Alguna vez me había hecho ir al cuarto de estar y, con esa actitud suya de cuando pretendía hablar conmigo de hombre a hombre, me había soltado alguno de sus discursitos sobre las cosas que ocurrían a los chicos de mi edad y sobre los cambios del organismo y sobre la atracción por las chicas y todo eso. Cuando se ponía a hablarme de esas cosas, había siempre un momento en el que no acababa de encontrar las palabras precisas, y entonces decía algo así como:
– Y si te gusta una chica, ¿verdad que te emocionas penando en ella? Cómo decirlo…, ¿verdad que te excitas?
Pero qué cerdo. Y, sobre todo, qué retorcido. Ésa era la clase de preguntas que mi padre me hacía cuando yo salía del retrete, y lo que yo tendría que haberle preguntado era:
– ¿Qué es lo que tratas de averiguar? ¿Si me hago mu- chas pajas?
Poneos en mi lugar: yo acababa de salir del retrete, acababa de cagar en el retrete, y me encontraba con que a mi padre le daba por hablarme de los cambios del organismo y gilipolleces así. Si quería saber si me había encerrado para hacerme una paja, ¿por qué no me lo preguntaba directa- mente? Sin embargo, lo que al final acababa haciendo mi padre era adoptar la postura del obispo (ya sabéis cómo es, pidiendo calma con las manos) y decirme:
– En fin, lo que quiero decir es que esas cosas son propias de tu edad. Y que no debes preocuparte…
¿Cómo que no debía preocuparme? Si de verdad me hiciera tantas pajas como él creía, claro que debería preocuparme. ¿Siete u ocho pajas diarias? ¿Eso son cosas propias de mi edad? Si me hiciera cada día todas esas pajas, os aseguro que no lo habría considerado nada normal. Que lo habría consultado con todos los médicos del mundo y a lo mejor hasta habría acabado donando mi cuerpo a la ciencia.
Pero, bueno, aquella tarde mi padre no me llamaba desde el otro lado de la puerta para saber si me la estaba pelando sino sólo para anunciar que se iba. Abrí la puerta y no me importó mostrarme con medio cuerpo cubierto de calcomanías.
– Me voy -dijo-. Tal vez me retrase un poco.
No hizo ningún comentario sobre las calcomanías. 0 sobre los tatuajes, como él decía. Me las había visto tantas veces que ya ni siquiera protestaba. Lo único que añadió fue que no creía que apareciera nadie preguntando por él, y| con eso quería decir que, si llegaba alguno de los tempore- ros, me encargara yo de acompañarle al teléfono y de cobrarle.
Me asomé a la calle y le vi marchar en el Tiburón. En dirección a Lérida, por supuesto. Al primero de los recita les de Estrella. ¿Dónde, si no, podía ir un martes como aquél con una corbata como aquélla, la mejor de sus corbatas de Sucesores de Bonet? Estrella iba a cantar esa semana, de martes a sábado, y yo supuse que mi padre asistiría a todos los recitales.
– ¡Mierda! -grité.
A mí todo aquello me irritaba. Semidesnudo como es- taba, me puse a dar patadas y saltos y golpes de kung fu, y sólo al cabo de un rato me tranquilicé. En aquel momento odiaba a Estrella. Y odiaba a mi padre por haberse enamorado de Estrella. Me daba la impresión de que, si nos habíamos alejado de las playas e instalado en un pueblo como aquél, había sido por su culpa, y de que en cierto modo nuestra vida dependía de la suya, como si la estuviéramos siguiendo en secreto, como si de alguna extraña manera hubiéramos quedado unidos a ella para siempre. Ah, eso era lo que me irritaba.
Habíamos disfrutado de un breve paréntesis de paz, incluso de alegría, y ahora yo me temía que bien pronto volveríamos a lo de siempre, a Estrella y a sus horribles canciones y a la mala leche. Y lo sentía. Lo sentía por mí pero también por Paquita, que no podía ni sospechar lo que estaba ocurriendo o a punto de ocurrir. Sí, ya sé que mis deducciones os parecerán precipitadas y mis temores carentes de fundamento, pero yo creo que a veces vale la pena dejarse llevar por la propia intuición. Yo, por ejemplo, desde el principio supuse que mi padre se había propuesto no faltar a ninguno de los recitales. Era sólo un presentimiento, pero eso fue exactamente lo que acabó ocurriendo. ¿No os parece sintomático?
