Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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El nuevo piso era casi idéntico al anterior: las casal de aquel pueblo se parecían mucho unas a otras. Esta vez, por lo menos, habían adecentado las habitaciones y no daba la impresión de que el último inquilino se hubiera muerto ahí mismo unas horas antes. Mi dormitorio tenía un ventanuco que daba al cuarto de estar, y yo ni siquiera me molesté en poner los posters en la pared ¿Para qué? A finales de septiembre concluiría la vendimia. Entonces los temporeros se irían del pueblo, y eso quería decir que nuestro locutorio clandestino se quedaría sin clientela y que también nosotros tendríamos que irnos.

– Mucho mejor este piso, ¿verdad? -dijo mi padre cuando ya habíamos terminado de subir nuestras cosas.

– Sí -dije yo-. Mucho mejor.

Fue por esas fechas cuando Estrella volvió a aparecer en nuestras vidas.

– ¡Estrella! -exclamó mi padre.

No era Estrella en persona. Era su foto en un cartel. Era su foto con la diadema, y el cartel nos lo encontramos nada más salir de casa, pegado al muro de una obra.

– ¡Estrella…! -volvió a exclamar mi padre.

Estuvimos varios minutos observándola. Era un domingo por la mañana, y Franco o había salido ya de la clínica o se había anunciado que estaba a punto de hacerlo. Lo suyo, por tanto, no había sido tan grave, y mi padre y yo habíamos salido a pasear, a ver si todavía había controles de policía a la entrada del pueblo. También eso, los controles, era un acontecimiento en aquel pueblo, como los televisores en color de Electrodomésticos Andorra. Pero no vimos a ningún policía. De momento lo único que vimos fue aquel cartel. Decía «Estrella Pinseque – La nueva diosa de la zarzuela», y debajo se la veía a ella con su famosa diadema y con sus grandes tetas y con los párpados pintados de azul como las putas. Bueno, lo del azul de los párpados sólo lo supongo, porque la foto era en blanco y negro.

– ¡Estrella…! -exclamó mi padre por tercera vez.

Yo empezaba a impacientarme y tenía motivos para ello. Primer motivo: mi padre había entrado en una especie de trance del que sólo podría sacarle apartándole de la vista de aquel cartel. Segundo motivo: desde donde yo me encontraba se veía que el pueblo entero estaba empapelado con carteles como ése, lo que amenazaba con sumir a mi padre en una catalepsia definitiva. ¿Os podéis creer que había carteles en los escaparates de los comercios, en las vallas, en las farolas, en las cabinas de teléfonos? No exagero si digo que pasaban de los cincuenta. En aquel pueblo, el culo del mundo, un rincón olvidado de todos por el que hasta los trenes pasaban sin detenerse. ¿No os parece increíble? Todos aquellos carteles habían aparecido de la noche a la mañana, y a mí me daba la impresión de que estaban ahí como esperándonos, esperando a que mi padre y yo saliéramos de casa y nos quedáramos plantados ante uno de ellos como dos judíos ante el muro de las lamentaciones. No sé. A mí aquellos carteles me recordaban los de las películas de vaqueros, con el Wanted y el retrato del tipo y la recompensa, sólo que aquí era al revés: aquí eran esos carteles los que parecían buscarnos a nosotros, a mi padre y a mí.

– Estrella -susurró él.

– ¡Ya está bien! -protesté-. ¿Piensas pasarte todo el día así?

Mi padre todavía no se había dado cuenta de que había carteles como ése por todas partes. Hice que me siguiera y fui señalando uno por uno todos los que encontramos a nuestro paso, tanto en nuestra acera como en la de enfrente.

– Está bien claro -dije-. Su nuevo agente le ha conseguido unos cuantos recitales en Lérida.

– Así cualquiera. Lo más duro del trabajo ya estaba hecho -se lamentó mi padre, moviendo la cabeza a uno y otro lado.

– Esta vez no se quejará de la promoción…

Recogimos a Paquita a la salida de la iglesia. Paquita era hippy pero iba a misa todos los domingos. Digo que la recogimos y que seguimos con nuestro paseo. Cada pocos metros volvíamos a encontrarnos con Estrella, que nos mi- raba desde algún poste con su aire de gorda feliz y su díadema, pero ahora mi padre ya no repetía su nombre y se limitaba a mirarla como por descuido mientras Paquita comentaba algo que había dicho el cura en el sermón.

