir los goles del hermano mayor de Pemartín, que era el único que metía goles. Bueno, a lo mejor también lo decían porque la señorita Violeta se había criado en Francia y a las francesas les pega mucho eso de enamorarse.

La cuestión es que Pemartín era todo lo contrario que su hermano mayor: feo, tímido, torpe y yo creo que un poco lelo. La burla, por lo que fuera, llegó a oídos de algún adulto, y un día nos llevaron a cuatro o cinco al despacho del director. Yo pensaba que nos llamaba para castigarnos, pero nada de eso. El director nos dio unos caramelos ácidos y luego nos preguntó qué sabíamos sobre el hermano de Pemartín y la señorita Violeta. Yo me encogí de hombros y los otros hicieron algo parecido, y entonces el director nos quitó los caramelos ácidos y anunció que repetiría la pregunta una sola vez. ¿Qué sabíamos sobre Pemartín y la señorita Violeta? Dijimos que el hermano de Pemartín era el capitán del equipo y que a ella la veíamos en los partidos de fútbol. «Muy interesante», susurró el director, «o sea que suelen verse después de cada partido…» Y se llevó una mano a la barbilla y nos interrogó con la mirada. Nosotros no dijimos nada, ¿qué podíamos decir?, y el director nos devolvió nuestros caramelos con aire satisfecho.

Al día siguiente aparecieron por clase el director y tres mujeres de la asociación de padres. «¿Puede usted salir un momento?», preguntó él. «Claro que sí», contestó la señorita Violeta con su habitual acento francés. Yo creo que eso era lo que les molestaba de ella, que no fuera como las demás, que no tuviera el mismo acento que las otras maestras: en el pueblo la llamaban «la francesa». Las tres mujeres y el director se llevaron a la señorita Violeta, y a nosotros nos dijeron que aprovecháramos para estudiar.

Yo dejé pasar unos minutos y luego salí a espiar. Se habían encerrado en el aula de segundo, que en ese momento estaba vacía porque los de segundo tenían gimnasia. Pegué la oreja a la puerta. Reconocí las voces: la del director, las de las mujeres, la de la señorita Violeta, la del hermano de Pemartín. «¿Pero alguien nos ha visto alguna vez juntos?», protestaba éste acaloradamente. «¿Cómo íbamos a veros si os reuníais en secreto para hacer guarradas?», le replicaban. La señorita Violeta dijo que era todo mentira, que no sabía quién se lo había podido inventar, y entonces el director gritó «¡silencio!» y la señorita Violeta se echó a llorar, y el director volvió a gritar y la señorita Violeta lloró aún con más fuerza. «El testigo. Que venga el testigo», ordenó el director, y yo oí unos pasos que se acercaban hacia la puerta y corrí a esconderme detrás de una columna.

Un minuto después, las dos mujeres que habían salido del aula de segundo volvían en compañía del testigo. El testigo era Pemartín, el Pemartín de mi curso, y las dos mujeres le seguían con aire ceremonioso, como si ellas fue- un dos damas de una corte imaginaria y él el príncipe heredero. Ya os he dicho que Pemartín era un poco lelo. Andaba a pasitos cortos y sin levantar nunca la vista del suelo, y cuando llegó a la puerta del aula de segundo se detuvo como acobardado. El propio director se asomó para hacerle entrar. Le dio unas palmaditas en la nuca y dijo: «Vamos a terminar de aclarar las cosas.»

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