Jaime Bayly
La Mujer De Mi Hermano
1ª. Reimpresión (Colombia), junio 2002
Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio.
Ignacio es banquero y acaba de cumplir treinta y cinco años. Se casó hace nueve con Zoe, no tienen hijos y viven en una casa muy bonita en los suburbios. Dispone de suficiente dinero para pagar sus caprichos y los de ella. Trabaja duro: sale de casa muy temprano, cuando Zoe duerme, y suele regresar de noche. En realidad, le gusta estar en el banco y multiplicar su dinero. Es bueno para las cosas del dinero, siempre lo fue: supone que heredó ese talento de su padre, que fundó un banco, trabajó en él toda su vida y murió de cáncer, dejándoles ese próspero negocio a él y su hermano menor, Gonzalo, que tiene treinta años, la edad de Zoe. A Gonzalo no le interesa trabajar en el banco, porque es pintor, como su madre, que también pinta pero, a diferencia de él, nunca vendió un cuadro. Ella no visita el banco más de dos veces al año, pues confía en su hijo mayor y sabe que él hace su mejor esfuerzo para estar a la altura de la memoria de su padre.
Zoe es el gran amor de Ignacio. La conoció en la universidad y se enamoró de ella como no se había enamorado antes. Nunca le ha sido infiel con otra mujer. Le gustaría pasar más tiempo con ella, pero sus obligaciones en el banco no se lo permiten. Trabaja sin descanso para que ella tenga todo lo que quiera. Zoe no trabaja y así está bien para 7
él. Estudió Historia del arte y literatura. Dice que algún día escribirá una novela. Ignacio la anima a que la comience, pero ella dice que aún no está preparada y que esas cosas no se pueden forzar. Por ahora, se entretiene tomando clases de cocina y haciendo ejercicios en su gimnasio particular.
Ignacio tiene miedo de que Zoe se aburra con él. A veces siente que ella ya no lo quiere como antes. Los fines de semana salen al cine y a cenar con amigos, pero últimamente la nota malhumorada. Se irrita por pequeñeces con él, no le tiene paciencia y las pequeñas manías de su esposo, que antes le divertían, ahora parecen molestarle. Ignacio piensa que a ella ya no le provoca tanto estar con él. Hace lo que puede para evitarme y estar conmigo el menor tiempo posible, se dice. Cuando le pregunta si algo está mal, ella le dice que no, pero él sabe que algo no está bien, lo sabe porque lo lee en sus ojos y porque antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que Zoe me amaba, piensa. Ahora sólo me tolera.
Ignacio no tiene ninguna prueba de que ella esté acostándose con su hermano. Aunque es sólo una sospecha, ese presentimiento no cede, no lo abandona. Puede imaginarlos amándose a sus espaldas, burlándose de él, traicionándolo con absoluto cinismo. Ignacio piensa que su hermano es un canalla: no tiene principios, no respeta nada y hace lo que le da la gana. También sabe que es encantador: desde muy, joven tuvo éxito con las mujeres, sabe seducirlas, su vida es pintar y acostarse con mujeres guapas. Gonzalo tiene talento para las dos cosas y no le interesa nada más, porque sabe que el banco le deja suficiente plata como para darse el lujo de despreocuparse de ella. Ignacio cree que Gonzalo es un irresponsable; sin embargo, lo envidia, pues tiene la sospecha de que se divierte más que él.
Hasta donde Ignacio sabe, su mujer nunca lo ha engañado con un hombre. Antes de conocerlo, Zoe tuvo un par de novios. Con uno de ellos, ya casado y con hijos, se escribe correos electrónicos de vez en cuando. Zoe dice que no puede dejar de quererlo como amigo. Ignacio la entiende y no se opone a que se escriban. A veces, sin embargo, le dan celos y lee sus correos, aunque ahora no puede porque ella, desconfiando de él, ha cambiado su contraseña.
Yo no soy un idiota, piensa, y sé que Gonzalo y Zoe se gustan. Cree saberlo desde que empezó a salir con ella y Gonzalo la conoció. Ignacio piensa que su hermano no la mira con el respeto que merece por ser su cuñada: se permite mirarla con prescindencia de mí, como si yo no existiera. No le sorprende ese descaro, sin embargo. Está acostumbrado a él. Cuando a su hermano le gusta una mujer, pasa por encima de todo y se la lleva a la cama, o al menos lo intenta. Recuerda perfectamente el día en que le presentó a Zoe: estaban en su apartamento de soltero, Gonzalo venía llegando de viaje, Zoe e Ignacio habían pasado la noche juntos, Gonzalo le dio un beso en la mejilla y, cuando ella fue a la cocina, le miró el trasero sin ningún disimulo ni reparo. A Ignacio le pareció increíble que su hermano le mirase el trasero a su mujer sin importarle siquiera que él estuviese a su lado. Es un canalla, piensa, y se siente superior a mí porque yo sólo hago dinero y él cree que pinta obras de arte.
