Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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Le solté finalmente. Marañón escupió la arena de la boca y se frotó el brazo dolorido.

– Eres un cabrón, eres un cabrón… -lloriqueaba con voz de marica.

¿Por qué se quejaba tanto? Podía haberle roto el brazo y no lo hice. Marañón se levantó y fue a lavarse a la orilla. Había dejado de llover.

No sé si fue esa mañana u otra parecida cuando vi a Estrella y a mi padre bailando junto al búnker. Aquel bunker de los tiempos de la guerra separaba nuestra playa de la siguiente, pero a mí no me gustaba frecuentarlo porque había bichos y olía a mierda. Marañón y yo los mirábamos subidos al tejadillo de un quiosco abandonado.

– ¿Se han vuelto locos? -preguntó Marañón.

Muy cuerdos no parecían. Por encima del rumor de las olas nos llegaba la voz de Estrella cantando aquello de «un mantón de la China-na, China-na, China-na» y, de forma más irregular, el sonido de las risas de mi padre, que con los brazos en jarras daba saltitos en torno a Estrella como un bailarín escocés. Luego ella tarareó un vals y mi padre con muchos melindres la cogió por la cintura. Estuvieron un buen rato girando sobre sí mismos como una peonza, pero al final cayeron torpemente sobre la arena, ella encima de él, gorda, regocijada, aplastándolo a conciencia y negándose con risitas pueriles a atender sus gritos de auxilio.

Nos acercamos Marañón y yo. En esas circunstancias era improbable que me cayera otra bronca por haber faltado a clase. Nos detuvimos a unos cinco o seis metros de ellos, y ahora Estrella le estaba haciendo cosquillas. Mi padre, entre carcajadas y gestos de dolor, se revolvía desesperadamente bajo su peso.

– ¡Para, por favor, para! -le suplicaba-. ¿Así me lo agradeces?

Marañón me lanzó un vistazo como pidiéndome permiso para sonreír. Yo me encogí de hombros, y entonces mi padre nos vio y logró por fin retener las muñecas de Estrella. Esta se levantó sin dejar de reír. Le hacía gracia ver a mi padre tan azorado y a la vez tan enérgico.

– Bueno, bueno. Te estaba buscando -me dijo, mientras se levantaba y recomponía su atuendo-. Nos vas a echar una mano. Y tu amigo también, si quiere.

Al cabo de un rato íbamos los cuatro camino del pueblo en el Tiburón. Estrella parecía muy excitada. Hablaba de la ropa que se quería comprar y de una diadema con brillantitos que había sido de su madre y que había guardado cuidadosamente durante años. También hablaba de someterse a un régimen de adelgazamiento que había visto anunciado en una revista.

– Garantizado. Pierda cuatro kilos en una semana. Sin ejercicio físico. Sin pasar hambre -recitó, como si tuviera la revista ante sus ojos-. A mí me sobran ocho kilos. Dos semanas serán suficientes.

– Olvídate -dijo mi padre-. Si adelgazas demasiado puedes perder la voz.

A mi padre le gustaban gordas. Mi madre, sin embargo, era muy delgada. Recuerdo unas fotos suyas de recién casados. Aparecía en ellas con ropa de verano, y las clavículas le asomaban como dos cintas. Mi madre se parecía bastante Audrey Hepburn. Si mi padre se parecía a Frank Sinatra, mi madre se parecía a Audrey Hepburn. Era tan delgada como Audrey Hepburn pero bastante más menuda. Mi padre nunca ha sido un hombre alto, y ella en esas fotos casi no le llegaba a los hombros.

– Cuatro kilos sí -dijo Estrella, concluyente, y se puso a cantar a voz en grito una de sus horribles zarzuelas.

Marañón y yo íbamos en el asiento de atrás, él un poco acobardado, yo aguardando una explicación. Mi padre se volvió a mirarnos en un ceda el paso. Marañón se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Es difícil manejar una computadora gigante? A mí me gustaría saber hacerlo.

Qué tonto era Marañón, se había creído todas mis mentiras. Mi padre me miró sin comprender, y yo le hice una seña que quería decir: «No le hagas caso, ya te explicaré.» Paramos delante de un taller de artes gráficas. Entraron mi padre y Estrella.

