– No puede ser Félix -volvió a susurrar mi padre.
No, no podía ser él. Félix siempre daba tres golpecitos para anunciar su llegada. Tres golpes secos con los nudillos, toc, toc, toc. Aquella mañana, quienquiera que fuese golpeaba la persiana metálica con la palma de la mano. Y no tres veces, sino cinco, seis, acaso más.
– Él ya nos habría llamado por nuestros nombres…
Ésa era otra. Félix tenía su propia llave. Si el candado estaba en el lado exterior de la persiana, eso quería decir que no había nadie dentro. Si por el contrario estaba en la parte interior, resultaba evidente que al menos uno de nosotros se encontraba en ese momento en aquel almacén.
– Insisten… -dije yo, en voz muy baja.
En efecto, volvían a llamar, y ahora lo hacían con particular fuerza. Miré a mi padre. A cada uno de aquellos golpes cerraba los ojos y alzaba los hombros, como si estuviéramos en un refugio antiaéreo en mitad de un bombardeo y no se tratara de simples golpes sino de auténticas explosiones.
– ¡Ya voy! -grité, y aquel estrépito cesó en el acto, dejando tras de sí un eco breve y confuso.
Mi padre pegó la espalda a la pared más cercana. Yo entreabrí el ventanuco cuadrado y miré. El que había llamado era un hombre calvo y robusto que se frotaba la nariz con la mano enguantada. En la otra mano sostenía una carpeta, y a su espalda vi un coche de policía con los cristales medio empañados y dos agentes de uniforme en su interior. «Policías, lo peor que nos podía ocurrir», pensé, y lo pensé con tal intensidad que casi temí que aquel hombre hubiera podido oírme.
– Lo siento…-dije-. Estaba dormido.
Dije eso, y mientras lo decía (¿cuántos segundos pudieron pasar?, ¿dos segundos?, ¿tres?) os aseguro que tuve tiempo más que suficiente para pensar una cosa y pensar la contraria y para pensar dos o tres cosas más totalmente distintas de las anteriores. Pensé, por ejemplo, en todas las cosas que mi padre pensaría en cuanto yo me volviera y le dijera que eran policías. Que, por supuesto, venían a buscarle. Que tenía todavía cuentas pendientes con la justicia. Que podía ser que vinieran de nuevo por lo mismo, lo de los coches de importación, pero que tal vez no. Que tal vez venían por lo del robo de la caja registradora, o tal vez por sus continuadas estafas a la compañía telefónica, o incluso por mis tíos, por esos ahorros que quizá nunca podría devolver. Pensé en lo que sin duda pensaría mi padre pero pensé también algunas cosas más. Pensé también que podía ser que vinieran por mí. ¿Qué tendría de extraño? Podía ser que Delgado hubiera denunciado mi desaparición con uno de sus muestrarios de relojes. También podía ser que Delgado fuera, en efecto, un ladrón de relojes y que la policía le hubiera detenido y ahora estuviera buscando a sus cómplices y colaboradores… Todos esos pensamientos pasaron por mi cabeza en tan poco tiempo, apenas dos o tres segundos.
El hombre calvo, sin dejar de frotarse la nariz, dijo el nombre y los dos apellidos de mi padre.
– ¿De qué se trata? -pregunté.
Aquel hombre se limitó a repetir el nombre y los apellidos de mi padre y a preguntar impaciente:
– ¿Es usted?
– No. Mi padre.
– Es importante. Del juzgado.
– Espere un momento. Voy a buscar la llave.
Cerré el ventanuco. Mi padre me miró con los ojos húmedos.
– ¿Policía? -preguntó.
Yo asentí con la cabeza, tristemente.
– No, otra vez no -gimió mi padre-. No podría aguantarlo.
– ¡Escóndete! ¡Sal al patio y escóndete!
Mi padre corrió hacia la puerta del patio y se detuvo. Se volvió un instante a mirarme y me señaló con un dedo como si fuera a decirme algo. Luego negó con la cabeza, cogió sus guantes de encima del televisor y salió sin hacer ruido. Miré a mi alrededor. Mi padre había estado ahí hasta ese mismo momento y su presencia aún no había tenido tiempo de irse del todo. En el aire quedaban su olor, el recuerdo de sus susurros, algún resto del calor de su cuerpo… Saltaba a la vista, o eso al menos me parecía a mí, que se había marchado hacía unos segundos y que no podía haber ido demasiado lejos, y yo me temí que los policías percibirían todos esos rastros de su presencia en cuanto iniciaran el registro y que sin duda le encontrarían.
