– Buenas tardes, señora. Sólo le pido un minuto. ¿Le apetece echar una ojeada? Estoy haciendo una promoción de relojes. Supongo que ha visto los anuncios. Son Timex. ¡Americanos! ¿Qué mejor regalo para estas Navidades?
Si me retenían en el descansillo con la puerta entornada, yo ya sabía que tenía pocas esperanzas de lograr alguna venta. Si, por el contrario, me hacían pasar, podía ocurrir cualquier cosa. Recuerdo una mujer que, prácticamente sin mirar los relojes, me invitó a sentarme en el sofá y me ofreció una cervecita. Así lo dijo, cervecita. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, regordeta y parlanchína, y llevaba una blusa finísima por la que se le transparentaba el sujetador negro. Me trajo la cervecita y se sentó a mi lado, y yo sentí muy próximo su perfume dulzón, como de moras maduras.
– Mi marido no está en la ciudad -dijo-. ¿Qué pensaría si volviera antes de lo previsto y te encontrara aquí?
Dijo esto, y al mismo tiempo dejó caer sus pesados zuecos sobre la alfombra y vi las uñas de sus pies pintadas de rojo.
– Entonces ya vendré cuando esté -dije-. Si el reloj es para él seguro que querrá elegir…
Bueno, yo era un vendedor de relojes. No un gigoló. No había pagado diez mil pesetas para eso, para pasar la tarde en la cama de todas las mujeres que quisieran comprarme uno de aquellos relojes.
Recuerdo también a un hombre que accedió a comprarme un reloj con la condición de que luego me lo jugara con él a la carta más alta. Tenía un bigote muy pequeño y el pelo peinado hacia atrás. Tenía también el aspecto de quien no ha dormido lo suficiente.
– Yo te compro uno, este mismo -me dijo-. Después cogemos una carta cada uno y, si gano, me devuelves mi dinero. Pero si ganas tú, te quedas con los dos: con el reloj y con el dinero. ¿De acuerdo?
Negué con la cabeza.
– Muy bien, muy bien -insistió-. Te lo pondré más fácil. Te los compro todos. Si ganas tú, los relojes y el dinero son tuyos. Y si gano yo, te pago sólo la mitad de lo que valen. ¿Cuánto te cuestan a ti? No creo que llegue a tanto. De este modo no puedes salir perdiendo.
Negué otra vez con la cabeza y cerré la cartera. Aquel hombre parecía decepcionado y hasta furioso. Me tendió el mazo de cartas.
– Elige una. Sólo para ver qué habría pasado.
Cogí una carta y luego él cogió otra. La mía era una sota de bastos, la suya un seis de espadas, y a mí me dio la impresión de que eso le hacía feliz.
– ¿Te das cuenta? Has cometido un error -me dijo con una amplia sonrisa.
Sí, podía ser que hubiera cometido un error con él y acaso también con la mujer de la cervecita. Pero es que yo había encontrado un camino, el camino que quería seguir, y no estaba dispuesto a apartarme de él por muchas que fueran las sendas que se abrieran a uno y otro lado de aquel camino. ¿Era eso lo correcto? Yo creía que sí, pero por otra parte ganaba tan poco dinero que con frecuencia dudaba de eso y de todo.
Hice mis cuentas al concluir mi primera semana de trabajo. Desolador. Había ganado menos que cuando recogía pelotas en el club de golf para revenderlas en la tienda de la base. De hecho, en toda esa semana sólo había conseguido vender tres relojes. Y ni siquiera eso. Sólo dos, porque el tercero lo compré yo mismo para regalárselo a mi padre.
Aquélla fue nuestra Nochebuena más triste. Bueno, las fiestas navideñas nunca eran demasiado alegres para nosotros, pero aquéllas lo fueron mucho menos. No sé muy bien cómo explicarlo. Nosotros siempre habíamos pasado las Navidades solos, y ese año nos sentíamos aún más solos. ¿Puede ocurrir eso? ¿Pueden dos personas estar solas y sentirse unas veces muy solas y otras veces simplemente solas? Félix había venido a hacernos una visita por la tarde y nos había traído dos barras de turrón de Jijona, una del duro y la otra del blando. También nos había traído una televisión pequeña que en su casa no utilizaban.
