Pero de lo que yo quería hablaros era de su casa, de la casa en la que vivía Miranda. ¿Cuántas veces pasé por delante fingiendo que iba a otro sitio? ¿Cuántas veces recorrí aquella calle sin detenerme, conteniendo la respiración, casi temblando? ¿Cuántas veces la miré de reojo, temiendo o quizá deseando que ella estuviera en el jardín y pudiera descubrirme? No sabría explicar la rara fascinación que aquella casa, idéntica a todas las otras casas, despertaba en mí. Se trataba de amor, claro, de mi amor por Miranda, pero había algo más. Algo a mitad de camino entre la curiosidad y la envidia, un deseo de averiguar cómo vivían los que no vivían como yo, los que pertenecían a un sitio y podían sin ningún problema decir: «Ésta es mi casa y ésta mi familia.» No sé. Miranda y los suyos eran extranjeros en un país ajeno y, a pesar de todo, a mí me daba la impresión de que ellos podían, con más motivos que yo, decir una frase así. «Ésta es mi casa, éste es mi jardín, estas flores las he regado y cortado yo con mis propias manos…» ¿Me explico? Lo que me preguntaba era cómo habría sido mi vida si hubiera nacido en una familia como la de Miranda y si viviera en una casa como la de Miranda.
En fin, era aquélla una casita como todas las demás, de un solo piso, adosada a otra casita gemela, y ya he dicho que tenía la puerta pintada de rojo. Junto a esta última había un bulto cubierto por una lona verde: debía de ser la máquina cortacésped pero el césped hacía tiempo que no había sido cortado. Había también unas cuantas flores y un par de adelfas. Y una ventana pequeña con el cristal lleno de adhesivos y con una mosquitera, y dos ventanas más que daban al cuarto de estar. ¿Y en el cuarto de estar? Por entre las láminas de las persianas no se distinguían muchas cosas: un ventilador en el techo, un espejo circular con un marco en forma de sol, un mostrador que probablemente daba a la cocina, y muy pocas cosas más. Luego sí, luego sí supe cómo era aquella casa por dentro.
Ninguna de las veces que pasé por allí pude ver a Mi- randa. Una vez, sin embargo, vi a Amy, su hermana. Estaba tendida sobre una toalla, tomando el sol o acaso sólo fingiendo que lo tomaba. La gente suele tomar el sol con los ojos cerrados, ¿verdad? Amy no. Amy los tenía abiertos. Por eso digo que a lo mejor no estaba tomando el sol. Además, ¿para qué iba a tomar el sol una chica negra? Bueno, el caso es que llevaba puesto un traje de baño de color café y que estaba tumbada sobre una toalla y que me vio pasar y me llamó.
– Hello, Felipe -dijo.
Me detuve. Ninguna de aquellas casitas tenía verja. El jardín daba directamente a la calle. Nada se interponía, por tanto, entre ella y yo, y de algún sitio salieron corriendo un perrito blanco y un perrito negro como los de los anuncios de whisky y se pusieron a dar saltos y a menear el rabo.
– Helio -dije.
Amy tenía la piel más oscura que Miranda y el pelo más corto. Se parecían bastante, pero a mí Miranda me gustaba y Amy no. Y a pesar de todo estaba nervioso. Por eso agradecí que estuvieran allí esos dos perritos y que pudiera hacerles caricias y jugar con ellos. Amy se levantó, se desperezó, se puso una camiseta. Tenía un tipo muy bonito Amy, casi tanto como el de Miranda, con un culito alto y prieto como sólo lo tienen las negras.
– I like dogs -dije.
Sí, ya sé que la frase no es nada del otro mundo, pero algo tenía que decir. De todos modos, lo que dijo ella tampoco se quedó atrás.
– Really? -dijo, abriendo mucho los ojos como si de mis labios hubiera salido una revelación sorprendente.
Bueno, no creáis que fue eso todo lo que dijo. Eso fue todo lo que yo entendí. Amy se acuclilló junto a mí y comenzó también ella a rascar a los perros, y yo creo que no dejó de hablar en diez minutos. ¿Qué demonios estaría diciendo? Yo asentía cuando creía que debía hacerlo y sonreía cuando ella lo hacía. Y mientras tanto rascábamos a los dos perritos y les hacíamos caricias, y yo me di cuenta de que los dos eran machos y de que se estaban poniendo cachondos. Supongo que lo habréis visto alguna vez: la polla de un perro cuando está caliente es lo más parecido a una barra de labios.
