Otras veces no. Otras veces me acercaba hasta el escaparate de Andorra, que era como se llamaba la tienda de electrodomésticos del pueblo. Por aquella época las emisiones en color estaban todavía en fase de prueba y no pasaban de la hora o dos horas diarias. Entonces casi nadie poseía uno de aquellos televisores, y lo normal era que la gente se apiñara ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra siempre que ponían uno de esos programas en color. Era todo un acontecimiento, en un pueblo como ése. A veces llegábamos a ser quince o veinte los que nos congregábamos ante aquel escaparate para ver documentales sobre la naturaleza, y permanecíamos todos en silencio, respetuosos, como si los colores existieran sólo en aquella naturaleza, la de la televisión, como si la nuestra fuera una naturaleza en blanco y negro, y ese silencio y ese respeto resultaban más perceptibles porque a esas horas la tienda estaba cerrada y no nos llegaba el sonido del documental, Lo único que oíamos era el ruido de las motos y los camiones que pasaban a nuestras espaldas.
Gracias al locutorio clandestino las cosas empezaban a no irnos del todo mal. A mi padre no parecía faltarle el dinero, y lo cierto es que por entonces estaba siempre de buen humor. Se había vuelto incluso generoso. Ahora, por ejemplo, teníamos siempre un par de botellas de gaseosa en la nevera. A estas alturas ya conocéis a mi padre, y os podéis imaginar que era de esas personas que ahorran en las cosas de casa y luego se hacen los espléndidos cuando hay extraños delante. Por ejemplo, en los restaurantes, cuando se acercaba el camarero a tomar nota y mi padre decía: «Nada de menú, a la carta.» Pero ya digo que en las cosas (en casa no gastaba ni una peseta de más y, si yo abría la nevera y me encontraba un par de botellas de gaseosa, eso quería decir que a mi padre no le faltaba el dinero y que estaba de buen humor y que hasta se había vuelto generoso. A veces se me acercaba con una moneda de cinco duros. «Para ti», decía, y entonces agitaba la cabeza y sonreía, y yo le veía la horrible caries y pensaba: «Pues si tienes dinero, ¿por qué no aprovechas para ir al dentista de una puta vez?» No sé. Lo del teléfono me parecía bien. Lo que no me parecía bien era la sonrisa de mi padre. O a lo mejor tampoco era eso. Ya he dicho que no lo sé.
También sonreía mucho cuando Paquita organizaba una sesión de espiritismo. Paquita decía que lo que de verdad le gustaría era viajar y conocer mundo, y por eso, cuando hacia espiritismo, prefería ponerse en contacto con muertos viajeros, muertos que hubieran recorrido muchos países. A Paquita le gustaba hablar con Marco Polo y con Cristóbal Colón y con Napoleón, siempre con gente así. Mi padre la miraba a veces con esa sonrisita suya que no había manera de borrarle del rostro y le decía:
– ¿Y cómo te hablaba Napoleón? ¿En francés? ¿Y qué te decía? ¿Bonjour, mademoiselle y cosas así?
– Los muertos hablan siempre de forma que los vivos les entiendan -replicaba Paquita, tajante.
Mi padre no se lo tomaba en serio. Paquita esperaba a que se fueran de casa los últimos temporeros y entonces encendía unas velas y apagaba las luces y bajaba las persianas, y mi padre en ningún momento dejaba de resoplar y de lanzarle miradas de suficiencia. Luego Paquita extendía sobre la mesa un cartón satinado en cuyos márgenes estaban todas las letras del abecedario y todos los números del cero al nueve y un SÍ muy grande y un NO del mismo tamaño, y mi padre volvía a resoplar y a dar a entender que aquello no tenía nada que ver con él, que lo consideraba un juego de niños, como la oca o el parchís. Nos sentábamos los tres.
Paquita nos preguntaba si estábamos listos, colocaba el vaso en el centro de la mesa y nos pedía que nos concentráramos en él mientras ella trataba de invocar a los muertos con frases que a mí me daban un poco de miedo. Mi padre hacía siempre la misma gracia, simular que estaba en trance y empujar el vaso hacia unas letras de- terminadas y proclamar que los Reyes Católicos o Julio César o alguien así quería hablar con nosotros. Eso a Paquita la sacaba de quicio, y lo normal era que le apartara la mano con brusquedad y amenazara con echarle de la habitación.
