Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Tales fantasías hacen mis clases más entretenidas. Desde luego no las comparto con mi esposa, pues la veo satisfecha de tenerme a su lado como un entrenador responsable y dedicado. Luego la profesora Milligan nos entrena a los hombres en las frases, palabras o los latiguillos de aliento que debemos decir a nuestras mujeres cuando estén pasando por los peores dolores del parto, además de recordarles las distintas fases y técnicas respiratorias. Lo más importante es decirles cosas optimistas, alentadoras, positivas, por ejemplo, vamos, tú puedes, ya falta poco, lo peor ya pasó, no te rindas, no sabes cuánto te admiro, puja fuerte, mi amor, que ya está saliendo el bebito, pero yo, hincado de rodillas detrás de Sofía, hablándole al oído mientras practica sus ejercicios respiratorios, siento que toda esa cháchara es inútil y que cuando le duela la matriz entera, nos olvidaremos de ella. Yo creo que, llegado el momento, será mejor respirar con ella, ambos al mismo ritmo, guardar silencio y tratar de no caer desmayado, pues no creo que tenga fuerzas para repetir el discurso optimista de la profesora.

Las clases también ponen énfasis en todo lo que debemos hacer para reconocer que ha llegado el momento de ir al hospital a dar a luz, explicándonos en detalle las contracciones, la ruptura de aguas, el grado de dilatación y todas las señales que podemos detectar para estar seguros de que debemos correr a ser padres. Yo, atento y en silencio, considero que, por el tamaño desmesurado del sexo de Sebastián, debo tener una dilatación anal aún mayor que la dilatación vaginal diagnosticada por miss Milligan como adecuada para parir, y en cuanto a la ruptura de aguas, recuerdo que se me rompieron las lagrimales cuando el desgraciado me la empujó sin un ápice de ternura, pues dejé muy aguada la almohada en la que lloré de dolor, mordiéndola (mordiendo la almohada, digo, aunque bien merecía el desconsiderado que lo mordiera ahí abajo).

Las clases disipan en parte nuestros temores y nos recuerdan, como no se cansa de repetir la profesora, que no está embarazada sólo la mujer, estamos embarazados ambos padres, y por eso nos obliga a repetir en voz alta, de pareja en pareja, sentados sobre las colchonetas haciendo un círculo, hola, mi nombre es Sofía y estoy embarazada, hola, mi nombre es Gabriel y estoy embarazado, y luego ambos al unísono: ¡nos queremos mucho y estamos embarazados!, y los demás aplauden y yo me siento un idiota. Tal vez por eso, una noche sueño con que me encuentro casualmente con mis padres caminando por las calles de Georgetown y les anuncio con orgullo lo que me ha enseñado la profesora Milligan: Papá, mamá, ¡estoy embarazado! Ellos quedan mudos, pensando que es una broma de mal gusto, y yo, afirmando mi condición de hombre preñado, insisto: De veras, no estoy diciendo esto para molestarlos, ¡estoy embarazado! Entonces mi madre palidece en el sueño, aprieta con fuerzas el rosario que lleva entre las manos y me dice: Hijo, eres un hombre, el Señor te hizo así, ¡no puedes estar embarazado! Yo, sin dejarme intimidar por sus dogmas intolerantes, digo casi gritando para que me oiga el vecindario entero: ¡Estoy embarazado, mamá! ¡Hay un bebé en mis entrañas, una criaturita moviéndose en mi vientre! Tócame la barriga, mira cómo se mueve, ¿sientes sus pataditas? Entonces mi padre dice: ¡Pataditas son las que te voy a dar yo, maricón de mierda!, y me da una patada en el trasero, al tiempo que mamá, para mi sorpresa, grita: ¡Si estás embarazado, tienes que abortar!, pero yo me defiendo: No, mamá, la religión condena el aborto, es un crimen, un asesinato, ¿cómo puedes pedirme que aborte a tu nietecito, a una criaturita inocente! Entonces ella me toma con fuerza del brazo, mirándome con unos ojos flamígeros, inquietantes, poseídos por la fe única y verdadera, y sentencia: Tienes que abortar porque estás embarazado del diablo.

