– Y esta vez no será de diez mil sino de quince mil pesetas -añadió vacilante.
– Y eso ¿por qué?
– Todo sube. El pan sube, la gasolina sube, el café también sube… ¿Por qué no van a subir los relojes?
Aquel ladrón sabía que yo no podría vender esos relojes a precios muy superiores. Lo que, de hecho, me estaba diciendo era que mi comisión iba a quedar reducida a menos de la mitad. En ese momento yo tendría que haberle devuelto sus relojes baratos y solicitado la devolución de mis primeras diez mil pesetas. Sin embargo no lo hice, y tal vez vosotros os preguntaréis por qué. También yo me lo pregunté. Hay tantas cosas que uno hace y no sabe muy bien por qué las hace.
Puse sobre la mesa las quince mil pesetas, y noté cómo aquel hombre aspiraba en silencio una buena bocanada de aire. Su gesto de alivio me recordó al de mi padre el día en que nos íbamos de Tarrasa y él guardó en la guantera del coche los ahorros de mis tíos.
– Tienes madera de buen negociante -me sonrió, adulador. Todo había cambiado entre ese hombre y yo. Aplicando mi teoría del favor, ahora era él quien me necesitaba a mí, y no al revés-. Sabes distinguir dónde hay futuro y dónde no.
Bueno, eso podía ser cierto o podía no serlo, pero lo que no tenía futuro eran él y su negocio. Desde luego no lo tuvo para mí. Debió de ser muy poco después de aquella entrevista cuando me encontré metido en mitad de una manifestación. En aquella época las manifestaciones contra Franco eran frecuentes. Al menos en las ciudades grandes: yo no había visto ninguna hasta que llegamos a Zaragoza por primera vez, e incluso ésas las había visto de lejos, como algo que no acababa de comprender y que nada tenía que ver conmigo. Solían ser breves y violentas, un centenar de estudiantes que gritaban consignas y arrojaban panfletos y rompían escaparates hasta que los policías se lanzaban en su persecución y les golpeaban con sus porras en las piernas y los riñones. Aquella tarde regresaba a casa después de recorrer las calles más céntricas de la ciudad y, al pasar junto a la facultad de medicina, vi una docena de coches celulares y tanquetas de la policía nacional aparcados alrededor de la plaza. Yo apreté el paso y crucé en dirección al paseo de la Independencia. Era el camino natural para ir a mi casa, y al llegar al paseo vi que un grupo de jóvenes ocupaba el centro de la calzada y comenzaba a lanzar objetos a los policías. Había también estudiantes en ambas aceras. Uno de ellos me preguntó:
– ¿Sabes si han cerrado esta calle?
Aquella tarde no llevaba mis mocasines italianos de color granate sino unas zapatillas de deporte, más cómodas. Me imaginé que cualquiera podría tomarme por un manifestante más, pese a mi cartera de vendedor ambulante. Seguí avanzando por el paseo y una chica rubia de pelo larguísimo me dijo:
– Por ahí ni se te ocurra. Está plagado de grises.
Obedecí de forma instintiva. Me desvié hacia otro lado y, cuando me quise dar cuenta, me encontré junto a unos manifestantes que prendían fuego a unas papeleras y las arrojaban al centro de la calzada. Luego, sin tiempo para pensarlo, yo mismo arranqué otra papelera y la arrastré por el paseo hasta un lugar donde seis o siete jóvenes trataban de volcar un Seat 600.
– ¡Rápido! -me dijeron-. ¡Levanta tú por este lado! ¡Uno, dos, tres!
Ayudé, por supuesto, a volcar ese coche y otros dos más. Se había apoderado de mí un raro frenesí, la incontenible necesidad de destruir todo lo que hubiera a mi alcance. Notaba además la proximidad del peligro y la insólita tensión de mis músculos, y eso provocaba en mi interior una mezcla de sensaciones que me resultaba desconocida e inequívocamente placentera.
– ¡Ya vienen! -gritó alguien.