Más ejemplos. Una de esas tardes Paquita apareció por casa para proponernos una de sus sesiones de espiritismo, y mi padre se frotó las sienes con ambas manos y dijo que es- taba cansado, que le dolía la cabeza, que en ese momento no estaba para nada ni para nadie. Una simple excusa, como comprenderéis. Luego Paquita se marchó y mi padre dejó pasar unos minutos antes de marcharse también él. ¿Qué os decía? ¿Tenía o no tenía razones para estar alarmado? Otro día, creo que fue el jueves, salí a pasear y me encontré con ella, con Paquita, ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra.
– Televisión en color, qué maravilla…
Eso dijo, pero yo sabía que no era de la televisión en color de lo que quería hablar.
– Tu padre no está en casa -añadió al cabo de un rato.
– ¿Ah, no? -dije yo-. Estará en el bar…
Paquita sacudió la cabeza:
– Y tampoco he visto el coche. ¿Dónde puede haber ido?
– Ni idea -dije yo.
Esa misma noche Estrella y mi padre durmieron juntos. Llegaron bastante tarde, a eso de las dos, y me pareció que estaban un poco borrachos. Desde mi cama oí cómo trataban de cerrar la puerta sin hacer ruido y cómo mi padre le decía que no encendiera la luz y cómo le chistaba después por haber tropezado con el cable de una lámpara. No querían despertarme pero yo todavía no había logrado pegar ojo. Luego les oí entrar y salir del cuarto de baño y tirar varias veces de la cadena y buscar algo de música en la radio- despertador y reírse como en sordina, tapándose acaso la boca con la mano. No querían despertarme pero yo ahora sabía que ya no podría dormir en todo lo que quedaba de noche.
Para entonces Estrella había ya abandonado a don Nicolás, el del lobanillo. Su nuevo protector era el dueño de una empresa de encurtidos en vinagre de Castellón. Tenía mucho más dinero que don Nicolás y no le importaba gastárselo en imprimir carteles con la foto de Estrella y su diadema o en contratar páginas enteras de publicidad en los periódicos. Estrella era un putón, pero sabía muy bien dónde quería llegar.
Bueno, al día siguiente casi no vi a mi padre, y por la tarde decidí bajar a la calle y coger el autobús de Lérida.
No tenía una idea muy clara de lo que quería hacer ni de por qué quería hacerlo. No sé. A lo mejor pensaba que todavía podía remediarse lo que ya parecía irremediable. Lo cierto era que había un autobús que llevaba a Lérida y que mi padre y Estrella estaban en Lérida y que también yo podía estar ahí. Eso, al menos, era lo que me iba diciendo a mí mismo a medida que me acercaba a la ciudad. El autobús me dejó en la calle del Carmen, una de las más importantes, y para llegar luego al sitio de los recitales tuve que preguntar a tres o cuatro personas. Y es curioso. Es curioso que también a mí, como a mi padre, me molestara eso de tener que preguntar por calles y direcciones. No sé. Habría preferido no tener que hacerlo, caminar por esa ciudad como si hubiera vivido allí toda la vida y conociera todos sus rincones. En fin, supongo que eso mismo le ocurría a mi padre cada vez que llegábamos a un lugar diferente y que por eso nos perdíamos tanto y dábamos tantas vueltas, y yo me preguntaba cómo podía ser. ¿Cómo podía ser que yo tuviera ya uno de esos defectos que tanto me molestaban en él, en mi padre?
El lugar era un salón de actos que dependía de una parroquia. O a lo mejor, no lo sé, eso era un colegio, un colegio religioso, y la iglesia aquella no era ninguna parroquia sino que formaba parte del colegio. Ya he dicho que no lo sé. El Tiburón estaba aparcado en esa misma calle y yo temí que mi padre pudiera aparecer por algún lado. Me metí en la iglesia y, bueno, no voy a decir que aquello me gustara, porque a mí las iglesias siempre me han asustado un poco, pero al menos ahí dentro se estaba fresquito. No pensaba acercarme al salón de actos hasta que el recital de Estrella hubiera empezado. Me puse a andar de un lado para otro, y mis pasos resonaron lentos y solemnes, como sólo pueden hacerlo en una iglesia. El sonido de mis propios pasos: ése es uno de los motivos por los que las iglesias me asustan un poco. Me detuve, me senté en uno de los bancos. La verdad es que creía que estaba solo, y pasaron varios minutos hasta que me di cuenta de que había una mujer esperando ante un confesionario y otra mujer confesándose y supuse que un cura confesando dentro del confesionario. «Confesarse», pensé, «qué gilipollez.»
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