Os refrescaré la memoria. La noche de su fracaso como quinielista, mi padre entró en mi dormitorio para apagarme la luz. Yo entonces pensé que entraba para darme una explicación o algo así. No podía ni imaginar que en realidad lo que él quería era sólo verme, verme por última vez, dedicarme una mirada de despedida. Luego salió del apartamento y se metió en el Tiburón, y yo en aquel momento pensé que se iba de putas. De putas, en una noche así. Pero ¿cómo iba yo a figurarme que si había cogido el coche era porque pretendía matarse? Me imagino su ansiedad. Me lo imagino despeinado, tembloroso, asido con todas sus fuerzas al volante, dando vueltas y más vueltas por aquellas carreteras en busca del muro o la farola o el árbol contra el que estrellar el automóvil. Me lo imagino también con las luces del amanecer, regresando despacio al apartamento y despreciándose a sí mismo por no haber tenido el valor necesario.
Y acordaos de nuestra precipitada marcha de Zaragoza, El cuarto de estar, las dos televisiones encendidas, los ojal de mi padre, rojos como los de los conejos… El asunto de los coches americanos debía de haber estallado ese misino día. Aquella noche yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y tomar la carretera que bordeaba el canal. En esa carretera había muerto mucha gente y mi padre deseaba ser uno más.
Así pues, al menos en dos ocasiones había pensado seriamente en suicidarse. Y todo ¿por qué? Por mí. Porque no quería arrastrarme en su caída. Mi padre había llegado a una situación en la que no podía tolerarse nuevos fracasos, y eso le había llevado a suscribir aquella póliza y a planear todo lo demás. Mi padre creía preferible quitarse de en medio para que a mí las cosas me resultaran un poco más fáciles. Pero mi padre, por suerte, no era un hombre particularmente valiente.
Una noche oí a mis tíos hablando de mí.
– Menos mal que el chico no es como el padre -dijo él.
Eso para ellos debía de ser un elogio, pero yo en aquel momento comprendí que les odiaba, que odiaba a mi tío Jorge y a todos los demás, que no quería ser como ellos ni vivir como ellos, que prefería incluso parecerme a mi padre, acabar siendo un pobre diablo como él. Comprendí muchas cosas de golpe. Comprendí que, siendo aquella familia como era, o tratabas de ser como ellos querían o ya sólo podías ser lo contrario. Y, claro, comprendí un poco más a mi padre. Mi padre no había podido ser como ese pariente suyo que había fundado la empresa de los cines y los hoteles. Ni tampoco había podido ser como su propio padre, héroe de la Guerra Civil y jefe provincial del Movimiento. Todo lo que mi padre era, lo poco que mi padre era, lo era por oposición a su madre y a todos esos antepasados suyos a cuya altura jamás habría sabido ponerse. A lo mejor por eso había llevado la vida que había llevado. A lo mejor por eso había acabado pensando en el suicidio.
Bueno, en ese momento comprendí también que odiaba los planes del día, que odiaba la generosidad de mis tíos y su caridad cristiana, que odiaba el coro y los rosarios del padre Apellániz y por supuesto odiaba al padre Apellániz, que odiaba a esa familia que había sido injusta con mi padre, que odiaba hasta la ropa nueva y los zapatos nuevos que llevaba, que odiaba a la cursi de mi tía Cristina y odiaba sus antigüedades y el aparato ese con el que se tomaba la tensión, que odiaba esa ciudad, que odiaba los retratos que había en casa de mi abuela y odiaba la casa de mi abuela, que odiaba a las taquilleras de los cines de mi abuela…
Pero, extrañamente, la única a la que no conseguía odiar era a mi abuela. Supongo que la lástima y el odio no pueden superponerse.
Estábamos en la iglesia esperando al padre Apellániz, El padre Apellániz todavía no había llegado y yo llamé a Zariquiegui.
– ¡Zariquiegui! -dije.
Zariquiegui se me acercó con esa sonrisa de falsa felicidad que tenían todos los del coro, y yo le dije:
– O me comes la polla o te hincho un ojo.
