– Pasaremos el día descansando y mañana seguiremos -dijo.
– Pero ¿dónde vamos? -dije.
Cogimos una habitación muy cerca de allí, en un hostal a las afueras de la ciudad. Yo habría querido conocer Vitoria, ver la casa en la que mi padre había nacido, saber cómo vivían esos familiares míos que al parecer eran tan ricos. Mi padre, sin embargo, había dicho que pasaríamos el día descansando y que luego nos iríamos, y eso quería decir que no pondríamos el pie en Vitoria. La mujer del hostal le pidió el carnet de identidad y el libro de familia.
– ¿También el libro de familia? -dijo mi padre.
– Es obligatorio -dijo la mujer.
Nos dio una llave y nos señaló la escalera. Al cabo de unos minutos yo ya me había dormido. Cuando me desperté, la puerta de la habitación estaba abierta. La mujer del hostal y dos hombres con aspecto de policías de paisano rodeaban la cama de mi padre y miraban cómo dormía. Los dos hombres con aspecto de policías de paisano eran policías de paisano, y mi padre tuvo diez minutos para darse una ducha y recoger sus cosas. Luego los dos policías se lo llevaron detenido.
Os hablaré ahora de mi padre y su familia, del porqué de su enfrentamiento. Ya sabéis que se trataba de un asunto muy antiguo, anterior incluso a mi nacimiento. También sabéis que mi padre era médico forense. Trabajaba en aquella época en Bilbao, y por entonces los periódicos locales sacaron a la luz el caso de un hospital en el que varias personas habían contraído diversas infecciones por culpa de unas jeringuillas mal esterilizadas. Que aquello llegara a los tribunales se debió principalmente al hecho de que entre la docena y media de afectados estaba un hijo de un concejal. Entre ellos había también una maestra, una joven maestra que había acudido a vacunarse en ese hospital y había resultado infectada de una enfermedad, no sé exactamente cuál. Correspondió a mi padre ocuparse de ese asunto, y ocurrió que fue a hacerle el examen médico a la joven maestra y que no pudo evitar enamorarse de ella.
Bueno, esas cosas pasan: un hombre joven conoce a una mujer joven, ella está sola y desasistida, él la cita para nuevos análisis aunque éstos puedan no ser necesarios y luego llega una tarde en que la cita sólo porque sí, porque su compañía le resulta agradable. Para cuando fueron llamados al juicio podría decirse que mi padre y la maestra eran ya novios o algo parecido. ¿Es eso delito? ¿Es delito enamorarse? En otras cosas no, pero yo en esto estoy con mi padre: yo no creo que enamorarse sea delito. Sin embargo entonces hubo gente que sí lo creyó.
Os estoy contando lo que ocurrió o, mejor dicho, lo que a mí más tarde me contaron que había ocurrido, y lo que a mí me contaron fue que mi padre redactó su informe y que en el informe se hablaba de enfermedades más graves que las que en realidad aquellas personas habían contraído. Eso, en derecho, tiene un nombre, y ese nombre es prevaricación, que, según el diccionario, significa «dictar a sabiendas una resolución injusta». ¿Qué es lo que mi padre pretendía con aquel informe suyo? Favorecer, sin duda, a esa gente, favorecer a esos enfermos entre los que se encontraba la mujer a la que amaba, y tratar de contribuir a que el hospital o la casa de seguros o quien fuera les indemnizara de un modo u otro. Así expuesto, a lo mejor os pensáis que lo que mi padre hizo fue algo muy gordo, un fraude o una estafa o algo así, pero, por lo que yo sé, esas cosas son de lo más corriente. Quiero decir que todo el mundo que trabaja en los juzgados lo sabe y nadie dice nunca nada. Todo el mundo sabe que un médico forense dice siempre lo que conviene a quien le paga y que por eso cada una de las partes suele llevar a su propio médico. Mi padre, además, lo hacía por amor, no por dinero, pero eso no se le tuvo en cuenta.
