Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Está sonriendo.

– ¡Claro! La operación ha sido un éxito.

Mi padre hablaba de aquella operación como si él fuera el cirujano jefe y adoptaba una actitud de cardiólogo experto cuando leía en voz alta los términos especializados que reproducían los periódicos: aquellas ocasiones fueron tal vez las únicas en las que le vi comportarse como lo haría un médico.

Un día apareció por el apartamento con aspecto decaído y arrojó sobre la mesa un periódico abierto.

– Washkansky ha muerto -anunció, luctuoso.

– No puede ser… -dije.

Mi padre asintió tristemente con la cabeza y explicó algo sobre el rechazo del organismo al nuevo corazón y sobre mecanismos de inmunidad. Yo no entendía nada pero estaba igualmente desolado. Permanecimos luego unos minutos en silencio, y yo cogí el periódico y pregunté:

– ¿Lo recorto?

Mi padre se encogió de hombros. El fracaso de Barnard le había afectado muy profundamente.

A partir de ese día fui yo quien se ocupó de la colección. Pasé el resto de la tarde poniendo en orden los recortes que ya teníamos y hojeando periódicos atrasados en busca de alguno que se nos hubiera escapado. Unas semanas después dijeron por la televisión que el doctor Barnard había vuelto a realizar otro trasplante. Corrí a avisar a mi padre.

– El paciente se llama Philip Blaiberg -decía el locutor-. Es dentista, y parece que su evolución posterior a la intervención está siendo satisfactoria.

En aquella época todavía no teníamos el Tiburón. Teníamos un Seat 1500 gris con una bocina en la que sonaban las primeras notas de El puente sobre el río Kwai. Fuimos en el 1500 a comprar un periódico vespertino y guardé el recorte que hablaba de la operación. Las semanas siguientes las pasé pendiente del estado de salud de ese desconocido dentista sudafricano. Llegaba mi padre con el periódico y me decía:

– Página siete. Blaiberg ha superado la reacción de rechazo. Los médicos se muestran optimistas.

Yo buscaba la página indicada y la incorporaba a mi colección. Día tras día, iba haciendo un completo y cuidadoso seguimiento de la evolución del corazón de Blaiberg, en el que no faltaban artículos de opinión de prestigiosos especialistas españoles ni entrevistas con familiares y amigos del enfermo y con médicos del equipo de Barnard. Las notas de prensa, sin embargo, eran cada vez más escuetas y, para mi decepción, hubo incluso algún día en que ni siquiera se mencionó el asunto, como si los periodistas hubieran decidido desentenderse de él. Pero Blaiberg seguía vivo, y cada día que pasaba era un triunfo para Barnard. Un triunfo también para mi padre y para mí.

Cuando se cumplieron los dieciocho días del trasplante apareció un pequeño titular que decía «El corazón de Blaiberg resiste más que el de Washkansky». Decidimos celebrarlo por todo lo alto. Abrimos una botella de litro de cocacola y unas latas de sardinas y berberechos.

– ¡Por Blaiberg! -brindamos.

– ¡Por el doctor Barnard, as de corazones! -brindamos.

– ¡Por todos los médicos del Groote Schuur! ¡Y por las enfermeras! -brindamos.

Yo creo que ni siquiera en esa lejana clínica sudafricana lo celebraron con el feliz entusiasmo con que nosotros lo hicimos. Seguimos brindando hasta que se nos acabó la cocacola. Y con ella prácticamente se acabó todo. A partir de entonces los periódicos dejaron de informar sobre la evolución del enfermo. Nada. Ni una simple nota, ni un par de líneas perdidas en la sección de ciencia y salud.

– No te lo tomes así -me decía mi padre-. Si no dicen nada será porque todo va bien.

A mí eso me parecía injusto. Si Blaiberg se hubiera muerto como se murió Washkansky, seguro que le habrían dedicado páginas enteras. Qué silencioso estaba siendo el éxito de Barnard y qué ruidoso habría sido su fracaso.

Pasaron varias semanas sin noticias de Blaiberg, y también yo fui olvidándome del asunto. Me despreocupé hasta tal punto de mi colección de recortes que ya ni siquiera me molestaba en echar un vistazo al periódico cuando mi padre lo dejaba abandonado en el sofá.