Del exterior me llegó un bocinazo largo y apremiante del coche de policía. Yo grité:
– ¡Voy!
Tenía la llave en la mano pero estaba tratando de ganar tiempo. Abrí finalmente el candado y alcé de un tirón la persiana metálica. A la luz gris de aquella mañana de invierno observé al hombre calvo y a los policías, que permanecían dentro del coche. El hombre calvo agitó la cabeza malhumorado.
– ¡Ya era hora…!
Luego se quitó un guante y lo sostuvo bajo una axila mientras rebuscaba en su carpeta y me plantaba ante los ojos unos cuantos folios grapados por una esquina. Hizo todo esto con gestos cansinos pero también ligeros, y al mismo tiempo dijo que era un agente judicial y que aquellos papeles formaban parte de un expediente de testamentaría. Un expediente de testamentaría, eso dijo.
– No te olvides de darle esto en cuanto lo veas -añadió-. Ahora échame una firmita.
Apenas medio minuto después aquel coche se había ido con los tres hombres dentro. Ahora yo estaba solo y desconcertado, y con una mano sostenía aquellos papeles mientras con la otra agarraba la persiana para volverla a bajar.
– ¡Se han ido! -grité.
Supuse que mi padre lo había oído todo desde detrás de la puerta del patio.
– ¡Puedes salir! ¡Se han ido! -volví a gritar.
Le esperé sin moverme y mientras tanto eché una ojeada a esos folios. Lo que yo entendí fue que había muerto mi abuela de Vitoria.
Mi abuela había muerto y mi padre iba a heredar una parte de su fortuna.
Pensé, naturalmente, que tenía que haber algún error. Que mi padre se convirtiera de repente en un hombre rico no entraba dentro del orden de los acontecimientos. Sí, podía ser que mi abuela hubiera muerto, y allí constaba la fecha: justo al día siguiente de salir mi padre de la cárcel y marcharnos los dos de Vitoria. Lo que no podía ser era que mi padre heredara. ¿Mi padre heredar? ¿Mi padre heredar parte de la fortuna de mi abuela? ¿Mi padre convertirse en el dueño de la mitad de la casa de Vitoria, de la mitad del frontón, de la mitad de cada uno de los cines y los hoteles de la abuela? Imposible. Eso era lo que no entraba dentro del orden de los acontecimientos. ¿Podía alguien en su sano juicio creer que mi abuela, después de todo, no le hubiera desheredado?
Repasé aquellos papeles.
– ¿No me has oído? ¡Ya puedes salir! -grité con voz temblorosa, porque lo que en realidad quería gritar era: «¡Somos ricos! ¡No te lo vas a creer, pero somos ricos, muy ricos!»
Eché a correr hacia la puerta del patio agitando los folios en el aire. La abrí. Por algún motivo yo me lo imaginaba ansioso, pegado a la puerta y con las manos entrelazadas como la gente que se arrodilla en los funerales. Mi padre, sin embargo, no aparecía por ningún lado.
– ¡Papá! -grité, y en ese momento me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no le llamaba así.
Busqué por todas partes pero era evidente que no estaba. Y, lo que era peor, tampoco estaba la Mobylette. Entré en el taller. Uno de los empleados me dijo que no hacía ni cinco minutos que le había visto salir corriendo con el ciclomotor. Volví junto a la persiana metálica y me acurruqué en una esquina. Quería creer que mi padre regresaría en cualquier momento, que había huido de los policías pero regresaría en cuanto supiera que éstos se habían marchado.
Salió el sol, un débil sol de invierno, y yo seguía esperando. Para entonces me estaba ya temiendo lo peor. Me acordaba de aquella noche en la playa en la que mi padre salió de casa con la idea de estrellar el coche y matarse, y me acordaba también de aquella otra noche en Zaragoza en la que trató de hacer algo parecido, arrojarse con el coche al canal. Si lo había intentado en dos ocasiones anteriores, podía ser que se hubiera propuesto intentarlo de nuevo: que hubiera cogido la Mobylette con la idea de estrellarla contra un muro o despeñarse o lanzarse al río y librarse así de una vez por todas de sus problemas y sus angustias… Eso, por desgracia, sí que entraba dentro del orden de los acontecimientos. Que mi padre estuviera dispuesto a suicidarse para cancelar sus cuentas pendientes y dejarme el dinero del seguro, que pretendiera hacer algo así justo cuando acababa de convertirse en un hombre rico al que todas esas minucias no tendrían por qué atormentarle: ¿no os parece que el destino siempre se burló de él, que jugó con su pobre existencia sin la menor muestra de respeto o delicadeza?
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