Ignacio sabía que su mujer le gustaba a su hermano y que él era un descarado, pero estaba tranquilo porque confiaba en ella. Ahora ha perdido esa confianza y por eso se inquieta. Puede que sean alucinaciones mías, piensa, pero Zoe mira a Gonzalo de otra manera y algo me esconde.
La otra noche, Ignacio regresó cansado del banco, con ganas de darse una ducha y echarse a leer, y encontró un cuadro de su hermano colgado en la pared de su dormitorio. Zoe le dijo que había visitado el taller de Gonzalo y no resistió la tentación de comprarlo. Ignacio pensó que el cuadro no estaba mal: no le disgustó, él también podría haberlo comprado, aunque el precio que cobró su hermano le pareció excesivo. Lo que le molesto fue que Zoe lo comprase sin decirle nada, lo colgase al lado de su cama y lo mirase como diciéndole: tú jamás podrás hacer algo tan bonito como ese cuadro que pintó tu hermano. Si descubro que están acostándose, piensa, voy a romper ese cuadro a patadas.
Mientras cuenta las veinte uvas verdes que desayuna de pie en la cocina, Zoe piensa que su matrimonio con Ignacio es tranquilo, estable, hasta cómodo, pero carece de pasión. Cuando lo conocí, era más alegre, tenía más energía, se dice, demorando el sabor de la uva número trece en su boca. Ahora es un aburrido, vive para el banco, llega cansado y sólo le provoca tirarse en la cama a leer o ver televisión. Sé que me quiere y no me engaña con nadie, pero también me aburre y eso no lo puedo evitar. Detesto que me lleve a misa los domingos a mediodía, cuando es tan rico quedarse en la cama leyendo los periódicos, haciendo el amor una vez más. Pero Ignacio ya no se excita tanto conmigo. Siento que no me desea como antes. Cuando nos casamos -se entristece recordando Zoe, todavía en camisón y pantuflas-, Ignacio no podía terminar el día sin hacerme el amor, me decía que sólo podía dormir bien si lo hacíamos todas las noches, siempre, sin falta. Yo sentía que nada lo hacía más feliz que verme desnuda a su lado. Ahora no es así. Nunca se duerme abrazándome como antes. Odio que se meta unos tapones en los oídos, me dé la espalda y esté roncando a los cinco minutos. Odio sentir que me mato en el gimnasio para estar linda, perfecta para él, y, sin embargo, cuando estamos en la cama, me da la espalda y prefiere dormir. Me deprime tanto pensar que ahora Ignacio sólo me desea los sábados. Lo puedo odiar cuando me recuerda que es sábado y ya nos toca hacer el amor. Porque ahora se le ha dado por hacerlo conmigo sólo los sábados, cuando regresamos de cenar. El otro día le pregunté de dónde ha sacado esa manía tan rara y me contestó que así es más rico porque se aguanta varios días y llega con más ganas el fin de semana. No le creo. No soy tan tonta. Me miente y se miente a sí mismo. La verdad es que ya no me ama con pasión, ya no me desea como antes. Mejor voy al gimnasio porque voy a ponerme a llorar. Tengo un marido que sólo se excita conmigo los sábados en la noche porque durante la semana está cansado. Me muero de la pena. En realidad, ya ni siquiera sé si me provoca hacer el amor con él. Es todo tan aburrido, tan predecible, más aburrido a veces que acompañarlo a misa los domingos y oír el sermón tontísimo del cura barrigón que estoy segura de que es gay en el closet. Pero lo que más me irrita de mi marido no es que me lleve a aburrirme a misa todos los domingos, sino que después me obligue a almorzar con la pesada de su mamá, que cada día está más sorda. Esa vieja tacaña nunca me quiso. Me mira para abajo. Se cree mejor que yo porque tiene toda la plata del mundo y porque pinta unos cuadros horribles. Alguien tiene que decirle que deje de pintar esos adefesios. Pero Ignacio, por supuesto, no se lo va a decir. Ignacio vive para ella.
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