Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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De golpe las cosas no le iban nada mal a mi padre. Si nos mudamos al piso de Torrero fue porque nos cortaron el teléfono, pero también porque a mi padre le hacía falta un sitio donde guardar las neveras y las televisiones y las cajas de productos no perecederos. Aquella mudanza fue la más complicada de todas. Tuvimos que hacer tres viajes en la furgoneta de FEGIX hasta que conseguimos trasladarlo todo.

– Mi dormitorio es el del fondo -dijo mi padre-. Tú elige el que más te guste. Los otros dos nos servirán de almacén.

Sí, aquel piso tenía cuatro habitaciones. Era un piso grande y también bueno, yo no recordaba haber vivido nunca en un piso así, con dos cuartos de baño y cinco balcones. Pero ya digo que ahora a mi padre las cosas no le iban nada mal. Unos días antes la casa se nos llenaba de gente que nos pagaba por usar el teléfono; ahora seguía apareciendo mucha gente por nuestra casa, pero esa gente venía a comprar neveras de segunda mano y cosas así. Eso es legal, ¿no? ¿Hay alguna ley que prohíba comprarle una nevera a Fulano para luego vendérsela a Mengano? No, claro que no. Así que ahora mi padre ganaba dinero y tenía un buen piso en una gran ciudad: ¿no era eso lo que él siempre había querido? Por eso no dejó de sorprenderme que se tomara tan a pecho las tonterías que dijo el director del colegio y que de repente se obsesionara con la idea de mandarme a un internado. Bueno, a mí qué más me daba. Yo no quería esa forma de vida que mi padre podía ofrecerme y tampoco pensaba que la vida en un internado pudiera ser mucho peor.

– Ya lo tengo, me lo acaban de confirmar -dijo mi padre-. Está en Lecaroz, en Navarra. Creo que allí el paisaje es muy bonito.

Yo no dije nada.

– Es de curas -prosiguió-. Jesuitas. Está en plena naturaleza. Respirarás aire puro.

Yo seguí sin decir nada.

– Es de curas pero no te asustes. Antes era famoso por su disciplina. Ahora no. Los tiempos han cambiado. Ahora es un internado normal. Como cualquier otro, sólo que en plena naturaleza. Harás deporte, saldrás de excursión…

Tampoco entonces dije nada, pero pensé: «¿En qué quedamos? Hablas de mandarme a un internado para que descubra de una vez por todas lo que es la disciplina, y ahora me dices que no, que los tiempos han cambiado y que aquello es algo así como un hotelito o un balneario…»

– Está en plena naturaleza -dijo mi padre.

Sí, eso ya lo había dicho antes.

Tenía que irme uno de esos días, en cuanto mi padre quisiera llevarme. Pero una noche ocurrió algo. ¿Os acordáis de cuando mi padre se jugó a las quinielas los ahorros de mis tíos? ¿Os acordáis de que aquella noche entró en mi habitación para ver si estaba dormido? ¿Y de que luego salió de casa y cogió el Tiburón y de que yo pensé que se iba de putas y que cómo era capaz de irse de putas en una noche así? Pues aquella noche ocurrió algo parecido. Yo estaba en el cuarto de estar y tenía encendidas las dos televisiones que entonces había en nuestra casa. En una tenía la primera cadena y en la otra la segunda, pero en realidad ninguna de las dos me interesaba. Mi padre llegó a eso de las once y sin decir nada se sentó a mi lado. Yo pensé que protestaría. Era lo lógico: también yo habría protestado si hubiera sido él y si al llegar a casa me hubiera encontrado con un hijo mío viendo al mismo tiempo dos programas distintos de televisión. Pero no, mi padre no protestó. Noté que me miraba y tardé unos segundos en mirarle yo. Tenía los ojos rojos, pero rojos de verdad. No como cuando sales de la piscina, con los ojos rosáceos, irritados por el cloro. Aquél era de verdad un color rojo, más vivo y más compacto. Como el de los ojos de los conejos, ¿le habéis visto alguna vez los ojos a un conejo? Pensé que quizá mi padre estuviera enfermo pero no me decidí a preguntárselo.

