Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– ¡Qué! -gritó él, mostrándome las palmas de las manos, y yo me bajé la cremallera del pantalón y le dije:

– O me comes la polla o te hincho un ojo.

Bueno, el resto casi no vale la pena contarlo. Todos los chavales, incluido Marañón, me observaron boquiabiertos, como si no creyeran lo que acababan de oír. Al fin y al cabo ninguno pasaba de los catorce años. Yo disfrutaba diciendo guarradas y amenazando a la gente, así que me puse a gritar como un energúmeno. ¿Me había oído o no? ¡No se lo repetiría más! ¡O me comía la polla o le hinchaba un ojo!

Marañón, por supuesto, no me comió nada, y yo tuve que hincharle un ojo, que era lo que quería. Al momento llegó el hermano Ramón, que me cogió de una oreja y me arrastró hasta el despacho del rector. Me soltaron unos cuantos sermones y luego llamaron a mi casa para que alguien viniera a buscarme.

– Una semana de expulsión -decretaron.

Una semana, un mes, un año. A mí eso me daba lo mismo. Lo que me importaba era que, cuando volviera, sería el más respetado de toda aquella pandilla de mamones.

Estrella me había llevado aquella mañana al colegio porque le cogía de paso para El Vendrell, donde recibía lecciones de canto tres días a la semana. Los lunes, los miércoles y los viernes. Estrella quería ser cantante de ópera. O de zarzuela, sí, de zarzuela, y si yo hasta entonces había concentrado mis odios en la música de películas, ahora tenía ya otro género al que detestar. Pensaréis que soy un maniático o algo así, pero es que vosotros no sabéis lo que es vivir con una persona que se pasa el día cantando zarzuelas. Una pesadilla. Un auténtico suplicio. A lo que más se parecía mi vida era a esos inaguantables programas de televisión que se llamaban Antología de la zarzuela o Páginas de oro de la historia de la zarzuela. Y todo por culpa de Estrella y de los malditos consejos de su profesor de canto.

– Ayer don Sebastián me dijo los tres secretos de las grandes divas…

– Ensayar, ensayar y ensayar. ¡Es la cuarta vez que lo repites!

– Pues eso. A ensayar, a ensayar y a ensayar.

Estrella ensayaba mientras fregaba o barría, y entonces cantaba aquello de «pobre chica la que tiene que servir». Ensayaba cuando tendía la ropa, y yo desde la playa la oía gritar «¡salero, salero!, ¡él me tiene muy ufana porque hay muchas que le quieren y se quedan con las ganas!». Ensayaba también en el Tiburón cuando me llevaba al colegio: «De España vengo, soy española, en mis ojos traigo luz de su cielo.» Ensayaba, en fin, siempre que me tenía al lado, y si había algo que de verdad me sacaba de quicio era que de golpe me mirara con ojos de chulapona enamorada y me soltara aquello de «ay, Felipe de mi alma, Mari Pepa de mi vida…». Porque no sé si lo he dicho, pero yo me llamo Felipe, y si cualquiera de sus canciones me molestaba, os podéis imaginar que aquélla directamente me indignaba. Una canción dedicada a mí: era lo que me faltaba. Esa mujer había confundido la vida con un musical y pretendía darme un papelito en su película.

Bueno, a lo mejor he exagerado cuando he dicho que cantaba a todas horas y en todas partes. Lo cierto es que por la tarde solía tumbarse en el sofá a hojear sus revistas de decoración y comer bombones de licor. Comía tantos que acababan sentándole mal y se ponía a hipar como una endemoniada. Nunca he visto a nadie que hipara como ella. Sus hipos eran lo más parecido a un movimiento sísmico: el epicentro se situaba en un lugar indeterminado en el interior de su inmensa cavidad torácica, y de allí brotaba un espasmo descomunal que recorría su organismo entero, subiendo primero hacia la coronilla y descendiendo después hasta los dedos de los pies, y sacudiéndole, por este orden y con energía decreciente, las enormes tetas blandas, la papada, la melena rubia teñida, otra vez las tetas, para seguir con la tripa y el culo y acabar agotándose en los muslos y las pantorrillas. No te podías sentar a su lado cuando se ponía así. Yo, al menos, no: tenía la impresión de que ese terremoto se comunicaba a los muelles del sofá y a las baldosas del suelo, y de que desde allí las ondas sísmicas se repartían retumbando por la habitación y llegaban como amplificadas hasta la vitrina de la pared, donde la vajilla que mi padre compró como recuerdo de Benidorm temblaba levemente y emitía un último tintineo de desaprobación.