– Hoy ha hablado de Jesucristo y los mercaderes. Aquí habría que hacer lo mismo, ir tienda por tienda gritándoles, tirándoles las cosas al suelo y amenazándoles con las penas del infierno. Si Cristo lo hizo, es que está bien, ¿no? Los comerciantes de este pueblo son como esos mercaderes, o incluso peores. Y la peor de todos mi tía, que vende yogures caducados y cobra las bolsas de asas a las clientas. ¿Qué haría Jesucristo si de repente apareciera y lo viera? Seguro que montaría un buen alboroto y que también a éstos los echaría del templo. Pero, claro, sobre eso el cura no dice ni mu, porque se arriesgaría a quedarse solo y nadie daría dinero para las obras de la sacristía.

Paquita era una católica especial, ya lo veis, una católica con opiniones propias y todo eso.

– Jesucristo condenó a los mercaderes por hipócritas y aquí el primer hipócrita es precisamente el cura. ¿Sabéis qué es lo que ha dicho hoy? Que Cristo es un modelo para lodos los hombres y que también él, a su manera, fue un comerciante…

– ¿Eso ha dicho? -preguntaba de vez en cuando mi padre, fingiendo interés, y luego se desentendía de la respuesta y emitía un hondo suspiro.

Bueno, ya sabéis lo que pienso del amor: que el amor te vuelve estúpido. Y, desde luego, mi padre parecía un tremendo idiota, con aquellos suspiros y aquellos silencios y aquellas miradas de perro apaleado. Mi padre se estaba comportando como el clásico marido infiel de las películas, como el adúltero que acude a una fiesta en la que inevitablemente han de coincidir su amante y su mujer. Pero allí ni siquiera estaba Estrella: por eso digo que el amor te vuelve estúpido. Y me dije también: «Fíjate si es falso esto del amor que, si no hubiera sido por estos carteles, seguro que habría acabado olvidándola. ¿Cómo puede ser que un sentimiento dependa de una cosa como ésa, de una simple foto?»

Llegamos hasta la salida del pueblo, y allí algún gracioso se había entretenido pintarrajeando unos cuantos carteles. En uno de ellos, Estrella aparecía con gafas redondas y unos colmillos como de Drácula, y también con un chicle de fresa pegado en un ojo. En otro habían dibujado un pene erecto a la altura de sus labios. Mi padre lo miró con disgusto y yo me reí para mis adentros. Mientras tanto, Paquita, ajena a lo nuestro, seguía con sus disquisiciones teológicas:

– Son todos unos hipócritas. El cura y todos los demás. Y a lo mejor os estáis preguntando por qué sigo yendo a misa… ¿Queréis saberlo?

– Sí, ¿por qué? -dijo mi padre, distraído.

El pueblo acababa ahí, pero los carteles seguían en dirección a Lérida. Vimos unos cuantos en una valla lejana, y a mí me pareció que estaban ahí como indicando el camino, como diciendo a mi padre por dónde tenía que ir para llegar hasta Estrella. Nos quedamos los tres mirando la carretera. Mi padre se acarició la barbilla y yo pensé que tal vez estaba dudando si seguir adelante o no. Y a mí a lo mejor hasta me habría parecido lo más normal del mundo. Habría sido como el final de las películas de Charlot: la carretera recta hacia el horizonte, mi padre avanzando por ella, Paquita y yo viéndole marchar mientras la pantalla se teñía de negro, y ya está, se acabó, THE END.

Aquel verano volvieron a ponerse de moda las calco- manías.

– ¡Felipe! -me llamó mi padre desde el pasillo.

Yo estaba en el cuarto de baño, en calzoncillos. Me estaba poniendo nuevas calcomanías en los escasos huecos libres que me quedaban en el pecho y los brazos. Mi padre golpeó la puerta con los nudillos y volvió a gritar mi nombre. Con alguien como él uno no podía pasarse más de cinco minutos en el cuarto de baño sin que empezara a aporrear la puerta y a preguntar: «¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? ¿Por qué tardas tanto?» Claro, mi padre creía que siempre que me metía ahí era para pelármela. Para hacerme pajas, qué absurdo. Yo a mi padre debía de parecerle un grandísimo pajero, un monstruo de la masturbación. Según él, yo no me encerraba en el retrete para cagar o mear como todo el mundo, o para darme una ducha o reventarme un grano, o simplemente para mirarme en el espejo, para mirar mi pecho cubierto de calcomanías. No. Según mi padre, yo entraba al cuarto de baño sólo para masturbarme, y lo que no entiendo es cómo podía creer que yo era capaz de hacerme siete u ocho pajas diarias.

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