Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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Bueno, lo peor ya había pasado. Cuando Estrella y el pianista se retiraron, mi padre y yo nos quedamos un rato remoloneando en el vestíbulo. El numerito de las flores lo había ideado para ganarse el derecho a visitar a Estrella en su camerino.

– Me quiero ir a casa.

– Enseguida, enseguida nos iremos -contestó él, nervioso, mientras miraba cómo la sala acababa de vaciarse.

Nos metimos por un pasillo cercano pero estuvimos a punto de perdernos. Volvimos a la sala, cruzamos todo el patio de butacas y subimos al escenario por una escalerilla lateral. Mi padre se movía rápido y silencioso, como un ladrón de pisos, y yo me sentía forzado a hacer lo mismo. Llegamos a un almacén atestado de muebles viejos. En el extremo más alejado había cuatro hombres que hablaban a gritos y ni siquiera nos miraron. Mi padre abrió una puerta, He asomó y volvió a cerrarla.

– Por allí -dijo, señalando una escalera de caracol.

Llegamos al piso de arriba y vimos un letrero bien grande que decía «Camerinos». Lo habíamos encontrado sin tener que preguntar. Ahora sólo faltaba saber cuál de aquellas puertas era la del camerino de Estrella.

– Me quiero ir a casa.

Mi padre contempló aquel largo pasillo con actitud pensativa y luego se volvió hacia mí como para decirme algo. Fue justo en ese momento cuando se abrió una de las puertas y oímos un ruido como de voces y risas. Esperamos que alguien saliera pero no salió nadie. Aquellas risas parecían de Estrella. Mi padre echó a andar y yo le seguí, sigilosos los dos, casi furtivos, y nos paramos a un par de menos de aquella puerta, en un sitio desde el que podíamos ver sin ser vistos.¿Y qué vimos? En realidad lo que vimos fue algo insignificante o al menos lo habría sido para cualquier persona que no fuera mi padre. Una caricia, sólo eso, una caricia que don Nicolás le hizo a Estrella en la barbilla. Solo una caricia, pero yo entonces lo comprendí todo y comprendí también que en ese momento mi padre lo acallaba de comprender todo. Y me pareció que la suya era una historia desgraciada, como la de la señorita Violeta, pero yo por la señorita Violeta había sentido compasión y por mi padre ni siquiera eso.

– Mira aquellas fábricas, ¿las ves? Eso es riqueza. Y aquellos campos y aquel bosque de pinos. También eso es riqueza. El mundo entero es riqueza. Todo lo que ves es riqueza -insistió mi padre con un movimiento de cabeza que pretendía acabar de convencerme.

Estábamos otra vez en el coche. íbamos a Tarrasa a ver a la familia de mi madre, y por lo menos hacía media hora que mi padre estaba aleccionándome sobre el mundo y sus riquezas.

– Óyeme bien -prosiguió-. El mundo es muy rico. Todo en él es riqueza. Lo que ocurre es que esa riqueza está mal repartida. Por ejemplo. Tú vas a una ciudad y ves gente pobre y gente rica. ¡Pero esa ciudad es rica! ¡Sus edificios son grandes y bonitos! ¡Sus calles están bien asfaltadas! ¿Cómo puede ser que haya gente pobre en una ciudad rica?

Mi padre me echó un vistazo y yo me encogí de hombros.

– No sé -dije.

– Claro. No lo entiendes porque es absurdo. Es absurdo que haya gente pobre y gente rica cuando todos podrían ser ricos. Pero la clave ya te la he dicho: está todo muy mal repartido. Veamos otro ejemplo. Esta carretera. ¿Tú crees que esta carretera es riqueza?

Yo volví a encogerme de hombros. Mi padre trató de mostrarse paciente y comprensivo.

– Pues precisamente. También esta carretera es riqueza. Imagínate que tienes un camión y que debes llevar una mercancía. Imagínate que tienes el camión pero no la carretera. ¿Cómo vas a llevar esa mercancía? ¿Y cómo vas a cobrar por algo que no has llevado?

El razonamiento parecía incuestionable. Mi padre se mantuvo unos instantes en silencio para darme tiempo para asimilarlo, y yo mientras tanto pensaba: «Entonces nuestra | situación no es tan desesperada. Nosotros no tenemos el camión pero sí la carretera.»

