Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– El patio -dijo-. Aquí no tenemos nada mejor que hacer, y nos pasamos horas y horas en el patio.

Estábamos en el locutorio de la cárcel y nos separaba un cristal de seguridad. Yo había tenido que esperar casi una semana para poder hablar con él y ahora no sabía muy bien qué decirle.

– Me ha traído Ernesto, el chófer -dije-. Me ha dicho que te manda un saludo.

– Ernesto -susurró mi padre, moviendo la cabeza, y yo mentí:

– Todos te mandan un saludo.

Mi padre volvió a mover la cabeza.

– ¿Y tú? ¿Qué tal estás? Esa ropa es nueva.

– Sí -dije nada más.

– Y te has cortado el pelo. -Sí.

– ¿Y tus tatuajes? Te los has borrado.

En ese momento no me apetecía dar explicaciones. Pregunté:

– ¿Cómo es la gente ahí dentro?

– Ah, he tenido suerte. Son universitarios, sindicalistas, gente así. Esto está lleno de antifranquistas, presos políticos, y a mí me han puesto con ellos. ¿Sabes por qué? Te hará gracia. Porque me encontraron aquel viejo carnet de sindicalista, el que tú me diste, ¿te acuerdas?

El del jubilado de la RENFE, claro que me acordaba. Por algún motivo aquello no me gustó y mis palabras sonaron como un reproche:

– Pero ¿no lo habías tirado? No entiendo por qué lo guardabas.

– Lo guardaba y ya está. El policía que me lo encontró me dijo: «Y por si fuera poco, además eres rojo.» Supongo que esto complicará aún más las cosas, pero de momento me ha venido bien. A los presos comunes casi ni los veo.

Permanecimos unos instantes en silencio. Cuando conoces bien a una persona piensas que podrías prever todas sus reacciones. Yo esa historia del carnet jamás la habría podido imaginar: a lo mejor ése era el motivo de mi irritación.

Anímate. En el fondo no es tan grave.

Eso dijo mi padre, pero a mí me parecía que al que había que animar era a él. Comentó:

– Los comunes están en otro pabellón. Esos sí que llevan tatuajes de verdad, no como los tuyos.

Curioso. Mi padre solía decirme que con las calcomanías parecía un presidiario, y ahora era él el presidiario.

– Los tatuajes -prosiguió-. ¿Por qué te los has borrado?

Vaya, sólo faltaría que acabáramos discutiendo por una cosa como ésa, por mis calcomanías. ¿No había insistido siempre en que me las tenía que lavar? Ahora que por fin lo había hecho parecía disgustado. No quise contestarle.

– ¿Necesitas algo? El tío Jorge me ha dicho que él se encargará de todo. ¿Qué es lo que necesitas?

– Estoy bien. Basta con que se ocupe de ti hasta que yo salga…

– ¿Quieres que venga alguien más a visitarte? El tío Jorge ha dicho que le gustaría venir. Y la abuela…

Mi padre negó con la cabeza y me preguntó:

– Y a ti, ¿qué tal te tratan?

Me lo preguntó con tristeza, como si le doliera que aquella ropa nueva que yo llevaba me la hubiera comprado alguien que no fuera él. Supongo que también lo de las calcomanías le dolía por eso, porque él nunca había conseguido hacérmelas borrar y ahora de golpe se encontraba con que lo había conseguido mi tío o mi abuela o quien- quiera que fuese.

– Bien -dije-. No me puedo quejar.

Mi padre echó un vistazo al reloj de la pared. Todavía nos quedaban unos minutos pero él no parecía tener la in- tención de agotar todo su tiempo.

– Sólo tú -dijo-. Sólo quiero que vengas tú.

