Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– ¡Precisamente!

O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche y no una casa.

– También esas maletas y esa televisión son nuestras.

– ¡Precisamente, precisamente!

O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche, tres maletas y un televisor portátil pero no una casa en propiedad. Ya he dicho que a los adultos no hay quien los entienda, aunque ahora pienso que no es tan difícil hablarles en su mismo idioma. A mi padre tendría que haberle dicho:

– Tenemos una playa en invierno, no tenemos vecinos, ¿por qué no tener un perro?

Eso yo creo que lo habría comprendido, pero vete a saber si no habríamos vuelto al principio, a las gilipolleces de siempre y al quizá más adelante y a la casa en propiedad.

Y después de todo, la casa ¿para qué? No era yo el que se quejaba de nuestra forma de vida, de nuestro eterno deambular por muertas urbanizaciones de verano, inhóspitas y fantasmales en esos meses de temporada baja, por apartamentos baratos, impersonales y como desagradecidos, idénticos todos en su olor a piso abandonado y en su silencio de cañerías goteantes. Al contrario: a mí todo eso me gustaba. Yo no recordaba haber vivido de otro modo, y me gustaba pensar que cada invierno sería para mí una playa diferente pero en el fondo la misma, mi playa. ¿Sabéis lo que es pasear por la orilla una fría tarde de enero, hundiendo los pies en la arena húmeda, orgulloso de tus propias huellas, las únicas que aquella playa acogerá durante semanas o incluso meses? Había veces que no hacía otra cosa que mirar mis huellas, a la espera de la ola que había de borrarlas. No voy a decir que eso fuera la felicidad porque, os lo podéis imaginar, yo nunca sería totalmente feliz mientras no tuviera un perro, pero era algo que yo no habría cambiado por ninguno de los lujos de la gente de la ciudad.

Mi padre hablaba a veces de las playas en agosto y de su bullicio de heladerías, motoristas y chicas semidesnudas tomando el sol. Yo eso ni lo había conocido ni quería conocerlo, y casi me ponía de mal humor que él suspirara por tener el dinero suficiente para alquilar uno de esos apartamentos en verano, como todo el mundo. Eso era lo que él quería, tener un piso en la ciudad para los inviernos y alquilar un apartamento en la playa los veranos. Vivir como todo el mundo y no como vivíamos nosotros, que llegábamos cuando todos los veraneantes se iban y nos marchábamos justo antes de que volvieran.

Pero es que mi padre no sabía lo que quería.

– Date una vuelta -me decía-. Los muebles son correctos y hasta bonitos. La nevera funciona. Y asómate a la terraza. Fíjate qué vistas. Estamos en primera línea de playa. ¿Sabes cuánto costaría un apartamento así en Madrid?

Entonces se echaba a reír y decía que ni el más caro de los apartamentos de Madrid tendría jamás esa vista sobre el mar. Luego hablaba de lo que nos costaba a nosotros vivir ahí y repetía varias veces la cifra como en homenaje a su propia sagacidad.

– Un lujo asiático -decía yo, para concluir.

– Exacto. Un lujo. Un lujo asiático.

Era absurdo. Mi padre odiaba ese apartamento como había odiado todos los apartamentos en los que habíamos vivido. Eso, sin embargo, no impedía que pudiera pasarse una tarde entera elogiándolo, elogiando sus hermosas vistas sobre la playa y sus muebles gastados y su nevera con la bombilla siempre fundida. Así era de complicado y contradictorio: él decía que le gustaba precisamente lo que no le gustaba porque creía ser lo contrario de lo que realmente era. A mí, qué queréis que os diga, todo eso me traía sin cuidado. Lo que me sacaba de quicio era que me metiera de por medio y que fingiera desear para mí lo que en realidad deseaba para sí mismo. ¿Me explico?

Pondré un ejemplo, por si acaso. Mi padre se asomaba a la terraza, soltaba su habitual sarta de gilipolleces sobre las bondades de aquel sitio y luego ponía cara de mártir y añadía:

– Lástima que esto no pueda durar siempre. El próximo invierno, me guste o no, lo pasaremos en una ciudad. Tu educación es ahora lo más importante, y este tipo de vida no le conviene a un chico de tu edad.