– Bueno -continuó-. Quiero que te quede bien clara una cosa: el verdadero problema del mundo es que está todo muy mal repartido. Por eso, aunque todos podríamos ser ricos, sólo unos pocos lo son.

Sus propias palabras le iban animando. Alzó una mano con aire profesoral y dijo:

– Para hacerse rico, para ganar dinero no hace falta más que una cosa. ¿Cuál?

Yo no tenía ni idea. Nunca en mi vida había pensado en ganar dinero y hacerme rico.

– ¿Cuál? -insistió él.

– Un camión -dije.

Mi padre negó con la cabeza.

– ¿Una carretera? ¿Una fábrica?

Mi padre volvió a negar, algo decepcionado.

– No -dijo-. Para ganar dinero hace falta dinero. ¡Dinero! ¡Por eso la riqueza está mal repartida! ¡Porque sólo los que tienen dinero pueden ganar más dinero!

A la familia de mi madre no la veía desde que tenía, no sé, siete u ocho años. Lo que mejor recordaba de ellos eran mis manos. Las manos del tío José, con las uñas siempre manchadas de blanco porque era pintor. Las de la tía Elvira, que olían a mandarinas porque trabajaba en una frutería. Las de mi abuela, llenas de manchas y de arrugas y con los, dedos retorcidos por la artritis. Supongo que a esa edad, los siete u ocho años, las manos de los adultos es lo único que está a tu alcance: las tienes a la altura de los ojos, siempre que cruzas una calle debes agarrarte a alguna de ellas, me imagino que por eso te fijas tanto. El tío José estaba casado y tenía dos hijos gemelos algo más pequeños que yo. Y, ¿lo veis?, sus manos no las recordaba, o al menos no las recordaba como las del tío José o la tía Elvira o la abuela, o como las de la tía Rosita, la mujer del tío José, que apestaban a lejía.

Pero todo en la familia de mi madre apestaba a lejía: la casa, la ropa, la furgoneta en la que el tío José llevaba sus brochas y sus pinturas, todo. Hasta las manos de la tía Elvira, que, cuando no olían a mandarinas, olían a lejía. ¿Todos los pobres huelen así? Supongo que no, porque también mi padre y yo éramos pobres, y yo no sabría decir a qué olíamos pero a lejía seguro que no. Me pregunto, en fin, cómo olería mi madre. ¿Olería a lejía como pobre que era? Tal vez no. ¿Y cómo serían sus manos? ¿Largas y delicadas, bonitas como las de Audrey Hepburn? ¿O más bien vulgares, callosas, con la piel áspera y las uñas mordisqueadas como las de cualquier mujer de familia pobre?

Llegamos al pisito de mi abuela y lo primero que me llamó la atención fueron precisamente unas fotos en las que aparecía mi madre. Supongo que siempre habían estado ahí, encima de esa cómoda repleta de pequeñas fotos enmarcadas: fotos de bodas y de excursiones a la playa, retratos de niños y de ancianos y de hombres vestidos de soldado. Yo, sin embargo, nunca antes había reparado en ellas. En una se la veía de niña, con un vestidito blanco y un lazo en el pelo, sosteniendo entre las manos un conejito de peluche. En otra, ya adolescente, posaba junto a sus dos hermanos a la salida de una iglesia, y al fondo se adivinaba un personaje anónimo y borroso que echaba comida a varias decenas de palomas. En la más reciente llevaba bata y camisón, y parecía estar meciendo entre los brazos a un recién nacido, evidentemente yo. Debía de ser una de sus últimas fotos.

– ¡Felipe, chicos! -dijo la tía Elvira-. Podéis jugar en la mesa de la cocina.

Se acercó a mí y me tendió la caja de los Juegos Reunidos.

– ¿Por qué me miras así? -me preguntó con dulzura.

¿Cómo la estaba mirando? No sé. Sólo sé que en ese momento estaba tratando de imaginar cómo sería mi madre todavía viviera. ¿Se parecería quizás a la tía Elvira, su hermana? Aparté la mirada y me encogí de hombros. Ella añadió:

– Eres un chico muy especial. Tendrás muchas novias. A las chicas les gustan los chicos especiales.

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