– ¡Ven! ¡Date prisa! -me llamó una noche desde su dormitorio.

Debíamos de estar ya en mayo. Mi padre tenía dificultades para conciliar el sueño y solía meterse en la cama a escuchar la radio hasta altas horas de la madrugada. Llegué a su habitación. Con una mano me pidió silencio mientras con la otra señalaba la radio-despertador.

– Estenosis aórtica -susurró, sacudiendo la cabeza arriba y abajo con solemnidad.

– ¿Qué?

Mi padre me chistó para hacerme callar y volvió a señalar la radio. El locutor estaba hablando de una operación que iba a realizarse por la mañana en una clínica madrileña.

– Acto seguido, y en presencia de algunos de nuestros más prestigiosos cardiólogos, procederá a hacer una demostración de sus técnicas quirúrgicas, efectuando un trasplante de corazón de un perro a otro perro.

Prosiguieron luego con la información deportiva, y yo miré a mi padre con ansiedad.

– ¿Dónde? -pregunté.

– En Madrid.

– ¡Sí, pero dónde!

– En la clínica La Paz…

Permanecimos un momento en silencio, mirándonos nada más. Luego mi padre echó un vistazo al reloj de la radio y dijo:

– Vístete. Nos vamos dentro de media hora.

Entonces vivíamos en una urbanización en la provincia de Murcia, no muy lejos del Mar Menor. Nos esperaban una noche cerrada y cuatrocientos kilómetros de carreteras mal asfaltadas. El viaje iba a ser largo y pesado, pero eso nos traía sin cuidado. Mi padre me dijo que me echara a dormir en el asiento de atrás. Yo, sin embargo, estaba demasiado nervioso para pensar en dormir. Me senté a su lado. Mi padre me cubrió las piernas con una manta de cuadros escoceses y arrancó. Luego estuvo unos minutos manipulando la radio y encontró una emisora en la que sonaban las canciones de My Fair Lady y Los paraguas de Cherburgo. Nos pasamos más de una hora tarareándolas, porque en aquella época a mí todavía no me disgustaba la música de películas, y recuerdo que me sentía feliz así, envuelto en aquella manta al lado de mi padre, siguiendo con la mirada las rayas blancas de la carretera, canturreando. Volvimos a hablar de Barnard y de sus operaciones prodigiosas, y yo tragaba saliva y trataba de imaginar lo que ocurriría horas después, cuando consiguiéramos verlo en la clínica. Fijaos qué absurdo. Yo me lo imaginaba viniendo desde el final de un largo pasillo en el que había un cartel con una flecha que decía «Quirófanos». Yo estaba en el otro extremo del pasillo y le veía avanzar hacia mí, lento, solo, impenetrable. Llevaba puesta su ropa de trabajo y, a medida que avanzaba, se quitaba alguna prenda. Primero un guante, luego el otro, después el gorrito verde. Llevaba la boca cubierta por una mascarilla también verde, y sólo se la quitaba al llegar junto a mí. Entonces me mostraba la franca sonrisa de las fotografías y me decía en un castellano perfecto: «La intervención ha sido un éxito.» Y, claro, yo sonreía también, y me ponía a aplaudir hasta que las manos casi me dolían: ¡tres hurras por el doctor Barnard…!

– Aprovecha para dormir -me insistía mi padre.

– No tengo sueño.

Dije esto, pero lo cierto es que la mayor parte del viaje la pasé durmiendo. Desperté cuando ya estábamos en Madrid y mi padre preguntaba a un guardia la dirección de la clínica. Dimos no sé cuántas vueltas hasta encontrarla. Por fin, mi padre aparcó el 1500 y dijo:

– Ya estamos.

Yo miré la fachada de la clínica y automáticamente me eché a temblar. Así es. Estaba tan nervioso que me temblaban las manos, las rodillas, los pies. Era como si me estuviera muriendo de frío: respiraba sin compás ninguno y los dientes me castañeteaban igual que cierto día de Reyes en que probando un barco de juguete me caí a un estanque. Pero aquella mañana no hacía frío en Madrid.

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