– Por lo menos podréis ver alguna película -había dicho.
Aquella televisión tenía dos largas antenas que había que cambiar de orientación en cuanto la imagen empezaba a temblar.
– No está mal -dijo mi padre-. Una televisión siempre hace compañía, ¿no te parece?
Mi padre llevaba un buen rato tratando de partir el turrón duro y preparando una ensalada de lechuga, atún y mayonesa.
– Claro que un perro tampoco estaría mal -añadió-. A lo mejor tienes razón. Un perro pequeño y bien educado. Un perrito que nos esté esperando mientras estemos fuera y que salte y mueva el rabo en cuanto nos oiga llegar. Habrá que pensárselo. Un perrito así siempre alegra una casa…
Decía estas cosas sin preocuparse de si yo le escuchaba o no. Luego sacó el turrón blando y lo cortó en ocho porciones idénticas.
– El problema era antes, con los viajes -prosiguió-. No puedes ir de un lado a otro cargando con un perro. ¡Pero, eso sí, tiene que ser un perro pequeño! ¡Nada de pastores alemanes ni perros así!
Puso también agua a hervir en el hornillo, pero la bombona se agotó enseguida.
– ¡Vaya! -dijo-. Hoy no hay consomé. Y me temo que mañana tampoco.
Nuestra cena de Nochebuena consistiría, pues, en ensalada y turrón. La televisión seguía encendida. No la habíamos apagado desde que Félix la había traído, y yo de vez en cuando me tomaba la molestia de reorientar las antenas. Ahora un presentador muy cariacontecido decía que a continuación nos iban a ofrecer el mensaje de Navidad de Franco. Él no decía Franco. Él decía el jefe del Estado. Lo repitió varias veces, y al final casi alzó la voz:
– ¡Atención, españoles, habla el jefe del Estado!
– ¿Apago? -dije yo.
– Apaga -dijo mi padre.
Apagué. Nos importaba un pepino que hablara el jefe del Estado. Apagué, y en el centro de la pantalla apareció un punto blanco, como una estrella equivocada en una noche sin estrellas. Aquel punto se fue haciendo cada vez más pequeño, y yo lo miraba y pensaba que nunca desaparecería del todo. Que pronto esa estrella sería tan pequeña que me resultaría invisible pero que eso no querría decir que hubiera desaparecido del todo.
– ¿Cenamos ya? -preguntó mi padre, frotándose las manos.
Cenamos, y mi padre volvió a hablar del perro.
– Aquí no, por supuesto. Aquí no podemos tener un perro, pero estoy convencido de que las cosas van a mejorar. Todo se arreglará dentro de poco, y entonces cambiaremos de casa y compraremos un perro. Un perro pequeño. ¿Cuál prefieres? ¿Un caniche? ¿Un yorkshire?
Yo no le dije que no, pero a mí eso ya no me importaba. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro.
– Sí, un yorkshire. ¿Te acuerdas de aquellos belgas que vivían en Santa Pola? Tenían un yorkshire, ¿te acuerdas?
Me acordaba de los belgas y me acordaba de su perrito. Aquel perrito era lo más parecido a un escupitajo. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro, y sólo confiaba en que mi padre no se empeñara ahora en tener un perrillo como aquél. Yo ya no quería tener perro y, desde luego, no quería un perro como aquél. Un yorkshire, qué bicho tan cursi y tan desagradable.
– Pero ya te digo que todavía no -dijo mi padre-. Dentro de uno o dos meses, cuando vivamos en un sitio mejor que éste. Entonces iremos a una tienda de animales y compraremos un yorkshire… ¿Ya has terminado? ¿No quieres más? El turrón ni siquiera lo has probado…
Me había levantado, ya no tenía hambre.
– Tu regalo -dije.
Mi padre desenvolvió el pequeño paquete, abrió la caja y sostuvo con delicadeza el reloj sobre la palma de la mano.
– Es precioso -dijo-. Muchas gracias.
Estaba realmente emocionado, los ojos húmedos, la boca entreabierta. Yo sabía que su agradecimiento era sincero pero también sabía que nunca utilizaría ese reloj. No al menos mientras tuviera su reloj de toda la vida, un Omega bañado en oro.
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