Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Carreteras secundarias: краткое содержание, описание и аннотация

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Hasta la semana que viene no creo que vuelva a tener nada para ti -solía excusarse ante mi padre-. En la televisión dicen que las cosas van bien pero no es verdad. Cada vez hay menos trabajo.

Félix siempre estaba excusándose por no poder ayudarnos todo lo que él habría querido. En realidad seguía teniendo a mi padre por un caballero culto y distinguido, y yo no sé qué le dolía más, si el hecho de no estar en condiciones de proporcionarle empleo o el de que los trabajillos que de vez en cuando podía ofrecerle no estuvieran, según él, a la altura de mi padre.

Recuerdo la imagen de mi padre en la Mobylette. Recuerdo el intenso frío de aquellas madrugadas de invierno y a mi padre preparándose una bolsa con el mono azul y un par de bocadillos y metiéndose páginas de periódicos dentro de la americana para abrigarse. Viéndolo así, en esa pequeña motocicleta y con los periódicos asomándole por la americana cruzada, comprendía con facilidad hasta dónde había caído su autoestima. Lo que quiero decir es: con esa moto y esos periódicos, y también con esa nariz moqueante y esa nube de aliento pegada a la boca, ¿podía mi padre aunque sólo fuera fingir la seguridad que siempre había mostrado al volante del Tiburón?

Félix me había prometido que, si las cosas mejoraban, intentaría darme trabajo también a mí, pero yo pensé que a mi padre no le gustaría. No le gustaría verme trajinar a su lado con fregonas, cubos de agua y botellas de lejía, y sin duda tampoco le gustaría que yo le viera de igual modo. Eché una ojeada a las ofertas de empleo del periódico y recorté un anuncio que decía:

Departamento de VENTAS prestigiosa marca de relojes NECESITA:

jóvenes ambos sexos, activos, emprendedores, con don de gentes y conocimiento de idiomas.

OFRECE:

retribución mínima 50.000 ptas. mensuales.

Llamé por teléfono para concertar una entrevista. Pregunté por un señor apellidado Delgado.

– ¿Edad? -me preguntó.

– Dieciséis -mentí.

– ¿Experiencia en ventas?

– He trabajado en negocios de importación. Hace poco intervine en una campaña de introducción de productos americanos en nuestro país…-dije, y esto no se podía decir que fuera una mentira.

– ¿Qué productos?

– Botes de caramelo líquido, latas de pipas peladas…

– ¿Pipas peladas? Jamás había oído hablar de algo así.

Acudí a su despacho, que era en realidad una vivienda normal en cuya puerta no había ningún letrero. Me abrió el propio señor Delgado y me hizo esperar en un saloncito que daba a las vías del tren. Sentados en sendos sillones estaban dos chicos algo mayores que yo, y sobre la mesita de cristal había un cenicero con propaganda de Cinzano que emitía un leve tintineo cada vez que pasaba un tren.

– ¿De qué se trata? -pregunté, y uno de los chicos se encogió de hombros y dijo:

– Ni idea.

Los observé en silencio. Yo era como ellos, como cualquiera de esos dos chicos que soñaban con esa retribución mínima de cincuenta mil pesetas y miraban a los demás con desconfianza. Veía en sus ojos el brillo feroz de la necesidad, de la lucha por la vida, acaso el recuerdo de los años vividos en miserables cuartos de casas miserables, atestadas de gente, sin intimidad. Yo me decía a mí mismo que era como esos dos chicos pero, al mismo tiempo, veía en ellos una carga de realidad que era incapaz de percibir' en mí. Como si, de hecho, su miseria fuera mayor o más cierta que la mía.

– El siguiente -dijo el señor Delgado.

Cuando me llegó el turno había tres chicos nuevos en el saloncito. El señor Delgado me hizo pasar a su despacho y, antes de ofrecerme asiento, me miró lentamente de la cabeza a los pies. Yo estaba seguro de pasar ese primer examen. Me había puesto mi mejor ropa, la que me habían comprado mis tíos en Vitoria: un jersey Pulligan de cuello en pico, un pantalón gris con la raya de la plancha bien marcada y unos mocasines italianos de color granate.