– No te acuestes demasiado tarde -me dijo.

Me dijo eso y se levantó. Se marchó de casa sin añadir nada y yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y torcer por una esquina que llevaba a la carretera del canal. Pensé que todo era igual que aquella otra noche, la de las quinielas, y que también esta vez había habido algo que le había salido mal. Lo que ya no pensé fue que en una noche así pudiera irse de putas. Podía ser que fuera a emborracharse o simplemente a dar una vuelta por la ciudad. Pero de putas no, ni se me pasó por la cabeza que pudiera irse de putas en una noche así.

Ignoro qué hora sería cuando desperté sabiendo que alguien estaba en mi dormitorio. Ignoro también cuánto tiempo podía mi padre llevar allí, sentado a los pies de mi cama, mirándome pensativo.

– Te habías dejado encendidas todas las luces -dijo.

– ¿Ocurre algo? -pregunté.

– Vístete y recoge tus cosas -dijo.

– Nos vamos…-dije.

Mi padre asintió con la cabeza y salió de la habitación. Yo en aquel momento todavía pensaba que íbamos al pueblo ese de Navarra, al internado. Sí, ya sé que ningún padre despierta a su hijo a las tres o las cuatro de la mañana para llevarlo a un internado, pero tampoco se me ocurría a qué otro sitio podíamos ir.

– Ayúdame a bajar algunas de esas cajas…-dijo mi padre.

– ¿Qué cajas? ¿Las de productos no perecederos?

– No sé cuántas podremos meter en el maletero. Nos llevaremos todas las que quepan.

Extraño, ¿verdad? Yo pensé que a lo mejor quería aprovechar para vender en el internado algunos de esos botes de caramelo líquido o algunas de esas latas de pipas peladas. Al fin y al cabo, unos años antes le había visto hacer algo parecido con una marca de chocolate soluble, Forzacao.

– Si quieres, nos llevamos también una de las televisiones…

– Bueno -dije, y sólo entonces comprendí que aquel viaje era en realidad una mudanza, una más de nuestras muchas mudanzas.

Estábamos otra vez en la carretera. Íbamos por la carretera de Logroño y yo sabía que algo le había salido mal a mi padre pero no sabía qué. Recuerdo que el pavimento estaba lleno de baches y que luego entramos en Navarra y que ya no había baches en la carretera.

– Las carreteras navarras son las mejores -dijo mi padre, después de dos horas de silencio-. Siempre lo han sido.

Supongo que era verdad, pero yo no creía que hubiéramos ido hasta allí sólo para eso, para comprobar que las carreteras navarras eran las mejores. A lo mejor yo estaba equivocado y mi padre sí que pretendía llevarme al internado. A lo mejor mi padre pensaba dejarme en el internado y luego seguir su propio camino, solo, sin mí. Podía ser, no lo sabía. Estaba ya amaneciendo y yo me mantenía despierto, atento a los carteles de la carretera. Vi la señal que indicaba el desvío hacia Tudela y Pamplona. Pensé: «Si cogemos ese desvío, es que quiere librarse de mí.» Pero no. Dejamos Tudela y Pamplona a nuestra derecha, y a los pocos kilómetros la carretera volvió a ser la misma de antes, la misma carretera llena de baches y de socavones. La próxima ciudad importante era Logroño.

– ¿Dónde vamos? -pregunté.

Mi padre bostezó y dijo:

– Vamos. Simplemente vamos.

Hacia las nueve o las diez paramos a desayunar y estilar las piernas. Podíamos haber parado un rato antes, en Logroño o en cualquiera de los pueblos que había entre Logroño y Vitoria. O podíamos haber seguido un poco más y parar en la carretera de Vitoria a Bilbao. Paramos, sin embargo, en Vitoria, en el bar de una gasolinera a la entrada de Vitoria.

– Tengo sueño -dije.

Vitoria era la ciudad de mi padre. En Vitoria vivía aún su familia, esa familia a la que mi padre odiaba o decía odiar y a la que yo nunca había llegado a conocer.

– Tengo sueño -volví a decir.

Mi padre suspiró y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. También él tenía sueño.

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