Miré a todos aquellos policías que ahora corrían hacia nosotros. Con sus cascos grises y sus viseras caladas, con sus escudos y sus porras, tenían muy poco de seres humanos y mucho de simples máquinas, de robots programados para el combate. Encontré una botella rota y la lancé contra ellos. Si hubiera podido verles la cara, tal vez no lo habría hecho.
– ¡Cuidado! ¡Tiene una pistola! -oí.
Era verdad. Mezclados entre los policías había tres o cuatro hombres de paisano. Uno de ellos, con una gabardina abotonada hasta el cuello, alzaba una pistola en su mano derecha. Eché a correr. Eché a correr entre las papeleras incendiadas y los botes de humo, entre los gritos de dolor y el ruido de las sirenas, y no me detuve hasta que a mi alrededor ya no había ni policías ni manifestantes. Me dejé caer dentro de un portal. Estaba nervioso y cansado, me temblaban las piernas. Pero estaba contento. Me encontraba bien, muy bien.
Luego descubrí que en medio de la confusión había perdido la cartera con los relojes. Bueno, qué importaba. Conté el dinero de las últimas ventas, que no me alcanzaba ni para recuperar las quince mil pesetas, y decidí no acudir a hablar con el ladrón de Delgado. ¿Para qué? ¿Para tener que darle explicaciones? Pensé incluso que todo aquello podía ser una señal del destino, algo así como un mandato que me conminaba a dejar ese trabajo y buscar uno mejor. Delgado, además, nunca podría exigirme nada porque ni siquiera conocía mi verdadero domicilio.
Yo entonces me sentía muy fuerte. Estaba seguro de que superaría todos los obstáculos que se me presentaran y de que siempre saldría adelante. Había cambiado. No era el mismo que un año antes y lo sabía. También mi padre había cambiado, sólo que su cambio había sido opuesto al mío. Era como si mi padre hubiera ido dejando por el camino grandes trozos de sí mismo y como si yo los hubiera recogido e incorporado a mi vida y forma de ser. Nos parecíamos, claro que nos parecíamos. Mi padre, en su adolescencia, no debía de haber sido tan distinto de mí, y yo veía en él uno de mis futuros posibles. Mi admiración por Patricia Hearst hacía meses que se había disuelto sin dejar huella, y a mí ya ni siquiera me importaba si la habían detenido o no. Habíamos podido ser algo parecido a uno de esos comandos simbióticos, pero eso no entraba en nuestro destino. También habíamos podido ser como don Quijote y Sancho, pero lo mismo. Ahora éramos sólo dos seres solitarios, un padre y un hijo que se ganaban la vida como podían y se juntaban por la noche para ver concursos en un televisor prestado.
¿Y mi madre? Estuve muchas veces a punto de preguntarle por ella pero al final nunca llegué a hacerlo. En eso nuestra relación no había cambiado. ¿Y mi madre? Habría sido tan fácil hacer esa pregunta y dejar que mi padre me hablara de ella, de lo mucho que la había querido y de las viejas heridas y los viejos sacrificios que había aceptado sólo por ella. ¿Llegaríamos alguna vez a hablar de ella? Sí, seguro que sí: la vida es muy larga. Pero ¿cuándo? ¿Acaso cuando él fuera viejo y estuviera en una cama de hospital, con un tubo en la nariz, reponiéndose de un infarto?
Después de lo de los relojes encontré un trabajo de aprendiz en una peluquería canina. Ridículo, ¿verdad? Mi misión consistía en limpiar el suelo de los pelos dejados por los caniches blancos y negros y en abrir y cerrar la puerta a las cursis propietarias de los caniches blancos y negros. Quizá más adelante hable de algunas de las cosas que entonces me ocurrieron, pero lo más seguro es que no llegue a hacerlo nunca, porque a los pocos días de empezar en la peluquería sucedió algo que cambió definitivamente nuestras vidas.
– ¿Quién es? ¿Quién puede ser? -susurró mi padre, alterado-. Asómate tú. O no. Espera. No hagas nada, a ver si se van.
Era un día cualquiera por la mañana. Temprano, muy temprano. Habían golpeado varias veces la persiana metálica. O, mejor dicho, la habían aporreado, y ahora volvían a hacerlo. Esa era, al menos, la impresión que uno tenía si estaba ahí dentro.
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