– Perdón -decía ella entonces, tapándose la boca con la mano, pero eso no había manera de perdonarlo.

Las revistas que Estrella leía se llamaban El hogar y la moda y El mueble español. Ella soñaba con llegar a ser algún día rica y famosa y con tener una casa como las de las fotos.

– Fíjate qué salón, qué dormitorios… ¡Pero si son tan grandes como todo este apartamento! -exclamaba, volviendo la revista hacia el sillón en el que suponía que yo estaba-. ¿Qué te parecería, eh? ¿Qué te parecería vivir en una casa así?

– ¡Esas casas son una gilipollez, y los que viven en ellas unos gilipollas! -contestaba yo desde mi cuarto, desde la litera de arriba, que era donde me tumbaba cuando no quería dormir sino sólo dejar que el tiempo pasara.

Una vez la vi llorar por una de esas casas de las revistas. Esa tarde no me había movido de ese sillón, el sillón en el que nunca estaba cuando se suponía que estaba, y de repente oí un sollozo entrecortado y vi cómo Estrella se sacaba el pañuelo de la bocamanga para enjugarse las lágrimas. El suyo fue un llanto prolongado y silencioso, casi placentero, y yo contuve la respiración porque esas cosas me ponen nervioso: poca gente podrá decir que me ha visto llorar.

Estrella empezó a moquear y se sonó ruidosamente. Luego soltó un hipo, agitó la cabeza y acarició la página con delectación. Claro, ella creía que estaba sola, y justo eso es lo que yo hubiera querido. Yo seguía ahí, en el sillón, sin mover una ceja y sin entender lo que ocurría. Entonces Estrella se incorporó un poco en el sofá y de alguna extraña manera advirtió mi presencia. Se volvió hacia mí y me tendió su revista. Estaba abierta por una página en la que se veía un cuarto de baño con las paredes de mármol y una inmensa bañera triangular en una esquina. Yo la interrogué con la mirada.

– Sensibilidad, Felipe, sensibilidad -me dijo-. No puedo evitarlo. La belleza siempre me ha hecho llorar. Empiezo con escalofríos y al cabo de un rato estoy llorando a moco tendido… Por eso sé que nunca me equivoco cuando estoy ante una obra de arte.

¿Un lavabo? ¿Un lavabo podía ser una obra de arte?

Eché un nuevo vistazo a la foto y le devolví la revista. Estrella cerró los ojos con emoción y sonrió.

– Te has vuelto loca -le dije, pero se lo dije con cariño. Lo cierto es que en aquel instante me daba un poco de lástima, con tanto lagrimeo y tanta sensibilidad.

Había una cosa que me gustaba de Estrella: que jamás me reñía ni me daba órdenes ni me pedía explicaciones. Todo lo contrario que mi padre, que cada dos días me venía con alguno de sus sermones.

– Empezaste como era de esperar, haciendo tu numerito de todos los años -me decía con ademanes de persona que no se escandaliza por nada.

Se refería al episodio de Marañón y el vestuario. Él lo llamaba así, mi numerito de todos los años, y yo me encogí de hombros igual que había hecho en las ocasiones anteriores.

– Esta tarde han vuelto a llamar -prosiguió-. Supongo que sabrás la razón…

– Ni idea.

Estábamos viendo la televisión. Ponían una película con James Masón o con Laurence Olivier, siempre los confundo. Estrella me trajo uno de esos horribles yogures que hacía con la yogurtera y lo revolvió con una cucharilla. Yo, sin probarlo, lo dejé sobre la mesita. Mi padre se frotó el puente de la nariz como suelen hacer los que llevan gafas. Pero mi padre nunca ha llevado gafas.

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