– Esa camisa es nueva -dijo mi padre.
Siempre que le visitaba hacía comentarios como ése. No quise decirle que también mis primos tenían una camisa así y que a mi tía Cristina le gustaba que fuéramos los tres vestidos del mismo modo.
– ¿Y los zapatos? Enséñame los zapatos.
¿Por qué insistía, si ya sabía que también los zapatos eran nuevos y que me los había comprado el tío Jorge? Desde que había entrado en la cárcel, mi padre no hacía otra cosa que compadecerse de sí mismo. Recordar que era mi tío y no él quien me compraba la ropa era una manera como otra cualquiera de seguir compadeciéndose.
– Enséñamelos -insistió-. Levanta la pierna.
Solté un bufido y obedecí.
– Son elegantes -dijo-. Yo creía que no te gustaba llevar zapatos. Que sólo te gustaban las zapatillas de deporte.
– ¿Has visto el ABC? -pregunté.
El ABC era el periódico que leían mi abuela y mis tíos. Los últimos días habían publicado un anuncio de una compañía de revista que estaba actuando en Madrid. En una de las fotos pequeñas aparecía Estrella, que ahora se llamaba Estrella Alvarado y se dedicaba a la canción española. Saqué el recorte que llevaba en el bolsillo y lo acerqué al cristal blindado.
– Estrella -dijo mi padre.
En ese momento, mientras sostenía aquel trozo de papel pegado al cristal, me acordé de cuando mi padre me guardaba los recortes sobre el doctor Barnard y yo los incorporaba a mi álbum. Ahora todo había cambiado. Ahora era como si yo fuera el adulto y mi padre el niño.
– Estrella -volvió a decir-. ¿Alvarado? ¿Por qué se habrá cambiado el apellido? A mí Pinseque me parece muy bonito. Sonoro, con clase. ¡Pero Alvarado…! Para un rejoneador no estaría mal, pero para una cantante de zarzuela…
– Ahora canta canción española. Lo pone abajo: «La nueva voz de la canción española.»
Mi padre sacudió la cabeza con disgusto. Yo pregunté:
– ¿Cuándo saldrás? ¿Sabes algo nuevo?
– Aquí nadie sabe nada.
– El tío Jorge está intentando que me admitan en el colegio de los primos. Dice que no puede ser que me pasé todo el curso en blanco…
Entonces mi padre se olvidó de Estrella y del recorte y me miró con tristeza. Yo sabía qué era lo que estaba pensando en ese momento: que me estaba perdiendo, que la vida nos estaba alejando y que quién podría asegurar que volveríamos a estar juntos. No pude sostenerle la mirada.
– ¿Necesitas algo?
Cuando le hacía esa pregunta era que ya no quedaba nada de lo que hablar.
– El tío Jorge ha dicho que a lo mejor necesitas jabón o pasta de dientes. Cosas así. ¿Necesitas algo o no? ¿Quieren que venga alguien más a visitarte? El tío ha dicho…
Mi padre negó con la cabeza. Sólo yo. Sólo quería que fuera yo.
Mi tío sí que se había ofrecido a visitarle en la cárcel, pero lo había hecho como por compromiso.
– Si le apetece hablar conmigo, dile que estoy dispuesto -me había dicho.
Mi abuela ni siquiera eso. Mi abuela no había vuelto a mencionarle desde aquella tarde en el Mercedes, cuando me dijo que también mi padre, a mi edad, solía acompañarla al rosario. Mi abuela, su madre. ¿Os parece normal? Yo no había conocido a mi madre y no sabía muy bien cómo se comportaban las madres con sus hijos en los momentos difíciles. Pero estaba seguro de que una buena madre nunca abandonaría del todo a un hijo suyo. Nunca, en ninguna circunstancia, aunque su hijo fuera el peor de los criminales. Y mi padre, al fin y al cabo, tampoco era un criminal. Sólo un delincuente. Un delincuente de poca monta.
De todas formas, os podéis imaginar que tampoco mi padre habría accedido a recibirla. ¿Mi padre recibiendo a mi abuela en aquel sórdido locutorio de la cárcel? Imposible. Su orgullo o su dignidad o como queráis llamarlo jamás le habría permitido hacer una cosa así.
