Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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Me encaminé hacia el salón de actos. En el vestíbulo había un pequeño bar con un futbolín y una mesa de ping- pong. Aquello parecía un club juvenil, de esos que montan los curas para que los chicos estén vigilados sin sentirse vigilados. A través de las cortinas del fondo me llegó la voz lejana de Estrella cantando una de sus canciones, no re- cuerdo cuál. El chico de la barra se acercó a preguntarme sí quería tomar algo. Yo conté mi dinero y pedí una cocacola, Estábamos solos él y yo. El chico fue hasta la nevera, que no era una nevera de bar sino una normal, como las de las casas, y volvió con mi cocacola. Yo me bebí media botella y eructé. El chico me miró desde detrás de la vieja y pesada caja registradora pero no dijo nada.

– ¿Cuánto vale la entrada? -pregunté.

– Veinte duros -dijo él.

Yo asentí con la cabeza y le volví la espalda. Desde luego, no llevaba tanto dinero encima. Eché un nuevo vis- tazo a mi alrededor. En una de las paredes había un rótulo que decía «Congregación Mariana», qué nombre tan ridículo, y también un reloj de propaganda de una marca de café y un mural con frases de la Biblia en catalán. En otra pared había un tablón de anuncios con la programación del cinc club y una cartulina con los resultados de un campeonato de ajedrez. También había un par de carteles de Estrella Pinseque, la nueva diosa de la zarzuela. Del salón de actos llegaron unos tímidos aplausos y yo pensé que mi presencia ahí carecía de sentido.

– No me dirás que te gusta esa mierda -dijo entonces el chico.

Se refería a la música. Yo me encogí de hombros y volví a eructar. Aquel chico tenía un lunar en mitad de la frente. Parecía indio. O paquistaní, no sé muy bien.

– Vale cien pesetas pero, si quieres, puedes entrar -añadió-. Aquí se cuelan casi todos.

Me encogí de hombros otra vez. Miré el reloj de la pared, que tenía forma de grano de café y doce granos de café en el lugar de las horas. El último autobús salía cuarenta minutos después.

– ¿Hay mucha gente? -pregunté.

– Casi lleno.

– Tendrían que pagarme para que entrara ahí.

En esta ocasión fue el chico de la peca el que se encogió de hombros. En el salón de actos Estrella concluyó otra de sus canciones y volvieron a oírse aplausos. Me marché.

Sí, me marché de ahí para no perder el último autobús pero lo cierto es que, cuando llegué a la parada, el último autobús ya había salido. Eché a andar hacia la carretera. Me quedaba una buena caminata hasta el pueblo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La noche era clara y calurosa, y Paquita me había dicho que a esas alturas del mes de agosto solían verse muchas estrellas fugaces, así que anduve la mayor parte del tiempo mirando el cielo, en el que las estrellas titilaban como neones que nunca acabaran de encenderse. De vez en cuando pasaba algún coche y yo alargaba el brazo para ver si me recogía, pero lo hacía sin convicción, seguro de que ningún automovilista se detendría.

Pensé en escaparme, la verdad. Pensé en llegar a casa y recoger mis cosas y seguir caminando por la cuneta de una carretera como estaba haciendo en esos momentos. ¿Qué podría ocurrirme? Dormir, podría dormir en cualquier sitio y, en cuanto a la comida, alguien me daría un poco de carne y de pan a cambio de limpiarle la piscina o de arrancar las malas hierbas del jardín. También podría robar, ¿por qué no? Pero todavía era menor de edad, y lo que me fastidiaba era que, tarde o temprano, acabarían devolviéndome a mi casa y que entonces no sería capaz de aguantar a mi padre riñéndome o abrazándome o tal vez llorando. Aunque también podría ser que me encontraran en algún sitio, en mitad de un charco de sangre, con las tripas abiertas o la cabeza aplastada o el cuello cortado, y que mi padre tuviera que ir a identificar el cadáver. Esas cosas ocurren, basta con leer los periódicos para enterarse, y yo a veces me imaginaba que algo así podría ocurrirme a mí: entonces mi padre seguro que lloraría, ya lo creo que sí, y esas lágrimas suyas, justo esas lágrimas culpables que yo nunca podría ver, serían las únicas que me gustaría verle derramar, las única» que podrían reconfortarme.

