Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Despierte, señora. Es la hora del rosario.

– No estaba dormida -replicaba mi abuela-. Estaba pensando.

Eso era lo que solía decir, pero aquella primera tarde, cuando despertó y me descubrió a su lado, lo que dijo fue:

– Por un momento he creído que eras tu padre y que estábamos como hace treinta años. Cuando tu padre tenía tu edad, también me acompañaba al rosario…

Al que no podía tragar era al padre Apellániz. El padre Apellániz era algo así corno el consejero espiritual de la familia. Comía con frecuencia en casa de mi abuela y no había día en que no apareciera en mi plan del día. Lo veía en las comidas y en la misa de los domingos y en los rosarios a los que algunas tardes acompañaba a mi abuela. También lo veía en los ensayos del coro. El padre Apellániz dirigía un coro de chicos y chicas que cantaban canciones de iglesia con música de los Beatles. A mí aquello me parecía una gilipollez pero esos chicos y esas chicas del coro se lo tomaban muy en serio. No sé. Quizá les hacía sentirse mejor, más modernos o más internacionales.

Además, cantar. Nunca me gustó cantar. Eso de cantal era algo que estaba bien para Estrella y la gente como Estrella, no para mí, y sin embargo en mi plan del día ponía que tenía que cantar en ese coro y yo cantaba, claro que sí, También mis primos cantaban, y los otros chicos y chicas del coro me parecían igual de tristes y educados que ellos, Sonreían todos mucho, pero sonreían como esa gente que sonríe para hacerte saber que es feliz y que no tiene problemas y que está satisfecha con la vida que lleva. Sus sonrisas querían decir: «¿Has visto, Felipe, qué alegres somos, y qué modernos y qué internacionales, y lo bien que cantamos las canciones de los Beatles?» Sus sonrisas eran idénticas a la del padre Apellániz cuando fingía querer sincerarse conmigo y me decía:

– ¡Fuera ese eterno gesto de fastidio! ¡La vida es bella! ¡La vida es bella y hay que ser siempre optimista!

La vida sería bella para él, que tenía la sopa asegurada en casa de mi abuela y estaba siempre rodeado de chicos y chicas que sonreían como él.

Al padre Apellániz le gustaba tocar a los chicos y a las chicas de su coro. Los cogía por los hombros y, mientras les preguntaba cosas sobre sus costumbres íntimas o su atracción por el otro sexo, no paraba de acariciarles el cuello. Lo hacía más con los chicos que con las chicas y más con Zariquiegui que con el resto de los chicos. Zariquiegui era el solista, el que mejor cantaba, y el padre Apellániz lo agarraba por los hombros y se lo llevaba a una esquina, y su mano subía y bajaba por el cuello de Zariquiegui, al principio suavemente, luego con más brío, y yo pensaba que ese cura era un cerdo y que ésa era su manera de pelársela: en vez de tocarse la polla le tocaba el cuello a Zariquiegui.

Creo haberos dicho que a mí los curas siempre me han dado un poco de miedo. Con sus sotanas negras hasta el suelo, con esas historias suyas sobre el infierno y el pecado, con ese aspecto que tienen de pervertidos y de pajeros. Sí, también yo era un pajero. Pero yo no era sacerdote. Yo no iba por ahí soltando sermones sobre la salvación del alma o la resurrección de los muertos. Yo tenía derecho a ser un guarro y un pajero y todo lo que quisiera, y el padre Apellániz no, ¿me explico?

El padre Apellániz me daba miedo por todo eso, pero también porque de algún modo había sido designado mi confidente o interlocutor para asuntos serios. Lo que supe sobre el pasado de mi padre y sobre su fracaso como médico forense lo supe por él. Bueno, también por Ernesto y Benita, que me contaban lo poco que sabían sobre el noviazgo de mis padres. Pero éstos me lo contaban como en secreto, porque de toda la gente de Vitoria que yo conocía sólo ese cura parecía autorizado a hablar de mi padre y su pasado. Para que os hagáis una idea de lo idiota que era el padre Apellániz os diré que era de ese tipo de personas que, cuando se enfadan o fingen que se enfadan, exclaman «¡coño!» y luego se tapan la boca con una sonrisita picara y rectifican: «¡Corcho!» Los chicos y las chicas del coro acogían con muchas risas sus «coños» y sus «corchos» y todos esos chistecillos suyos en los que, cuando había que decir «mierda» o había que decir «puta», decía sólo «eme» o sólo «pe». Sin embargo, cuando estaba a solas conmigo, no solía tratar de resultar gracioso o simpático. Se cruzaba de brazos y adoptaba la misma actitud que mi padre cuando pretendía hablarme de hombre a hombre: asentía con la cabeza, fingía darme la razón y se reservaba siempre el derecho a decir la última palabra. Mi padre y ese cura habrían podido ser buenos amigos.

