Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– ¿Cómo se dice dinero?

– Money.

– ¿Y barato?

– Cheap.

Algunos de esos coches que habíamos visto aparcados en doble fila aparecieron al día siguiente delante de nuestra casa, entre el camino y el campo de alfalfa, al lado del Tiburón de mi padre. El primero creo que fue un Pontiac azul, con el techo negro y matrícula de Oregón. Luego llegaron un Ford Mustang blanco y rojo y un Dodge Dart verde metalizado con matrícula de Maryland y la antena más larga que he visto en mi vida. Después fueron tantos los coches americanos que paraban delante de nuestra casa que yo casi ni me fijaba en ellos. Me iba a la parte de atrás y me ponía a jugar a la máquina. Mi padre salía siempre a recibirles y a despedirles. Y luego decía para sí:

– Buenos chicos…

Yo tenía quince años y seguía siendo virgen. Tenía quince años y nunca había salido con una chica. Quince años y muchos sueños eróticos, pero no sabía lo que era estar con una chica, vestidos o no, abrazados o no, besándonos, diciéndonos cosas al oído. Lo que recuerdo de aquella época es que eran muy frecuentes mis poluciones nocturnas. Ya sabéis, despertarte con el pantalón del pijama manchado y una sustancia pringosa y fría que te hace cosquillas en el vientre. Yo me imaginaba que el amor debía de ser algo bonito y divertido, como un juego de niños al que sólo podían jugar los adultos. Me lo imaginaba así porque lo único que conocía del amor era lo que algunas noches había escuchado a través del tabique, las risitas sofocadas de Paquita, Estrella o las demás, sus nerviosos correteos entre el dormitorio y el cuarto de baño, sus vocecillas infantiles cuando todo había terminado. Sí, el amor debía de ser bonito y divertido, y sin embargo me daba miedo, y yo me preguntaba cómo tendría que ser mi novia para que esas risitas y esos correteos y esas vocecillas me gustaran y no me dieran miedo. En mis fantasías sexuales no aparecían chicas que yo conociera, reales, sino chicas que podía haber visto en alguna revista o algún anuncio y a las que nunca podría encontrar: chicas negras o muy morenas, semidesnudas, que bailaban delante de mí, inconscientes casi siempre de mi propia presencia, también chicas vestidas con tutús blancos como aquella en la que me gustaba pensar cuando me tumbaba en la playa. Bueno, una vez había soñado con Estrella. Había soñado que Estrella agarraba mi cabeza con una mano y la hundía entre sus grandes tetas, mientras con la otra mano me cogía por las piernas y me sostenía como a un bebé. El sueño había sido agradable, placentero, pero luego, al despertarme, me había parecido asqueroso, y yo mismo me sentía asqueroso por haber tenido una polución nocturna pensando en Estrella.

Pero lo que yo pretendía no era hablaros de Estrella si no de Miranda, mi querida Miranda, que reinaría en mis sueños durante mucho tiempo. Os he dicho cómo eran más o menos las chicas con las que soñaba, y ahora me pregunto si de verdad eran así o si es que Miranda me trastornó de tal manera que cambió hasta mis recuerdos e hizo que todas esas bellezas anteriores a ella se le parecieran. O sea, que a lo mejor yo había soñado con chicas rubias o pelirrojas subidas a un tractor, y luego Miranda apareció en mi vida y yo acabé creyendo que en realidad siempre había soñado con ella, con Miranda, o con chicas como ella que bailaban sólo para mí.

Porque, veréis, Miranda apareció en mi vida vestida con maillot blanco y tutú mientras yo jugaba a la máquina en la parte de atrás de mi casa.

Aquello fue como un sueño, pero cuando digo que aquello fue como un sueño quiero decir exactamente eso, que tuve que restregarme los ojos y preguntarme a mí mismo si estaba dormido o despierto. ¿No habríais hecho vosotros lo mismo si estuvierais jugando al flipper y de repente una chica negrita vestida de bailarina se hubiera puesto a vuestro lado y os hubiera pedido por gestos que le dejarais un mando para jugar? Pues eso.