Cuando llegué a la gasolinera estaba realmente cansado, Cansado de andar y de imaginar mi huida y de buscar estrellas fugaces en el cielo. Pensé que ahí, con todas aquellas luces, sería más fácil que algún conductor me recogiera. El empleado me miró y movió la cabeza. Bueno, en cuanto algún coche se parara a poner gasolina, yo me acercaría y preguntaría muy educadamente si no les importaría acercarme al siguiente pueblo. El empleado me dijo:

– Si lo que quieres es sacarte unas propinas, ahí tienes el cubo de agua y los trapos. Pero has ido a escoger la peor hora.

Pensé nuevamente en la fuga, en lo que podría hacer para no morirme de hambre, aunque ahora, no sé si por efecto del cansancio, la fuga se me aparecía como una hipó tesis remota, algo que podría llegar a suceder pero no entonces, no esa noche. Pararon un par de coches a poner gasolina, pero los conductores me observaron con desconfianza, como si vieran en mí a un posible delincuente, y opté finalmente por no decirles nada. Paró también un Tiburón, el Tiburón, y mi padre me miró como si no acabara de creer lo que sus ojos veían.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

– Autoestop -dije-. ¿Sabes lo que es?

El empleado le llenó el depósito, y mi padre se cruzó de brazos y me observó con los ojos entrecerrados, como un actor de cine mudo que pretendiera transmitir una sensación de ira. Luego me ordenó por señas que me metiera en el coche, y tal vez su cólera habría podido tomarse en serio si para entonces Estrella no se hubiera asomado a la ventanilla y empezado a cantar el «ay, Felipe de mi alma». El de la gasolinera nos contemplaba sin entender nada.

– Me has seguido, ¿verdad? ¿Has estado espiándome? Pues has de saber que no me gusta que me espíen -me dijo mi padre, otra vez al volante-. ¿Tú te crees que yo me chupo el dedo? Venga, dime dónde has estado.

– Por ahí…

– ¿Por ahí? ¿Qué demonios significa eso?

En la parte de atrás había varias de esas revistas de muebles y decoración que tanto gustaban a Estrella, y yo tuve que retirar un par de ellas para poder sentarme.

– Por ahí -dije-. En cualquier parte.

Estrella, mientras tanto, se contorsionaba en su asiento tratando de estamparme uno de sus besos de señora gorda y de revolverme el pelo con la mano: vosotros sabéis que ésa es una de las cosas que más detesto.

– ¿Eh? ¿Qué significa por ahí? ¿Hay algún sitio llamado «Por ahí»?

Mi padre conducía y al mismo tiempo repetía alguna de esas preguntas. Estrella, por su parte, cantaba trozos de sus canciones y de vez en cuando se interrumpía para intervenir:

– Déjalo, hombre, deja al pobre chico… ¿Cómo puedes reñirle por haber ido a escucharme? Lo que pasa es que es muy tímido. Eso es todo lo que pasa…

– ¿Tímido? ¿Tímido éste? ¡Venga, dímelo! ¿Verdad que me has estado espiando?

Qué manía. ¿Quería que reconociera que le había seguido hasta el lugar del recital? Pues no. A mí no me daba la gana reconocerlo. Si tan seguro estaba de que le había es piado, ¿por qué insistía en preguntar? En aquel momento me daba la impresión de estar rodeado de locos, con mi padre haciéndome siempre las mismas preguntas y Estrella cantando sin parar.

– ¡Y tú! ¿Quieres callarte un momento?

– ¡Cómo! ¿Que me calle? ¿Por qué tendría que callarme?

Bueno, eso estaba mejor. Con un poco de suerte, discutirían entre ellos y se olvidarían de mí.

– Sólo un momento. No te pido más que eso…

– ¿Callarme yo? ¿Y tú eres el que quiere volver a ser mi agente?

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