Yo, en su presencia, solía permanecer en silencio. Permanecía en silencio y me encogía de hombros. Había aprendido a encogerme de hombros de un modo que no quería decir ni sí ni no pero que todos interpretaban como una afirmación. Mi intención era aguantar todo lo que pudiera. No replicar nunca, no protestar ni insultar. Claro que a mí el padre Apellániz jamás intentó tocarme el cuello como a Zariquiegui. Si alguna vez lo hubiera intentado, no sé si no le habría pegado un par de puñetazos y dicho esas cuatro palabritas que alguien tendría que haberle dicho mucho antes.

Aquella vida no era mi vida, del mismo modo que la casa del tío Jorge no era mi casa. Me miraba al espejo y casi no me reconocía. Veía a un Felipe que no era exactamente yo, Felipe. Veía al mismo Felipe al que las taquilleras de los cines saludaban con una sonrisa servil cuando acompañaba a mi abuela en su vuelta de todas las tardes. Veía a un nieto de mi abuela que yo no era, por muy nieto de mi abuela que pudiera ser. Ernesto y Benita me llamaban señorito Felipe, pero yo sólo era Felipe. Nunca antes me había tratado nadie de ese modo, como si perteneciera a una clase superior. Las taquilleras me sonreían como se sonríe al nieto del jefe. Nunca nadie me había sonreído así, y yo sabía que sonreían a un Felipe que no era yo, al señorito Felipe de Ernesto y Benita. Toda esa gente me trataba como si yo fuera de la misma clase social que mi abuela, y no de mi verdadera clase, que era la de mi madre y la de mi padre. Y también la suya, la de Ernesto y Benita, la de las taquilleras.

En realidad a mis tíos y a mis primos no los veía demasiado. Y a mi abuela tampoco. Ella tenía el dormitorio en el piso de abajo y podría decirse que el de arriba había sido clausurado cuando empezó a necesitar silla de ruedas. O, mejor dicho, se había ido clausurando poco a poco: primero cuando mi padre fue destinado a Bilbao, después con la boda de mi tío, finalmente con la rotura de cadera de mi abuela. También Ernesto y Benita habían acabado instalándose en el primer piso para estar más cerca de ella, y el resultado de todo este proceso era que la mitad de la casa había quedado abandonada y ya nadie subía ni bajaba nunca por aquellas escaleras. Yo subí en un par de ocasiones y entré en el que había sido el dormitorio de mi padre. Nunca más se había vuelto a necesitar esa habitación y todo en ella se conservaba como veinte o veintidós años antes, como cuando todavía mi padre vivía en esa casa. Veamos algunas de las cosas que había: una lamparilla con pantalla de pergamino, una estantería con libros de medicina y novelas de Tarzán, una raqueta de tenis marca Dunlop colgada de la pared (¿jugaba mi padre al tenis?), un galán de noche, una silla desfondada, una cómoda con dos cajones grandes y cuatro pequeños, un tintero, una pluma, un calendario del año cincuenta y cinco con un recuadro en torno al mes de julio, una agenda, unos cuadernos con anotaciones universitarias, unos pinceles secos y endurecidos, una caja de óleos con la cerradura oxidada (¿le gustaba pintar?), unas tijeras, unos tubos de ensayo como de juguete, unos botes de cristal vacíos, una cámara fotográfica Hasselblad, un atlas en el cajón de abajo, un par de cartones con paisajes nevados pintados al óleo (sí, le gustaba pintar), un despertador, un gato de porcelana, más cuadernos de notas, una pequeña colección de fósiles… Yo rebuscaba entre todas aquellas cosas esperando encontrar algo que tuviera que ver con mi madre pero sabía que no encontraría nada: mi padre ya no vivía allí cuando la conoció. Abrí el armario y no me sorprendió hallar en su interior una gorra, una bata de cuadros y unos guantes. Me probé la bata, que me iba un poco pequeña, y mientras me la probaba pensaba: «Lo raro es que sólo quede esto.» Yo había esperado encontrar aquel armario lleno de ropa de mi padre. Era como si mi padre hubiera muerto hacía mucho tiempo y alguien pretendiera conservar el recuerdo de cuando estaba vivo. O como si hubiera desaparecido misteriosamente y todavía le estuvieran esperando. Como si se hubiera marchado al extranjero y pudiera volver en cualquier momento.

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