Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Tienes que hacerte un plan del día -dijo mi tío-. Todas las noches, antes de acostarte. Un plan del día para el día siguiente: primero tal cosa, luego tal otra, y por la tarde esto, aquello y lo de más allá. Así el tiempo se va llenando de sentido. Así el día avanza hacia su cumplimiento, hacia su perfección, y uno percibe que las horas no pasan en balde.

Éste era el tipo de cosas que solía decir mi tío Jorge, el hermano de mi padre. Ahora sé que todo eso no son más que gilipolleces, pero entonces no lo sabía y, de hecho, llegué a creer que esas cosas las decían todos los padres normales de todas las familias normales.

– Ya lo sabes. Un plan del día. Esta misma noche tienes que tener hecho el de mañana.

Yo creo que a mi padre le habría gustado ser como él, como su hermano. Mi tío se parecía bastante a mi padre, que se parecía bastante a Frank Sinatra, pero mi tío no se parecía en nada a Frank Sinatra. Mi padre y mi tío se pare- cían bastante, pero mi tío era más alto y más fuerte y en todo momento desprendía un aire de autoridad y confianza en sí mismo. Dicho de otra manera: las frases y los gestos que en mi padre parecerían impostados, en él parecían naturales y auténticos. ¿Os imagináis a mi padre hablando del plan del día y de su cumplimiento y de que las horas no pasan en balde?

Había sido mi tío Jorge quien me había ido a recoger a la habitación del hostal. A mi padre lo habían detenido y yo llevaba cinco o seis horas solo, tembloroso, esperando no sabía qué o a quién. Reconozco que en todo ese tiempo no había hecho otra cosa que cargarme de rencor contra mi padre, que para mí era el culpable de que nos encontráramos así, él en comisaría y yo en aquella habitación, sin saber qué iba a ser de mí, si tal vez no acabaría mendigando por las calles y protegiéndome del frío en el interior del Tiburón. Me sentía desvalido como un niño pequeño, y si entonces no me eché a llorar no fue porque no lo necesitara sino porque yo nunca lloro. Ésa era también una de las cosas que no podía perdonarle.

Llegó mi tío. Me miró de arriba abajo y señaló las calcomanías de mis brazos.

– Date una ducha y lávate todo eso -dijo.

Así lo dijo. Era una orden, y basta. Y mientras yo me duchaba y me frotaba las calcomanías él hizo unas cuantas llamadas, y al cabo de un rato aparecieron por aquella habitación un peluquero, un hombre con no sé cuántas cajas de zapatos, otro con dos grandes maletas llenas de ropa. A mí mi tío no me había consultado nada pero tampoco a los otro» les había consultado, y ellos obedecían y yo me dejaba hacer. Uno me hacía probar camisas y pantalones, otro me ponía y quitaba zapatos, y el peluquero mientras tanto me metía la maquinilla hasta el cogote y me decía que no me moviera, Mi tío, además, llamó a la mujer del hostal y le dijo que me subiera algo de comer, que debía de estar muriéndome de hambre. Yo no sé si me estaba muriendo de hambre o no, pero me pusieron delante un plato con carne, croquetas y un huevo frito, y me lo comí todo en dos bocados, mientras todavía un hombre me ponía y quitaba zapatos y otro me echaba laca en el pelo y me peinaba.

Yo luego me miré al espejo y casi no me reconocí, pero lo que quería deciros no era eso. Lo que quería deciros es que entonces, en aquella habitación del hostal, había dado gracias al cielo por haberme enviado a alguien como mi tío, alguien capaz de dar órdenes cuando lo que yo necesitaba eran precisamente unas órdenes a las que someterme. Las cosas quedaron entonces claras entre nosotros. Él mandaba y yo obedecía, y tal vez esto os ayude a entender mi conducta durante aquellas semanas.

Por ejemplo, con lo del plan del día. Todas las mañanas, al acabar el desayuno, mi tío se volvía hacia mis dos primos y hacia mí y decía: -¡Veamos el plan del día!

Entonces sacábamos las libretas en las que teníamos que apuntar los planes del día de todos los días y leíamos por turnos el plan del día de ese día. Teníamos que haberlo dejado escrito la noche anterior, antes de acostarnos, y, claro, eso para mis primos era muy fácil porque ellos iban al colegio y luego tenían clase de judo y de piano. Así, mi primo Jorge abría su libreta y leía:

– Colegio. Clase de judo. Clase de piano. Hacer los deberes.