Yo entonces pensaba mucho en mi madre. Ya sé que es absurdo, porque mi madre no tenía nada que ver con aquella casa y aquella ciudad, y sólo en una ocasión había estado allí. Pero pensaba en ella y con frecuencia me preguntaba cómo habría sido mi relación con ella si no hubiera muerto. ¿Habría podido ser como la de mi padre con la suya? No, seguro que no. En mi imaginación yo me representaba a mi madre con los rasgos de Audrey Hepburn, y también con su voz y su elegancia y sus suaves maneras, y yo no sé si Audrey Hepburn tiene o no tiene hijos y si se lleva bien con ellos o no, pero estoy seguro de que una mujer que se parece a Audrey Hepburn no puede ser una mala madre.
Yo pensaba mucho en mi madre y habría dado cualquier cosa por encontrar a alguien que me hablara de ella. Sí, pero ¿quién? Con quien más horas pasaba era con Ernesto y Benita. En mis planes del día yo hablaba de regar con Ernesto el jardín de la abuela o de aprender algo de mecánica o de acompañar a Benita a hacer recados, pero luego no hacía nada de eso. Me limitaba a sentarme en la vieja habitación de mi padre o en cualquier otro sitio y dejar simplemente que el tiempo pasara. Algunas veces aprovechaba los descansos de Ernesto y de Benita para darles conversación. Era entonces cuando me hablaban de mi padre y me decían que me parecía a él, que tenía sus mismos ojos.
– Los mismos ojos, señorito Felipe, el mismo pelo -decían-. Hasta la misma expresión.
A mí eso no dejaba de extrañarme. Sí, los hijos suelen parecerse a los padres, eso es lo habitual, pero por algún motivo yo siempre había creído que me parecía más a mi madre que a mi padre. Que, de hecho, no me parecía a mi padre en absoluto. No sé. Era como si yo hubiera elegido ser hijo de mi madre, de esa madre muerta de la que apenas sabía nada, y no de mi padre. Como si lo esencial para mi fuera esa vida que no había podido vivir junto a mi madre y considerara, en cambio, como algo accidental la vida con mi padre, la que de verdad había vivido.
Benita me contaba algunas de las travesuras infantiles de mi padre y me decía que me parecía a él incluso en la manera de andar y de moverme, y yo le escuchaba en silencio y luego preguntaba o quería preguntar:
– ¿Y mi madre?
Ella, claro, ni siquiera la recordaba.
Ya he dicho que algunas tardes acompañaba a mi abuela a los inaguantables rosarios del padre Apellániz. Íbamos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla. Una de esa» tardes, cuando ya habíamos recogido los papeles de las recaudaciones, mi abuela se volvió de repente hacia mí y dijo:
– Tu hermano me ha dicho que ayer no fuiste a clase…
Dijo esto y luego me observó con extrañeza. O tal ven con decepción. No era yo el que tenía que estar ahí en ese momento. Era mi padre, treinta años antes.
¿Queréis que os diga lo que pienso? Que mi abuela durante muchos años había estado esperando a que mi padre le pidiera perdón. Era todo una cuestión de orgullo, y seguramente el asunto habría quedado olvidado en cuanto uno de esos dos orgullos hubiera cedido ante el otro. Entonces ¿en qué consistía el verdadero error de mi padre? ¿En ser orgulloso? ¡Pero si el orgullo lo había recibido precisamente de ella, de su madre! Bueno, ya sabéis lo que pienso yo del orgullo. Que es una completa estupidez que no sirve de nada, maldito sea el que lo inventó.
¿Qué más queréis que os cuente sobre mi estancia en Vitoria? En mi memoria esa ciudad ha quedado asociada a la religión y a los curas. Al padre Apellániz y su coro de chicos sonrientes, a los rosarios de mi abuela, a la bendición de la mesa antes de las comidas… Recuerdo que todos mis parientes de Vitoria se santiguaban al salir de casa y que yo algunas veces estuve tentado de hacer lo mismo para no sentirme diferente. Yo no era feliz allí. Si alguna vez os dais cuenta de que hacéis algo sólo por no sentiros diferentes de los que os rodean, eso quiere decir que no sois felices.
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