– ¿Para qué necesita este trabajo un chico como tú? ¿No tienes bastante con lo que te dan tus papás?

– Mis papás no me dan ni un duro. Yo me gano mi dinero -dije, y me pareció que mi respuesta le satisfizo.

Aquel hombre me hizo un par de preguntas intrascendentes, y yo supuse que sólo quería oírme hablar. Luego me explicó en qué consistía el trabajo: en vender relojes de puerta en puerta.

– Son Timex -dijo-. Una buena marca, ¿eh? Me imagino que la conoces. Relojes americanos.

Yo asentí con la cabeza, y pensé que a lo mejor aquel hombre había conseguido esos relojes a bajo precio gracias a algún contacto en el economato de la base americana. Un negocio, por tanto, no muy distinto del que mi padre había querido montar con los productos no perecederos. Pero tampoco me habría extrañado que esos relojes fueran robados. Por cosas que yo había oído decir a la gente de la base, sabía que eso era habitual. Los españoles que trabajaban allí robaban todo lo que tenían a mano. Se quedaban con la mitad de las mercancías que descargaban de los aviones americanos y luego comerciaban con ellas, y las autoridades militares lo sabían pero no podían hacer otra cosa que tolerarlo. Sí, seguro que esos relojes eran robados.

– Observa los distintos modelos…-dijo el señor Delgado.

Se entretuvo mostrándome un amplio muestrario y yo di por supuesto que el trabajo era mío.

– ¿Y lo del conocimiento de idiomas? -pregunté.

– En el mundo de los negocios hay que saber distinguir entre lo principal y lo accesorio -dijo él-. Eso, por ejemplo, forma parte de lo accesorio. La cuestión es tener clase. Y tú la tienes.

No quise preguntarle por la retribución mínima de cincuenta mil pesetas. Supuse que también eso formaba parte de lo accesorio.

– A todos los chicos que han pasado antes que tú los he rechazado -añadió-. A ti estoy dispuesto a ponerte a prueba un par de semanas.

Luego colocó sobre la mesa una cartera con una veintena de relojes Timex y me pidió diez mil pesetas en concepto de fianza. Aquellos relojes no valían mucho más, y yo pensé: «Ninguno de los chicos que han pasado antes que yo tenían las diez mil pesetas que tú les has pedido.»

– Está bien -dije.

Diez mil pesetas era más o menos lo que aún conservaba de la venta del televisor y las otras cosas. Yo sabía que aquel hombre se estaba aprovechando de mí pero, por muy precario y dudoso que fuera aquel trabajo, lo necesitaba. Por eso acepté.

– Está bien -volví a decir.

En unos folios que pretendían parecer un contrato escribí mi nombre, mi falsa fecha de nacimiento y una dirección también falsa. ¿Por qué di la dirección de una de las viviendas anteriores, la del barrio de Torrero, junto al cementerio y la cárcel, también junto al canal, en lugar de dar mi auténtica dirección, la de aquel triste almacén al otro lado del río? ¿Fue por vergüenza? ¿Por no dar una información que contradijera lo que decían mis zapatos italianos y mi jersey de cuello en pico? No sé, pero lo cierto es que aquel detalle me pareció intrascendente. Lo del almacén era provisional; en cuanto nos mudáramos a otro sitio le daría las nuevas señas.

Luego firmé, dejé sobre la mesa nueve billetes de mil y dos de quinientas (llevaba siempre encima todo mi dinero) y me eché a la calle con una de esas carteras repletas de relojes. Yo era ahora un vendedor ambulante, un vendedor de relojes Timex, quién sabía si robados o no, y eso era mejor que no ser nada. Me pasaba los días yendo de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, llamando a los timbres de las casas. Muchas veces ni siquiera me abrían la puerta. Otras veces me estudiaban en silencio a través de la mirilla y acababan abriendo, y entonces yo exhibía todos aquellos relojes baratos que llevaba en la cartera y soltaba siempre la misma cantinela:

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