Miranda era negra, negra clara, y tenía los ojos muy grandes y los dientes muy blancos, y si venía por casa vestida de ese modo era porque los martes y los jueves tenía clase de ballet en la academia de al lado y su padre aprovechaba esos días para detenerse y poner un par de conferencias desde nuestro teléfono. Recuerdo su coche, un Chevrolet rojo oscuro con matrícula de Texas. Recuerdo incluso el ruido del motor del viejo Chevrolet, un ruido que yo a las pocas semanas fui capaz de distinguir del de todos los coches que venían por nuestra casa, del de los Chrysler, los Ford, los Datsun que cada día aparcaban junto al Tiburón de mi padre para que sus ocupantes llamaran a Estados Unidos. Yo oía ese ruido y no os vais a creer lo que me ocurría. Oía ese ruido y la polla se me levantaba. Ya sé, os puede parecer que soy un bruto y que no tengo sentimientos, pero no es así. Yo estaba enamorado. Me enamoré de Miranda en el primer momento, cuando apareció a mi lado como ya os he contado, con el tutú blanco y esos gestos con los que me pedía compartir la máquina. Lo que ocurre es que estamos acostumbrados a los amores de las películas, y en las películas dicen que cuando te enamoras se detiene tu respiración y te da un vuelco el corazón y yo qué sé cuántas cosas más, pero lo que de verdad pasa cuando te enamoras es que la polla se te pone dura y que la notas abriéndose paso por la bragueta del calzoncillo y chocando contra las costuras del pantalón y que temes que en cualquier momento podrías correrte y ponerlo todo hecho un asco. Pero si digo que estaba enamorado es porque me ocurría todo eso y también a mí me parecía que la mejor manera de describirlo sería decir lo que decían en las películas, que la respiración se me detenía, que me daba un vuelco el corazón, etcétera. En eso debe de consistir el amor: en notar tu polla pero creer que notas el corazón.

El primer día no sé si me noté la polla. Eso fue después, el martes posterior o el jueves posterior, los martes y jueves posteriores, mientras el padre de Miranda hacía sus llamadas y ella jugaba conmigo un par de partidas. Bueno, eso fue los lunes, martes, miércoles posteriores, todos los días de la semana, porque no hacía falta que ella estuviera jugando a mi lado para que yo sintiera de algún modo su proximidad, el roce del tutú en mis muslos. Miranda iba siempre a sus clases vestida de bailarina, a veces con una blusa por encima, a veces no, y a mí me gustaba rodearla con los brazos cuando sacudía la máquina para desviar la bola y aprovechaba entonces para mirarle las tetas desde arriba, unas tetas tan pequeñas que casi no eran tetas pero que a mí me parecían bonitas, qué queréis que os diga. Y sí, en aquella época sí que me hacía pajas, y me pasaba horas encerrado en el cuarto de baño mientras mi padre me preguntaba qué estaba haciendo y por qué tardaba tanto, y sus sospechas coincidían por fin con la realidad. Pero yo me la pelaba por amor, no por guarrería, y jamás se me pasó por la cabeza ponerme moscas sin alas ni hacer ninguna de esas porquerías de las que hablaba Marañón.

Sí, estaba enamorado, ¿y qué?

Ya os he dicho dos cosas que sabía de Miranda: que su padre tenía un Chevrolet rojo con matrícula de Texas y que los martes y los jueves iba a la academia de al lado a su clase de ballet. ¿Qué más sabía yo de ella? Sabía que tenía dieciséis años porque una vez me lo indicó con los dedos, que eran de una ciudad llamada Austin y que en su casa tenían dos perros, si es que decir dog y enseñar dos dedos y darse palmadas en el pecho significaba eso. En total fueron diez las cosas que supe de Miranda y, si en vez de contaros mi historia con mi padre me hubiera limitado a contaros mi historia con Miranda, la habría titulado así, Diez cosas que séde Miranda. Suena bien, ¿verdad? Las otras cinco cosas os las iré diciendo poco a poco.

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