Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Compréndeme. No es que yo…

– ¿Cuándo se ha visto que un agente artístico haya hecho callar a una de sus estrellas? ¡Estaríamos buenos! ¡Precisamente lo que tengo que hacer es cantar! ¡Ensayar!

Yo me desentendí. Cogí una de las revistas y la hojeé, ¿Cuál de esas casas de lujo era la que más gustaba a Estrella? ¿Cuál le habría prometido mi padre?

– Vamos a ver si me explico…-seguía él.

– ¿Es que no sabes cuáles son los tres secretos de las grandes divas?

– Sí, claro que lo sé. Ensayar, ensayar y ensayar. Pero…

– ¡No hay peros que valgan! ¡A ensayar! ¿Qué tal la Romanza de la Tempranica?

Mi padre me mandó una mirada de odio por el retrovisor y Estrella no dejó de cantar hasta que llegamos a casa. Ya veis. Volvíamos al tiempo en que vivíamos con Estrella, y parecía que eso era ya inevitable. El sábado, sin embargo, ocurrió algo inesperado. El sábado era el día del último recital, y Estrella insistió en que asistiéramos los dos, mi padre y yo.

– De acuerdo -dije-. Pero no pienso ponerme el pantalón de cheviot.

– Está bien -transigió Estrella-. Ponte lo que quieras.

En pleno agosto, el pantalón de cheviot: mi padre ha- liria sido capaz. Me libré del pantalón pero no del ramo de rosas y, más de una hora antes del inicio del recital, mi padre y yo nos disponíamos a esperar junto a la barra de la cafetería.

– ¿Una cocacola? -me preguntó mi padre.

El chico de la peca en la frente me observó con desdén. No era para menos. También yo le habría mirado así si me lo hubiera encontrado en las mismas circunstancias, a la entrada de un recital de zarzuela y con un ramo de rosas en la mano y un padre que parecía un galán de película italiana.

– Parece que hemos llegado un poco pronto -comentó mi padre.

Pronto no, prontísimo. Como siempre. Éramos los primeros, y a mí eso me hacía sentir doblemente ridículo. En ese momento, en el salón de actos había sesión de cine- club. Busqué el cartel en el tablón: una película checoslovaca, creo que en blanco y negro, con un director y unos actores impronunciables. Acabó la película y el bar se llenó de hombres y mujeres jóvenes, vestidos con la clase de ropa que solía llevar Paquita: en aquel instante deseé aún con más fuerza no estar allí y no tener ese ramo y ese padre. Paquita, por cierto. ¿Qué habría sido de ella? Hacía un par de illas que no la veíamos.

– Espero que esta gente no haya dejado muy sucio el teatro… -me susurró mi padre con un guiño. Ése era su sentido del humor.

– Estrella ya debe de estar en el camerino. ¿Por qué no vamos y le damos las flores?

– Nada de eso. Se las entregarás al final, como Dios manda. Las cosas se hacen bien o no se hacen.

– Pues no se hacen. ¿Dónde las tiro?

– Venga, no digas ridiculeces. Y abróchate esos botones. No puedes ir de cualquier manera.

Mi padre lo solucionaba todo con frases así, no seas ab- surdo, no digas ridiculeces, y lo malo era que en esos casos yo nunca acertaba a replicar como convenía. Seguí, pues, con aquel ramo en la mano. Me veía a mí mismo como interpretando el papel de enamorado en una función colegial, o peor aún, como esperando entre bambalinas a que la función comenzara y yo pudiera interpretar mi papel, y eso sí que me parecía absurdo y me parecía una ridiculez.

Poco a poco la cafetería se fue llenando de gente vestida como mi padre, no ya como Paquita. Pero, bueno, ¿cómo podía ser que hubiera tanto aficionado a la zarzuela? Yo pensaba: «Todos éstos me van a ver entregarle el ramo en el escenario. Cuantos menos lleguen, mejor.» Sí, ya sé que puede parecer excesiva mi obsesión por las flores esas, pero acordaos de la otra vez, del mal trago que pasé mientras Estrella retenía mi mano y me cantaba aquella canción y se emocionaba tanto o fingía que se emocionaba tanto.

