Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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En eso mi padre tenía razón. Paquita, en el asiento de atrás, seguía llorando como lloraría una pescadilla, ¡uuu, uuu…!

– ¡Di algo! -le gritaba mi padre-. ¡Contesta por lo menos!

Paquita sorbió mocos y lágrimas y dijo que lo había hecho por amor.

– ¿Por amor?

– ¡Claro! ¡Uuu! ¡Tenía que evitar que me dejaras por esa mujer, por la cantante!

– ¡Estás loca! -dijo mi padre.

– ¡Sí! ¡Estoy loca, pero estoy contigo! ¿Dónde estarías tú ahora, si no hubiera sido por esta locura? ¡Y has de saber una cosa! ¡Ya no puedes prescindir de mí! ¡Te tengo en mis manos! ¡Podría denunciarte! ¡Podría ir ahora mismo a la policía y denunciarte por esto y por lo del teléfono!

Así transcritas, sus palabras tal vez os parezcan amenazantes. Os aseguro que, si hubierais escuchado el tono con que las pronunció, habríais comprendido que en ellas había mucho de súplica y nada, absolutamente nada, de amenaza. La propia Paquita debió de darse cuenta y volvió a su ya habitual «uuu». Hubo entonces un momento de silencio y mi padre dijo, tristemente y como para sí:

– Estrella jamás habría vuelto a mi lado. ¿Para qué iba a renunciar a su nuevo protector, el de los pepinillos, ahora que las cosas le van tan bien? Estrella es una mujer de gustos caros. Yo nunca podría darle lo que ella necesita… Una vida segura, una casa con piscina y jardín.

Echó entonces un vistazo al asiento de atrás. Las revistas de Estrella, llenas de casas con piscina y jardín, seguían ahí. También yo las miré, y luego miré a mi padre. Mi padre estaba hablando de sí mismo como de un pobre diablo, Eso es lo que era, un pobre diablo, pero yo nunca antes le había visto así.

– Yo sólo tengo un defecto -prosiguió-. Para Estrella sólo tengo un defecto, pero el mayor de los defectos. Soy pobre.

Ahora estaba claro. Mi padre era un pobre diablo que sólo podía juntarse con mujeres como Paquita. Ladronzuelas del tres al cuarto. También Paquita lo entendió así y volvió a llorar, ¡uuu, uuu!, y luego pidió a mi padre que parara el coche. Con el disgusto se le habían revuelto las tripas. La seguimos con la mirada mientras buscaba un lugar discreto detrás de unas zarzas. A la luz de la luna Paquita era sólo un bulto menudo y oscuro que se perdía en las sombras. Yo miré a mi padre pero él no me miró a mí. Estábamos los dos en silencio, y ante los faros encendidos del coche revoloteaban unos cuantos insectos nocturnos. Luego mi padre se volvió, agarró las revistas de Estrella y las tiró con rabia por mi ventana. Con aquel gesto pretendía decir adiós a muchas cosas.

Fue justo en ese momento cuando a nuestra espalda aparecieron los faros del jeep. Debía de llevar puestas las largas, y el interior del Tiburón se iluminó y se llenó de sombras que decrecían lentamente y se balanceaban. Por algún motivo supe, sin verlo, que aquél era un jeep de la guardia civil y que nos adelantaría muy despacio y frenaría delante de nosotros, cerrándonos el paso. Un registro. Por entonces Franco estaba ya curado pero seguían siendo frecuentes los registros y controles de policía. Mi padre tragó saliva.

– ¿Son suyas estas revistas?

El guardia civil las sostenía entre las manos, y parecían de verdad eso que en las películas llaman el cuerpo del delito.

– ¿Qué? ¡Ah, sí! No sé cómo habrán llegado a… Se le habrán caído a mi mujer. Ha sufrido una indisposición -dijo mi padre, señalando con un movimiento de cabeza el lugar donde debía de encontrarse Paquita.