– Eso decía. Otra cosa era lo que tendría que haber dicho:

– A mí tu educación me la trae floja, y me importa un pepino lo que pueda convenirle a un chico de tu edad. El próximo invierno lo pasaremos en una ciudad porque estoy hasta las narices de ir por la vida como puta por rastrojo.

O ni siquiera eso, sino más bien:

– Tu educación me la trae floja, etcétera, y lo que me jode es que el próximo invierno seguiré como hasta ahora porque soy un pobre diablo y no tengo dónde caerme muerto.

Así que yo no quería cambiar de vida y mi padre sí, pero mi padre decía que era por mí por lo que teníamos que cambiar y que si por él fuera seguiríamos así hasta el final. ¿No os decía yo que es absurdo?

Lo que ocurría, sencillamente, era que mi padre y yo éramos diferentes y nunca podríamos llegar a entendernos. Teníamos gustos distintos, y ya está. Mi padre, por ejemplo, estaba orgulloso de su coche, un Citroen Tiburón con matrícula de Madrid comprado de segunda mano. Como era grande, negro y extranjero, mi padre lo consideraba un automóvil de categoría. Tenía, es verdad, cierto aire de coche oficial, y yo creo que él habría sido capaz de colocarle un banderín en la punta de la antena para que la gente nos tomara por embajadores o ministros o algo así. Yo, en cambio, detestaba ese coche, su tapizado de rombos diminutos, el olor espeso y agridulce que despedía, una mezcla de ambientador de cine y meados de gato que obligaba a tener las ventanillas abiertas hasta en invierno. Me parecía un automóvil feo, pasado de moda, triste, y para alegrarlo me dedicaba a llenar de adhesivos la luna trasera. Así por lo menos ya no tenía ese aspecto de coche oficial, porque yo supongo que en eso los embajadores deben de ser como mi padre, que se desesperaba cada vez que descubría un nuevo adhesivo y me amenazaba con el dedo y se lamentaba de no haberme pegado en su momento un buen par de soplamocos. Pero es que mi padre cuando se enfadaba siempre hacía lo mismo, hablaba de zurras y de azotainas como con nostalgia, como si todo aquello formara parte, junto a mi madre y quién sabe qué, de un pasado dichoso e irrecuperable.

Ya lo he dicho: teníamos gustos distintos. Con las calcomanías pasaba lo mismo: yo solía llevar los brazos y el pecho cubiertos de unas calcomanías de colores que vendían en los quioscos, y eso a mi padre le ponía frenético.

– ¡Lávate esos tatuajes inmediatamente! -decía-. ¡Pareces un presidiario!

Qué manía. A mi padre le molestaba casi todo lo que a mí me gustaba, aunque él decía que era al contrario, que a mí sólo me gustaba aquello que pudiera molestarle. Había noches en que le daba por ponerse solemne y me salía con alguna de esas teorías suyas: que si la adolescencia no sé qué, que si la adolescencia no sé cuánto. Ganas de complicarse la vida, eso de la adolescencia: éramos diferentes y basta, ¿no es mucho más fácil así?

Veamos más cosas que me gustaban. Me gustaban los posters de tías desnudas, preferiblemente negras, me gustaba echarme en el asiento de atrás y sacar los pies por la ventanilla, me gustaban los concursos de televisión y las tiendas de pepinillos y aceitunas, me gustaba masticar aspirinas y pegar la oreja a la vía para oír el tren, ya sabéis que me gustaban los perros, también me gustaba el olor de las farmacias y salir a la calle con el pelo mojado, me gustaba blasfemar, llevar la camiseta por fuera del pantalón, eructar después de la comida. ¿Queréis saber qué es lo que no me gustaba? No me gustaban las cintas con música de películas, no me gustaba Frank Sinatra porque mi padre decía que se le parecía bastante, no me gustaban los deportes, ningún deporte, no me gustaba ver a mi padre pelar la naranja con cuchillo y tenedor ni la cara que ponía cuando comprobaba los aciertos de su quiniela, no me gustaban las páginas de pasatiempos, los pantalones de cheviot, la naturaleza, los hombres con pelos en las orejas, las gafas de sol, no me gustaba la gente, no me gustaba ninguna de las personas que conocía, y sobre todo no me gustaban las mujeres rubias que se llamaban Estrella. ¿Os parezco un tipo especial?

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