– Yes, yes -decía yo de vez en cuando, y Amy seguía acariciando a los perros y los perros exhibían sus barras de labios en toda su extensión.
¿Queríais saber cómo era la casa por dentro? En el cuarto de estar había una chimenea y sobre la repisa de la chimenea varias fotos de Amy y de Miranda y de su padre pero ninguna en la que se viera a su madre. Y de las paredes colgaban unos cuadros de paisajes alpinos que a mí se me antojaron absurdos: ¿qué pintaban los Alpes en la casa de unos americanos que vivían en España? Y el mostrador, en efecto, daba a la cocina, y en la cocina había una nevera llena de cocacolas, de esas cocacolas que les llegaban en avión desde los Estados Unidos pero que tenían el mismo sabor que las españolas. Luego había un pequeño pasillo, y la primera puerta era la del cuarto de baño y la segunda no lo sé porque no la abrimos. La tercera puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, y la cuarta era la de la habitación de su padre, y en ella había unos estantes tapados por una cortina y un limpiabotas automático y una cama de matrimonio sin hacer y una mesilla con dos cajones, y en el cajón de arriba había unas gafas de sol, tres paquetes de Marlboro, un rollo de esparadrapo y una caja de condones. Y los perros seguían tan excitados como antes y nos esperaban delante de la tercera puerta, y entonces comprendí que, si esa puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, era porque los perros la raspaban con sus uñas cuando estaban así de excitados. Y Amy ahora casi no hablaba y yo ahora lo entendía todo, y había más puertas pero nosotros abrimos la tercera puerta. Y en esa habitación había dos camas y una de ellas era la de Miranda. Y entonces yo averigüé la novena de las diez cosas que os dije que sabía de Miranda, porque en la almohada y en el embozo de la sábana de su cama estaba bordado un nombre, y ese nombre era FELIPE. Y ésa era la novena cosa: que Miranda estaba enamorada de mí como yo lo estaba de ella…
Y con respecto a Amy no digo más porque no es mi estilo. Yo no soy de esos que se acuestan con una chica y salen corriendo a contárselo al primero que pasa. Sólo os diré que seguía teniendo quince años pero había dejado de ser virgen. Nada más.
Y décima y última cosa que supe de Miranda: que nunca más volvería a verla. Ni en la base americana ni en mi casa ni en su clase de ballet. Nunca. En ningún sitio. Está claro que ésta no es una de esas cosas que sabes y ya está. Ni siquiera ahora puedo estar seguro, porque la vida da muchas vueltas y vete a saber si aún algún día me la encontraré en España o en América, pero de algún modo lo intuí aquella misma mañana, mientras volvía al club de golf confundido por la cantidad y diversidad de sensaciones que chocaban dentro de mí. Os seré sincero. Lo primero que yo sentí al salir de aquella casa fue satisfacción. Satisfacción por haber hecho algo que sólo hacían los adultos y por creerme ahora un poco más cercano a ellos y un poco menos inexperto. Pero esa satisfacción no duró mucho, apenas cien o doscientos metros, y de repente me pregunté si la gente lo notaría, si todas las personas con las que me cruzara se darían cuenta de que acababa de acostarme con una chica y de que había sido mi primera vez. Me pregunto si es siempre así, si todos los que acaban de echar su primer polvo se sienten transparentes, descubiertos, como en esos sueños en los que estás desnudo en medio de una multitud. A mí me parecía que había algo en mí, una señal que me delataba y que, si la hubiera visto en otra persona, habría reconocido al instante. Y pensaba: «Ahora llegaré al club y mi padre me notará cambiado, me verá esa señal y me preguntará de dónde vengo y qué he estado haciendo. Me preguntará todo eso sabiendo que vengo de follar y, ¡horror!, quién sabe si me guiñará un ojo y se echará a reír con risita de conejo…» Pero no os creáis que cuando llegué al club seguía pensando lo mismo. Para entonces me importaba ya bastante poco lo que mi padre pudiera hacer o creer, y si había algo que ahora me tenía atenazado era una vaga sensación de culpa, la rara certidumbre de que mi infidelidad hacia Miranda no podía quedar impune. No es que me sintiera culpable por haberle sido infiel. Lo que sentía era que, con culpa o sin ella, acabaría recibiendo algún castigo.
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