– ¿Cuándo podré ir a tu casa a ver la computadora?

– La tenemos en Suiza, en un sótano de nuestra casa. Aquí esas computadoras están prohibidas porque sirven para hacer bombas atómicas.

– ¿Y no tenéis miedo de que os la roben?

– Hay un vigilante. Por eso no nos hemos traído a los perros. Él se ocupa de ellos cuando no estamos.

– ¿Perros?

– Doce.

– Me gustaría tener doce perros y una casa en Suiza.

Aparecieron Estrella y mi padre. Llevaban varios rollos como de papel pintado. Eran carteles. Estrella, nerviosa, sacó uno de ellos y lo desenrolló parcialmente. Permaneció unos instantes observándolo complacida, como esos sastres que salen a la calle para comprobar el color de un tejido a la luz del sol. Luego lo exhibió alborozada, y a través de la ventanilla pude leer lo que ponía en el cartel: el próximo viernes, día tal, a tal hora, presentación mundial en el casino de esta localidad de la gran cantante ESTRELLA PINSEQUE, que interpretará romanzas de El niño judío, La revoltosa, El huésped del sevillano, La rosa del azafrán, etcétera, acompañada al piano por el maestro Sebastián Armengol…

Así que era eso. Ése era el motivo de tanto baile y tanta excitación.

– Sigo pensando que una foto mía no habría estado mal. Una foto con la diadema -dijo Estrella con expresión pensativa-. ¿Y don Nicolás? ¿No tendría que aparecer su nombre en alguna esquinita? Como patrocinador…

Se metieron en el coche y mi padre le guiñó un ojo.

– Don Nicolás es un hombre muy poderoso. No necesita ir pregonándolo. Tú déjame a mí.

Estrella le agarró por los mofletes y le estampó un beso en la frente.

– Claro que sí, cariñito.

– Yo sé cómo se manejan estas cosas.

– Si es que eres un genio…

– Pues la verdad…

– ¡Ay, ay, ay! ¿Qué haría yo sin ti?

– ¿Nos vamos ya? -interrumpí desde atrás. Todo aquello me parecía ridículo.

Nos pusimos otra vez en marcha. Pero no volvimos por la carretera sino que nos metimos por una calle que llevaba al centro. Marañón se me acercó al oído y me preguntó por don Nicolás. «¿Otro científico?», susurró, y yo asentí sin prestarle atención. Mi padre, eufórico, no paraba de hablar:

– Vamos a empapelar toda la ciudad. ¿Qué digo? ¡Toda la comarca! ¡No quedará ni un poste sin cartel!

Estrella reía sin cesar y daba palmaditas como una niña pequeña:

– ¡Sí! ¡Que se entere todo el mundo!

A mí tanto entusiasmo me hacía desconfiar. Nos metimos por la calle del cine y mi padre detuvo el coche en- encima de la acera. Entonces se volvió hacia nosotros y nos guiñó el ojo. Yo conocía muy bien esa forma de guiñar el ojo, acompañada de un leve cabeceo y de una mueca de pretendida complicidad. Solía hacer eso cuando quería pedirme un favor, y en esas ocasiones lo normal era que comenzara soltándome alguno de sus habituales discursitos.

Por ejemplo, el de que él quería que le tratara no como a mi padre sino como a mi mejor amigo.

– No -dije.

– ¿Que no qué?

– Que no pienso pegar ningún cartel.

La mueca de complicidad se borró de su rostro y en su lugar apareció la del rencor: los párpados entornados, el labio inferior por encima del superior. En ese instante mi padre estaba dudando entre enfurecerse o tratar de mostrarse razonable. Optó por esto último, y con un movimiento de manos que nos abarcaba a todos dijo que Estrella era la artista, Estrella Penseque, el cartel mismo lo decía: ¿habíamos visto alguna vez a una artista pegando sus propios carteles? Y él, mi padre, era su representante, su agente artístico: ¿habíamos visto…?

– No -dije.

– ¡Cómo que no! ¿Es que no lo entiendes? Nosotros tenemos una posición. ¡Una posición! ¿Qué pensaría el público si nos viera…?

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