Bueno, ya digo que mi padre no se lo tomaba en serio. Es verdad que el vaso solía ponernos en comunicación con unos muertos bastante improbables (todos se llamaban Rama o Samir o algo así, todos habían sido camelleros egipcios o esclavos indios o algo así), pero a mí no dejaba de molestarme que mi padre se lo tomara de ese modo, como un entretenimiento más bien estúpido c infantil. Él decía que nosotros éramos unos infelices y unos ilusos y no desaprovechaba ninguna ocasión de burlarse de nosotros. Y en realidad, ¿qué motivos tenía para burlarse? ¿Por qué no podía haber algo de cierto en todo aquello? ¿Quién te aseguraba que a los muertos no les apeteciera hablar con los vivos igual que a los vivos podía apetecernos hablar con los muertos? Yo, por ejemplo, habría querido hablar con mi madre, y a veces me concentraba como si ella fuera a decirme algo en cualquier momento. Habría querido hablar con mi madre, pero no sé si ahí mismo, con Paquita y mi padre delante, ella comportándose como una especie de bruja y él como un perfecto imbécil. Yo, para entonces, ya no me preguntaba cómo podía ser que mi padre se hubiera enamorado de una hippy como Paquita sino cómo una hippy como Paquita podía haberse enamorado de alguien como mi padre. ¿Qué habría visto en él? Y si me daba por pensar en mi madre me preguntaba cómo sería mi padre cuando se conocieron, cómo sería para que ella se hubiera fijado en él y hubiera accedido a casarse.
Ahora os hablaré de mi cumpleaños. El veinticuatro de julio, el mismo día en que nació Alejandro Dumas, un escritor francés. Mi padre nunca había comprado una tarta para celebrarlo. Siempre decía que lo iba a hacer pero al final nunca lo hacía. Decía:
– Felicidades. Recuérdame que vayamos a la pastelería y compremos una tarta. La más grande que haya.
Decía eso por la mañana, y luego llegaba la hora de comer y entonces decía:
– Vaya, nos hemos olvidado de la tarta. Bueno, iremos después y nos la tomaremos para merendar.
Pero llegaba la hora de la merienda y seguíamos sin tarta.
– ¿Sabes qué te digo? -decía mi padre-. Que no sé si es buena idea lo de la tarta. La tendrán hecha desde primeras horas de la mañana y ya no estará igual de buena. ¡Ya sé! ¿Por qué no bajamos a la tienda y nos tomamos un bombón helado? Apetece, ¿verdad? Con este calor…
Todos los años acabábamos igual, tomándonos un polo en cualquier sitio. Pero en esa ocasión fue diferente. Descubrí la tarta en la nevera cuando fui a coger algo para desayunar. Tenía una capa de nata y otra de chocolate, y sobre el chocolate estaba escrito: «Felicidades Felipe.»
– Felicidades, Felipe -dijeron Paquita y mi padre a mi espalda.
Sacamos la tarta y mi padre se empeñó en poner las quince velas:
– Quince años, quince velas.
Fue una escena de lo más tonta, los tres en aquella cocina diminuta, yo en pijama, soplando las velas, y ellos dos al lado, cantando el «Cumpleaños feliz» y aplaudiendo como niños. Luego nos comimos un buen trozo y mi padre dijo:
– Ahora vístete y recoge tus cosas.
Nos íbamos. Podía haberlo imaginado. Dos días antes nos habían cortado el teléfono, y desde entonces ninguno de los temporeros había vuelto a aparecer por casa.
Lo que mi padre tenía era ya una clientela fija. Bueno, así podríamos llamarlo, y si ese día, el de mi cumpleaños, nos mudamos a otra casa dentro del mismo pueblo fue precisamente porque mi padre tenía clientela fija. Nuestra nueva casa estaba en la otra acera y unos pocos portales más allá, hacia la carretera de Huesca, muy cerca de Electrodomésticos Andorra. Hicimos la mudanza a pie, y me recuerdo a mí mismo cruzando el pueblo con una televisión portátil en una mano y una tarta de cumpleaños en la otra. En la tarta ya sólo ponía «Felici Feli», las otras letras nos las habíamos comido, Cruzaba el pueblo con una televisión y una tarta, y también con la sensación de que nuestra vida se estaba acelerando, de que los apartamentos nos duraban cada vez menos y de que probablemente nos durarían aún menos en el futuro. Con la impresión de que ahora la vida ya no era un viaje sino una huida.
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