De repente, mi padre dijo:

– ¡Vamos! ¡Sígueme!

Nos abrimos paso entre la gente y llegamos a una puerta en la que ponía «Privado». Estaba cerrada por dentro, y mi padre golpeó con los nudillos hasta que alguien, un hombre con aspecto de cura, nos abrió.

– ¿El camerino de Estrella Pinseque, por favor?

– Ahora no se puede pasar.

Mi padre parecía alterado. Insistió en pasar. Trató de convencer a aquella especie de cura, pero el hombre se mantuvo inflexible. Luego sacó una de sus tarjetas y la metió entre las rosas.

– Está bien. ¿Quiere usted entregarle esto?

Ahora sí que yo no entendía nada. Unos minutos antes había dicho lo que había dicho, y ahora hacía exactamente lo contrario. Y yo, sí, me había librado por fin de aquella»

flores, pero, si tenía que haber experimentado algo parecido al alivio, lo que de verdad sentía era simple desconcierto. Mi padre se volvió hacia mí y dijo:

– Tenías razón. Mejor así.

¿Cuál era el motivo de un cambio tan repentino? Pronto lo sabréis. Volvimos a la cafetería y nos pusimos en la cola. Mi padre me hizo correr para ocupar dos butacas de la segunda fila Ya sentados, me volví a mirar a la gente que entraba.

– Paquita -dije.

– ¿Ah, sí? -dijo mi padre sin volverse-. Bueno, siéntate bien. Más tarde la veremos.

– ¿La llamo? En esta esquina hay un asiento libre.

– ¡Te he dicho que te sientes bien! ¡Eso no son maneras!

Supongo que lo habéis comprendido. Mi padre debía de haberla visto en la cafetería y me imagino que se había sentido descubierto. ¿Por qué, si no, se había apresurado a librarse de las flores, unas flores que no hacían sino terminar de delatarle? Me volví discretamente. Localicé a Paquita al otro lado del pasillo y supuse que no nos había visto. O tal vez sí y sólo estaba disimulando. Después de todo, ¿qué otro motivo que el de encontrar a mi padre podía haberla llevado a ese sitio? No, Paquita no era de la clase de personas que uno iría a buscar a un recital de zarzuela.

– ¿Quieres dejar de moverte? -susurró mi padre, enfadado.

Se apagaron las luces de la platea y Estrella, acompañada por el maestro Sebastián Armengol, salió a cantar sus canciones. Mi padre estaba tenso, ¿cómo no iba a estarlo? Delante de sus narices tenía a la mujer a la que amaba y a su espalda a una mujer que le amaba, y yo sabía que una de las cosas que en ese momento temía era una escena de Paquita, una escenita pública de despecho o de celos o de amores traicionados. Me imaginé que eso no entraba en sus planes. Me imaginé que mi padre se había propuesto reconquistar a Estrella y que entonces no habría tenido problema para deshacerse de Paquita como se había deshecho de otras novias anteriores. Con buenas palabras o con malas, con Id grimas si hubiera sido necesario, pero siempre en privado y sin testigos. ¿Podría acaso ser de otra manera tratándose de un hombre como mi padre, incapaz de preguntar una dirección a un desconocido sólo para que éste no se formara un» opinión equivocada de él? Bueno, mi padre no lo estaba pasando demasiado bien en esos momentos. Yo, en cambio, disfrutaba secretamente con aquella situación y sólo esperaba el momento en que todo se resolviera de una forma u otra. Estábamos sentados sobre una bomba, o a lo mejor no lo estábamos pero ése es el tipo de frases que suelen utilizar los novelistas: estábamos sentados sobre una bomba a punto de explotar, ¿cuándo y cómo acabaría explotando?

El cuándo os lo diré enseguida: en el entreacto. El cómo tendrá que esperar un poco más, pero os aseguro que no dejará de sorprenderos. Llegó el entreacto y volvieron a encenderse las luces de la platea. Buena parte del público se levantó para salir a la cafetería. Miré a mi padre. Estaba como hundido en su butaca. Podría parecer simplemente repantigado, pero yo sabía que con esa postura trataba de esconderse, de hacerse invisible.

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