Así que mi padre acudió al juzgado y se encontró con otro forense que, punto por punto, fue rebatiendo ante el juez cada una de las conclusiones de su informe. Por su-puesto, la joven maestra estaba presente, y mi padre debió de ponerse muy nervioso al ver que aquel caso se estaba perdiendo y que con su intervención sólo estaba perjudicándola. Pero lo peor vino después, cuando el otro médico se calló y el que habló fue el abogado contrario. «Diga ser cierto», me dijeron que había dicho, «diga ser cierto que usted y una de las demandantes mantienen una relación de amistad íntima.» Mi padre protestó pero el otro volvió a la carga: «Diga ser cierto que tal señorita y usted son novios, y que usted, como es lógico, desea siempre lo mejor para ella…» El interrogatorio siguió desarrollándose en estos mismos términos hasta que mi padre se hartó y pegó un golpe en la mesa e hizo ademán de agredir al abogado. Mi padre era entonces un hombre joven, más impulsivo de lo que a vosotros y a mí nos pueda parecer, y de todos modos no le agredió. Sólo avanzó hacia él con el puño cerrado, dio un par de pasos hacia el abogado y le llamó sucio y le llamó tramposo, y luego se detuvo y se llevó una mano a la cara, v supongo que en ese momento supo que acababa de cometer un grandísimo error: que aquel caso estaba perdido por su culpa y que también él lo estaba. Y, en efecto, se le abrió un expediente y se le inhabilitó para el ejercicio de su profesión. ¿Por cuántos años? No sabría decirlo con exactitud. Los suficientes, en todo caso, para obligarle a cambiar de vida y convertirle en el perdedor que vosotros conocéis.
¿Qué os parece? ¿Os parece justo? Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que por amor se han hecho cosas mucho peores. Y supongo también que ahora os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con la ruptura familiar. ¿Pudo su familia volverle la espalda por una cosa así? Bueno, cuando yo conocí a mi abuela, era sólo una anciana enferma, pero por lo visto había sido siempre una mujer de mucho temperamento. Me la imagino como la clásica madre intolerante, de esas que pueden aceptar el fracaso de los hijos de los demás pero no el de sus propios hijos. Y a sus ojos mi padre se había convertido en poco menos que un delincuente.
De todas formas, la ruptura no se produjo entonces sino algo después, cuando mi padre se presentó en la casa de Vitoria acompañado de la joven maestra y anunció que iban a casarse. Mi abuela entonces los echó de casa. «Esta mujer es la culpable de todo», me dijeron que había dicho. «Si te casas con ella, nunca conseguirás liberarte de esa culpa», me dijeron también, y entonces mi padre, que podía ser más joven y más impulsivo pero tenía ya las mismas ideas sobre la dignidad, agarró a su novia por el brazo y se marchó. Sus únicas palabras fueron: «Nunca más me volverás a ver.»
Eso fue lo que ocurrió antes de que yo naciera, y a lo mejor ya lo habéis adivinado. A lo mejor ya habéis adivinado que aquella joven maestra se llamaba Cecilia y que mi padre y ella se casarían y tendrían un hijo y que le llamarían Felipe. Aquella maestra joven y enferma me daría a luz al cabo de un año, y no mucho tiempo después moriría dejando viudo a mi padre y huérfano a mí. ¿Y a que no sabéis de qué murió? Parecería una broma si no fuera tan triste. Porque mi madre murió de una enfermedad de hígado, la misma curiosamente que el informe médico de mi padre había intentado diagnosticarle en falso.
– ¿Qué tal estás? -dije-. Tienes buen color.
Era verdad, estaba muy moreno. Yo no recordaba haberle visto jamás tan moreno. Habíamos vivido mucho tiempo en lugares de playa, pero ya sabéis que nunca en verano, nunca en los meses en que la gente se tumba en la arena a tomar el sol.
– Muy buen color -volví a decir.
Mi padre trató de sonreír. Llevaba también el pelo más largo de lo habitual y una camisa blanca con los botones superiores desabrochados. A la altura del tercer botón le asomaba el extremo de la camiseta.
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