DE MUJER A MUJER
DE MUJER A MUJER
CARTAS DESDE EL EXILIO
A GABRIELA MISTRAL
(1942-1956)
Edición, introducción y notas de
Francisca Montiel Rayo
CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL
Responsable literario: Javier Expósito Lorenzo
Diseño: Armero Ediciones
Cuidado de la edición: Antonia Castaño
La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral. Lo equivalente a los derechos de autoría son entregados a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral.
© Casa Museo Unamuno / Universidad de Salamanca, 2020
© De las cartas de Zenobia Camprubí: Herederos de Juan Ramón Jiménez, 2020
© Fondo Margarita Nelken / Archivo Histórico Nacional, Madrid, 2020
© Fundación María Zambrano, 2020
© Herederos de Teresa Díez-Canedo
© Herederos de María Enciso
© Herederos de Victoria Kent
© Herederos de Maruja Mallo
© Herederos de Ana María Martínez Sagi
© Herederos de Margarita Nelken
© Herederos de Francesca Prat i Barri
© De esta edición: Fundación Banco Santander, 2020
© De la introducción: Francisca Montiel Rayo, 2020
ISBN: 978-84-17264-23-9
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
Francisca Montiel Rayo
UNA SORORIDAD EPISTOLAR: CORRESPONDENCIA DE EXILIADAS REPUBLICANAS CON GABRIELA MISTRAL
SOBRE ESTA EDICIÓN
DE MUJER A MUJER CARTAS DESDE EL EXILIO A GABRIELA MISTRAL (1942-1956)
TERESA DÍEZ-CANEDO (1942-1955)
MARÍA ENCISO (1943-1947)
MARUJA MALLO (1943-1954)
ANA MARÍA SAGI (1946)
FRANCESCA PRAT I BARRI (1946)
MARGARITA NELKEN (1946-1949)
VICTORIA KENT (1950)
ZENOBIA CAMPRUBÍ (1951-1953)
MARÍA ZAMBRANO (1953)
MARÍA DE UNAMUNO (1956)
ANEXOS
CARTAS DE GABRIELA MISTRAL
A TERESA DÍEZ-CANEDO (1939-1948)
A MARÍA ZAMBRANO (1940)
A MARGARITA NELKEN (1946-1949)
A MARÍA DE UNAMUNO (1956)
SEMBLANZAS Y RECUERDOS
"GABRIELA MISTRAL" de María Enciso
"GABRIELA MISTRAL" de Victoria Kent
AGRADECIMIENTOS
Francisca Montiel Rayo
UNA SORORIDAD EPISTOLAR: CORRESPONDENCIA DE EXILIADAS REPUBLICANAS CON GABRIELA MISTRAL
Aunque en los años veinte había visitado España en dos ocasiones, tiempo en el que tuvo la oportunidad de conocer personalmente a algunos de los integrantes de aquella mítica Edad de Plata, fue entre 1933 y 1935 —durante su estancia en Madrid como cónsul de Chile en la ciudad— cuando Gabriela Mistral tomó conciencia de la compleja realidad de un país que, dos años después de instaurado el régimen republicano, vivió un convulso bienio negro que trajo consigo una creciente y preocupante politización de la vida española. Situada al margen de los ambientes literarios y culturales de la capital, Mistral contó con el respeto y con la consideración de escritores e intelectuales de la talla de Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez o Enrique Díez-Canedo, con algunos de los cuales —y con sus familias— trabó leales lazos de amistad. También confraternizó con destacadas socias del Lyceum Club Femenino —en el que se congregaron, como recordó Carmen Baroja en sus memorias, las mujeres que, por ellas mismas o por la labor realizada por sus maridos, encarnaban lo más representativo de la sociedad madrileña de entonces—, entre las que cabe recordar a su impulsora y presidenta —María de Maeztu—, a Zenobia Camprubí, a Ernestina de Champourcín o a Victoria Kent. Todas ellas tenían, más allá de sus ideas políticas o de sus creencias religiosas, intereses comunes sobre los que conversaron a menudo en la casa de Ciudad Lineal en la que Gabriela Mistral vivía recluida.