Sofía ha leído mi novela y está indignada. En realidad, no la ha leído toda, sólo la primera parte, el primer tercio más o menos, lo suficiente para que se escandalice y se oponga a que intente publicarla. La leyó mientras yo fui al cine en autobús, y casi mejor que lo hiciera, porque ya me parecía extraña su reticencia a leerla. Yo nunca quise esconderle el manuscrito y más bien la animé a que lo leyera, pero ella decía que estaba muy ocupada en sus tareas académicas y que lo haría apenas tuviese tiempo. Pensé que en realidad ella sospechaba, por las cosas que le había contado escribiéndola, que no le gustaría leerla, dado que la historia o las historias están impregnadas de una sensibilidad gay que me resultó natural, inevitable.

Al llegar del cine, ya de noche, la encuentro en el teléfono hablando con su madre, que está en Lima, y apenas cuelga me mira con ojos llorosos y dice: Por favor, no publiques este libro, Gabriel. Me quedo sorprendido. Veo el manuscrito abierto sobre la cama y le pregunto: ¿Lo has leído todo? Ella dice: No todo, pero me basta con lo que he leído. Yo trato de tomar las cosas con calma y le pido que se siente conmigo en la cama. Luego le pregunto con dulzura: ¿No te ha gustado? Ella no me mira a los ojos, como si le costara trabajo responderme: No puedo mentirte, tú me conoces demasiado. Me duele decirte esto, pero no, no me ha gustado, me parece demasiado fuerte. Yo me entristezco porque, a pesar de que la novela es por momentos dura y hasta sórdida, pensé que ella podía entender mi necesidad de escribirla, de encontrarle algunos méritos y de leerla con cierto agrado. Sí, es fuerte -digo-. Pero la vida también es fuerte, y yo he escrito esta novela porque me ha salido del alma y tenía que escribirla. Es así. No hay vueltas. Ésta tenía que ser mi primera novela. Ella me acaricia la mano y me mira con amor. Es tan hermosa cuando me mira así, llena de ternura. Yo te entiendo -dice-. Entiendo que tenías que escribirla. Tenías que sacarte de encima esos recuerdos tan feos. Ha sido como una terapia y ahora te veo más feliz. Pero sólo te pido, por favor, que no la publiques. No ahora. Yo retiro mi mano de la suya. ¿Porqué? -pregunto-. ¿Por qué no ahora? Ella me mira como si le sorprendiese la pregunta, una sombra en sus ojos: ¿No te das cuenta? Vamos a tener un hijo. No puedes publicar esa novela tan escandalosa. Me harías mucho daño. Nos harías daño a esta criaturita y a mí. Yo asiento y digo, resignado: Te entiendo. Déjame pensarlo. Pero no te preocupes, que, la verdad, no creo que ninguna editorial quiera publicarla. O sea, que no hay ningún peligro por el momento.

Sin embargo, parece que esa respuesta no la deja satisfecha y por eso dice: ¿Y si te dicen que quieren publicarla? Acuérdate de que Vargas Llosa te está ayudando. Yo creo que si él les pide que la publiquen, lo van a hacer. Yo tomo aire profundamente, como nos ha enseñado miss Milligan a hacer en los momentos de tensión, y digo: Si una editorial española me hace una buena oferta, lo pensaría, pero creo que sería muy difícil para mí decirle que no. Sofía se pone de pie, molesta: ¿Aunque yo te pida que no la publiques? Yo también me pongo de pie y digo con firmeza: Aunque tú me lo pidas. Ella se da vuelta y se retira bruscamente de la habitación. Yo me acerco y la detengo con suavidad. No me entiendes, mi amor -le digo con ternura, y veo que está llorando-. Yo no puedo abortar mi novela como tú no pudiste abortar a tu bebé, amado, tocándole la barriga. Ella me mira, fastidiada por la comparación, y dice: Es muy distinto. No es igual. Tu novela me va a dejar humillada. Puedes escribir otra. Puedes escribir una historia bonita, que no sea tan deprimente, tan fea, tan escandalosa. Una historia tierna, que tu hijo pueda leer algún día. ¿Por qué no escribes una novela así? ¿Por qué tienes que publicar un libro lleno de historias feas, horribles? Yo trato de no enfadarme y digo: ¿Tanto te ha disgustado el libro? Ella dice: ¿No te das cuenta de que si lo publicas no vamos a poder volver más al Perú? ¡Es una locura! ¡Vas a tener un hijo y quieres publicar un libro diciéndole a todo el mundo que eres una loca! ¡Y ni siquiera eres una loca, eres mucho más hombre de lo que dices en el libro! Yo me irrito y digo antes de salir del cuarto: Lo siento, Sofía. Si no te gusta la novela, mala suerte. Pero si alguna editorial se anima, creo que voy a publicarla. Ella tira la puerta de su cuarto.

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