«Nunca más me volverás a ver.» Ésas habían sido sus palabras tantos años atrás, y en ese momento había dicho adiós a su ciudad e iniciado su vida itinerante. ¿Habría vuelto alguna vez si las cosas hubieran sido de otro modo? Imaginemos que hubiera triunfado en los negocios y se hubiera hecho millonario. ¿Habría vuelto para mostrar a su madre y a los demás hasta dónde había sido capaz de llegar por sí mismo, sin la ayuda de nadie? Es posible, mi padre era un hombre orgulloso, y la gente orgullosa suele ocultar sus fracasos pero exhibir sus éxitos. A mí me dan un poco de pena los que son como él, los que han nacido para ser ricos pero luego no lo son. ¿De qué le sirve el orgullo a un pobre? De nada, absolutamente de nada. Si mi padre no hubiera sido educado para ser orgulloso ni para tener esas ideas suyas sobre la dignidad, seguro que todo le habría ido mejor, seguro que habría sabido salir adelante por sus propios medios y que se habría despreocupado de lo que su familia o sus paisanos hubieran podido opinar.

Pero todo eso qué importaba ya. La realidad era que mi padre se había ido de Vitoria para purgar un error y que ahora, dieciséis años después, regresaba convertido en un vulgar delincuente. ¿Quién le habría dicho entonces a él que, al cabo de todos esos años, volvería a poner el pie en su ciudad y que automáticamente sería detenido y encerrado en la cárcel? «Su pasado», pensé, «su pasado es lo que de verdad nos ha estado guiando todo este tiempo…» Si yo en alguna ocasión había pensado que secretamente seguíamos los pasos de Estrella, ahora me daba cuenta de que no era así. En aquel momento tenía la sensación de haber llegado al final de un largo viaje y me parecía que todo eso es- taba escrito en nuestro destino desde hacía mucho tiempo. Quiero decir que nuestros pasos habían estado siempre en- caminados hacia allí, hacia el pasado de mi padre y hacia su familia y su ciudad y hacia esa cárcel determinada, y que todo lo demás habían sido etapas previas que habíamos tenido que superar para llegar a ese final. Lo que a mí me parecía era que nada había sido producto del azar. Habíamos seguido los pasos de Estrella porque era ella la que debí» conducirnos a Paquita, y había aparecido Paquita porque sin ella no habría habido ni negocio de los teléfonos ni base americana, y habíamos tenido que huir de Zaragoza en mitad de la noche porque era la única forma de que llegáramos como debíamos llegar a donde debíamos llegar.

Para mí aquello era un viaje de ida. Para mi padre había sido un viaje de vuelta, y los viajes de vuelta siempre tienen un final.

Pero todavía no os he dicho por qué habían detenido a mi padre. No fue por lo del teléfono. Tampoco por lo de la caja registradora. Fue por un delito del que yo entonces no sabía nada. En la base de Zaragoza había comprado dos o tres de aquellos cochazos de los americanos con la intención de venderlos entre sus clientes españoles. Pero un coche no es como una lavadora. Un coche hay que matricularlo, y en aquella época resultaba caro y complicado conseguir una matrícula española para un coche extranjero. Había, sin embargo, funcionarios que, a cambio de una pequeña comisión, agilizaban y abarataban los trámites, y mi padre no lo dudó. Se plantó en el despacho de uno de ellos y le expuso su caso. Lo que él no sabía era que ese funcionario estaba siendo objeto de una investigación y que, si le atendió o fingió atenderle con tanta amabilidad, fue porque necesitaba desviar las sospechas y lavar su imagen. Aquel hombre aceptó el dinero y reunió las pruebas contra mi padre y le denunció por intento de soborno, y lo que yo pensé al enterarme de todo esto fue: «¿Para qué meterse en este lío? ¿Para qué lo de los coches? ¿No podía haberse conformado con las neveras y los productos no perecederos?» Me acordé de lo que él mismo había dicho una vez, que hacer cosas malas no siempre te convierte en malo, y me dije que quizá fuera verdad pero que, en todo caso, mi padre había cometido ya varios delitos y que alguno de ellos, no sabría decir cuál, había sido el que le había convertido en un delincuente. Fracasado, pero delincuente. Mi padre había sido un negociante fracasado y ahora era un delincuente fracasado. Había cruzado el umbral que separa a la mayoría de la gente de quienes no son como la mayoría, y yo me preguntan si tal vez no sería ya demasiado tarde para volver atrás.

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