Zariquiegui me miró como si fuera a exclamar «¡oh!» pero no exclamó nada. Tampoco ninguno de los otros chicos dijo nada. Allí nadie dijo nada, y ¿os podéis creer que Zariquiegui me miró como si no fuera la primera vez que la idea de comerme la polla le pasaba por la cabeza? ¿Os podéis creer que, si Zariquiegui se sonrojó, no fue porque aquello le escandalizara sino porque se sintió descubierto en sus deseos más íntimos? Repetí:
– ¿Es que no me has oído? ¡O me comes la polla o le hincho un ojo!
Zariquiegui me miraba con los ojos muy abiertos. Yo dudé apenas un par de segundos y luego hice lo que tenía que hacer. Le hinché un ojo y me marché de allí. Hacía tiempo que necesitaba algo así.
Fui a recoger a mi padre a la cárcel. Fui en taxi. Llevaba todas mis cosas en una maleta y el taxista tuvo que esperar unos minutos con el motor en marcha. Me había ido de casa de mis tíos sin despedirme. Había dejado una nota en la mesa del comedor que decía solamente: «Gracias por todo. Despedidme de la abuela. Felipe.» Me pareció que eso era suficiente.
– Nos vamos -dije al ver a mi padre, y pensé que esas palabras tal vez tendría que haberlas dicho él.
Mi padre estaba en ese momento despidiéndose de los funcionarios de la entrada. Les daba la mano a todos y se interesaba por sus familias y por los planes que tenían para las Navidades. Parecía un viajero normal en el momento de pagar la cuenta del hotel y despedirse de los recepcionistas. Su maleta descansaba sobre una silla de anea. Uno de los policías le ofreció un cigarrillo y mi padre lo aceptó con una sonrisa.
– Fumo poco pero la ocasión lo merece -dijo.
Se subió las solapas de la americana y me siguió hasta el taxi. Yo había cogido su maleta pero él me la arrancó de la mano.
– Salgo de la cárcel -dijo-. No del hospital.
El taxista arrancó en cuanto entramos. Yo ya le había dado la dirección a la que debía llevarnos. Era la dirección del hostal en el que mi padre había sido detenido, el Tiburón seguía ahí desde el primer día.
– Bueno -dijo mi padre, y no dijo nada más.
Yo iba sentado en el lado de la derecha, mirando por mi ventanilla, y en el primer cruce vi un Mercedes negro aparcado bajo un anuncio de coñac. Era el viejo Mercedes negro de mi abuela, y por un instante pude verla asomada a la ventanilla trasera. Sí, era ella, mi abuela. Hacía bastante frío pero su ventanilla estaba medio abierta. Nuestras miradas se cruzaron durante dos, tres, quizá cuatro segundos, y su rostro se mantuvo inexpresivo. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí esperando a vernos pasar?
– Por la abuela no has preguntado -dije.
Mi padre me miró pero no dijo nada. ¿La había visto? Supongo que no: mi padre, después de todo, ni siquiera podía saber qué coche tenía la abuela.
– ¿No quieres saber qué tal está?
Tampoco entonces dijo nada, y yo pensé que si hubiera dicho algo tal vez habría dado instrucciones al taxista para que diera la vuelta y buscara el viejo Mercedes. Que acaso mi padre se habría acercado a pedir perdón a mi abuela o que mi abuela se habría adelantado a hacer lo mismo o que se habrían pedido perdón al mismo tiempo y que en ese instante se habría cerrado aquella historia tan vieja y tan absurda. Que quién sabía si no era eso lo que a mi padre le hacía falta, lo que le habría ayudado a enderezar de una vez por todas el rumbo de su vida.
Pero mi padre permaneció en silencio hasta que llegamos al aparcamiento del hostal.
– Gracias y buen viaje -nos dijo el taxista.
Yo, mientras tanto, seguía pensando en mi abuela y trataba de imaginar lo que ella misma estaría pensando en ese momento. Que había visto a su hijo un par de segundos y que ya nunca lo volvería a ver.
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