Después mi primo Iñigo leía más o menos lo mismo, y luego me tocaba a mí y, con todas las horas vacías que tenía por delante, no sabéis lo difícil que me resultaba completar un plan del día medianamente presentable. Leía, por ejemplo: -Ayudar a Ernesto a regar jardín de la abuela. Pedirle que me enseñe algo de mecánica. Cantar en el coro del padre Apellániz. Comer en casa de la abuela. Prácticas de di- bujo. Repaso de inglés. Paseo. Lectura.

¿Entendéis ahora? Yo ya sé que todo aquello era una gilipollez, pero entonces no lo sabía y de todos modos lo necesitaba. Me había incorporado a un mundo nuevo, desconocido para mí, y necesitaba unas pautas de comportamiento, una guía que me permitiera orientarme. La autoridad de mi tío se me antojaba incontestable, y tal vez lucra también por eso: porque sabía que obedeciéndole jamás me equivocaría. Sí, ya sé. Ya sé que este Felipe no se parece en nada al que hasta ahora conocíais, pero así eran las cosas y así es como yo os las cuento.

Mis tíos vivían en una calle que daba al parque de La Florida. El piso era muy grande pero la mitad de las habitaciones estaban cerradas porque mi tía Cristina, la mujer del tío Jorge, la que os dije que era hija de un gobernador civil, coleccionaba antigüedades y temía que pudiéramos romper alguno de sus búcaros o de sus porcelanas. Mi tía Cristina tenía fama de elegante y todo el mundo alababa su buen gusto. Desde luego, se veía que era una mujer que tenía clase: nada que ver con Estrella o con Paquita. Se pasaba el día entero dándole instrucciones a la asistenta, y luego la asistenta se iba y ella se ponía a protestar porque aquella mujer no entendía nada y porque, por su culpa, se le había vuelto a disparar la tensión. Mi tía Cristina se pasaba el día dándole instrucciones a la asistenta y tomándose la tensión con un aparato muy moderno que habían comprado en Londres las últimas Navidades. Y en cuanto a mis primos, qué queréis que os diga. Eran buenos chicos pero un poco tristes. Sosos y bien educados. Yo supongo que en algo así acabas convirtiéndote si tu vida consiste en cumplir todos los días el correspondiente plan del día.

En casa de mis tíos había televisión en color. Un televisor así: eso era lo más parecido a la idea de la felicidad que yo entonces tenía. Supongo que os acordáis de los días de Electrodomésticos Andorra, de las horas que perdía ante los televisores del escaparate. En aquella casa había televisión en color, y eso significaba que no les faltaba de nada. Yo miraba a mi tío y a mi tía y a mis dos primos y pensaba: «Éstos tienen todo lo que se puede tener, una casa grande y bonita, una tele en color, un coche bueno y dinero de sobra para gastárselo en lo que quieran. Ésta es exactamente la clase de vida con la que mi padre siempre ha soñado.» Y también pensaba: «Ésta es la vida con la que siempre ha soñado, una vida normal en una casa normal y con una familia normal, y precisamente por eso ahora está en la cárcel.»

Mi tío me había abierto la puerta el primer día y me había dicho:

– Ésta es mi casa y éstos son mis hijos. Mientras estés con nosotros, esta casa será la tuya y éstos serán tus hermanos.

Eso estaba muy bien, pero no era del todo cierto. Aquella casa y aquella familia nunca serían mi casa ni mi familia. Esas cosas se notan. Uno ya sabe cuándo está a sus anchas y cuándo no, y entre aquella gente tan amable y aquellos muebles tan buenos yo siempre me sentiría un poco incómodo. Un ejemplo: el «Taller & Taller New System». En todo el tiempo que pasé en Vitoria no lo usé ni una sola vez. Ni siquiera lo saqué de su bolsa, y os aseguro que no era porque hubiera crecido los centímetros prometidos y ya no lo necesitara. Otro ejemplo: los posters de tías desnudas, preferiblemente negras. Bueno, esos posters ya no los tenía, pero, si todavía los hubiera tenido, no habría llegado a colocarlos en la pared de mi habitación. No me habría atrevido, como no me atrevía a colgarme de las cuerdas del «Taller & Taller» o no me atrevía a hacerme pajas. Mi tío me había dicho que su casa era la mía, pero es- taba claro que no: ¿puede uno considerar como propia una casa en la que ni siquiera se atreve a encerrarse en el cuarto de baño y pasar un rato pelándosela tranquilamente?

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