Aquello era ridículo. Hay gente que se lleva lectura al cuarto de baño, pero a nadie se le ocurriría hacer una cosa así cuando tiene que ponerse a cagar detrás de una zarza y a la luz de la luna. El guardia retuvo aquellas revistas un par de segundos y luego se las entregó a mi padre, que le dio las gracias y volvió a dejarlas en el asiento trasero. Aunque aquel hombre no se lo había preguntado, mi padre empezó a dar explicaciones y a decir que estábamos de viaje, que íbamos a Zaragoza a visitar a una prima suya que acababa de dar a luz. El otro guardia, mientras tanto, se había asomado al interior del Tiburón por una de las ventanillas de atrás y la luz de su linterna lo recorría todo como palpándolo. ¿Qué pretendía encontrar? ¿La caja registradora? La verdad, no lo sé, pero lo que sí sabía era que mi padre se sentía atrapado e impotente. Y culpable, mi padre sobre todo se sentía culpable. ¿Qué explicaciones tendría que dar, por ejemplo, si nos hicieran salir para abrir el maletero y vieran nuestros pantalones empapados hasta las rodillas? De momento, sin embargo, lo único que habían pedido era la documentación.

– ¿Y ese pájaro? -preguntó el segundo guardia-. Está muerto.

Nos volvimos a mirar. El foco de la linterna caía sobre el cuerpecito del canario. Con aquella luz la jaula parecía un circo de juguete.

– ¡Vaya! -exclamó mi padre-. ¡Pobre Bernabé! ¡Qué disgusto se va a llevar mi mujer!

Entonces la luz de la linterna fue del canario al rostro de mi padre y de éste al mío y luego otra vez al de mi padre.

– Pero, hombre, ¿cómo se le ocurre poner la jaula ahí y viajar con todas las ventanillas abiertas? Para el animalito ha debido de ser como un huracán. ¡Se nota que no están acostumbrados a la carretera!

– ¿Y su esposa? -intervino de nuevo el primer guardia-. ¿Seguro que se encuentra bien?

Mi padre les dijo que no se preocuparan, que en su mujer no era extraño ese tipo de urgencias, y sacó el brazo por la ventanilla como pidiendo que le devolvieran la documentación. Los guardias, sin embargo, no se movieron. Parecían dispuestos a esperarla, dispuestos a permanecer allí todo el tiempo que hiciera falta. Mi padre sonrió con nerviosismo. Estaba claro que también Paquita los había visto y que no pensaba salir mientras no se hubieran ido.

– ¿No le parece que tarda demasiado? -preguntó uno de ellos.

Ay, qué situación tan absurda, todos esperando en silencio a que Paquita acabara de cagar y Paquita probable mente esperando a que aquellos dos hombres se cansaran de esperar.

– Quizá tendría que ir usted a echar un vistazo -dijo el otro.

Mi padre asintió con la cabeza y luego me miró a mí y se miró el pantalón. Ese pantalón mojado iba a levantar sospechas. El asunto podía llegar a resultar engorroso. Entonces mi padre se dispuso a abrir la puerta y yo asomé la cabeza por mi ventanilla y, como sosteniendo entre las manos un megáfono imaginario, grité:

– ¡Mamá! ¿Tienes para mucho rato? ¡Estos señores están esperando!

No me preguntéis por qué lo hice. Lo hice y basta. Mi padre me miró con sorpresa. Los guardias vacilaron un poco, y yo volví a gritar:

– ¿Tienes con qué limpiarte? ¿Quieres que te lleve pañuelitos de papel?

Uno de los guardias carraspeó sonoramente, como queriendo dar a entender algo a su compañero, y yo diría que se habrían marchado en ese mismo momento aunque Paquita no hubiera aparecido, digna y silenciosa, avanzando desde las zarzas a la luz de las linternas. Se despidieron de mi padre antes incluso de que ella hubiera llegado a meterse en el coche.

– Buen viaje -dijeron-. Aquí tiene su documentación. Y con lo del canario, sea más precavido la próxima vez.

Avanzábamos. La luna casi llena aparecía y desaparecía por la ventanilla de mi padre. Paquita viajaba en el asiento de atrás. Lloraba nuevamente y en sus rodillas sostenía la jaula con el canario muerto. Yo iba delante, al lado de mi padre, y era consciente de haber recuperado mi sitio dentro del coche. El jeep de los guardias civiles nos adelantó al cabo de un rato y mi padre les mandó un saludo temeroso a través de la ventanilla.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -dije yo.

– ¿Qué vamos a hacer? -dijo mi padre-. ¿Que qué vamos a hacer? ¿Me preguntas qué vamos a hacer? Pues seguir. Seguir. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

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