Según había confesado en 1931, el advenimiento de aquella República de intelectuales a los que se sentía unida por un sincero sentimiento de fraternidad la había alegrado mucho. Hacía tiempo que había abandonado el budismo que practicara a escondidas durante algo más de diez años para profesar otra vez el catolicismo, marcado ahora por un nuevo sesgo, la espiritualidad de san Francisco de Asís, a la que se aproximó durante una estancia en México. En Madrid no ocultó sus convicciones indigenistas, de las que venía haciendo gala en aquella época; pero no actuó del mismo modo con su supuesto antiespañolismo, una leyenda —con la que venía conviviendo últimamente, conforme reconoció ella misma— que saltó a la prensa española en 1933. Dos años después se desvelaba en Chile el contenido de una carta privada en la que la escritora había vertido sus opiniones sobre los defectos de los españoles y los problemas del país. Con el fin de atajar el revuelo que generó a uno y otro lado del Atlántico la publicación referida, abandonó su cargo, en el que la sustituyó Pablo Neruda, hasta entonces destinado en Barcelona. Un nuevo nombramiento la llevó a Lisboa, donde desempeñó las mismas funciones que había desarrollado durante dos años en Madrid.
En la capital portuguesa recibió la noticia de la sublevación militar que dio inicio a la Guerra Civil. Sin dudarlo, se solidarizó con la causa republicana, a pesar de los recelos que le producían su ateísmo —estúpido y cerrado, a su parecer— y la actuación de los comunistas, cuyo ideario político reprobaba. La alternativa —el mismo fascismo que se cernía sobre Europa— no era, en sus palabras, menor calamidad. Por ello, se aprestó a realizar cuanto estuvo en su mano para ayudar —desde su condición de cristiana, educadora, escritora y diplomática— al mayor número de personas posible. Tras concluir Tala —poemario que vio la luz en Buenos Aires, editado por su amiga Victoria Ocampo, en 1938—, decidió donar los derechos de autor a beneficio de los niños vascos refugiados en la que fuera la Residència Internacional de Senyoretes Estudiants, con sede en el Palau de Pedralbes, donde se había alojado cuando viajó a Barcelona y donde había trabado una cordial amistad con la periodista María Luz Morales, miembro del equipo de dirección del centro. Desde el primer momento se interesó por la suerte de quienes podían encontrarse en peligro —así lo hizo en el caso de María de Maeztu—, y realizó gestiones para que abandonaran la Península intelectuales y artistas como Maruja Mallo —que estaba siendo vigilada por la policía del dictador Oliveira Salazar—, a quien le ofreció protección diplomática hasta que logró embarcar rumbo a Argentina. En Portugal, primero, y en París, después, trabajó con Daniel Cosío Villegas, fundador de la editorial Fondo de Cultura Económica, en la elaboración de las primeras listas de los republicanos a los que el Gobierno de México deseaba invitar a trasladarse a aquel país, convirtiéndose así, sin saberlo —como no dejó de reconocerlo Cosío Villegas—, en partícipe del nacimiento de un importante proyecto, La Casa de España en México, una iniciativa que se materializó finalmente, impulsada por el presidente Lázaro Cárdenas, a mediados de 1938. En La Casa de España —transformada en 1940 en El Colegio de México, institución que poco tiempo después vería amenazada su continuidad y que hoy es un prestigioso centro dedicado a la investigación y a la enseñanza superior— y en algunas universidades del país, los intelectuales, científicos, profesores y creadores desterrados pudieron proseguir sus trabajos, como sucedió en los casos del crítico Enrique Díez-Canedo, del escritor y pintor José Moreno Villa o de la filósofa María Zambrano.
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