Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Quiero depilarme las nalgas. Sé que mi luna de miel no es el mejor momento para ello, pero se lo he dicho a Sofía y ella curiosamente no se ha enfadado y ha prometido encargarse de tan delicada tarea. Quiero depilármelas porque, si bien no las tengo muy velludas, me gustaría despoblarlas de esos pelitos tan inconvenientes para el amor. No me molesta tener vellos en las piernas o el pecho, pero unas nalgas velludas espantan la pasión y disuaden al más valeroso de los amantes. Sofía dice que le encanta mi trasero, que no hace falta depilarlo. Yo digo que se vería mejor sin pelos y ella tiene que aceptar que tengo razón. Además -añade-, deberías depilarte también esos pelitos que tienes en la parte baja de la espalda, porque cuando te pones ropa de baño se te notan, y eso en la playa se ve feo. Tiene razón: quiero depilarme no sólo las nalgas, también la baja espalda y parte del pecho. No dudo de que Sofía hará un buen trabajo, porque, como Bárbara, su madre, es una doctora frustrada, con una curiosidad insaciable por conocer las cosas relativas a la medicina y el cuerpo humano, aunque no niego que me habría sentido en mejores manos si hubiese sido Sebastián quien me arrancase uno a uno los pelitos indeseables del trasero. Es sorprendente que Sofía no se enoje conmigo porque pedirle que me depile las nalgas es un capricho extravagante, más aún en nuestra luna de miel. Atribuyo esa complicidad a que, además de gozar haciendo de mi enfermera, le parece divertido que comparta estas miserias íntimas con ella. Eso me hace pensar que a ella no le molesta que yo sea gay o bisexual; lo que le fastidia es que quiera acostarme con otra persona que no sea ella. Creo que me consentiría toda clase de arrebatos gays -no sólo depilarme cada tanto el trasero, sino hasta prestarme sus calzones- si yo le hiciera el amor todas las noches.

En realidad, Sofía es muy gay friendly y suele atraer a los homosexuales de todo pelaje y plumaje, porque es una mujer elegante y con sentido del humor, pero conmigo no suele ser tan amigable, salvo ahora, que ha ido a la farmacia para comprar los aditamentos, las cremas, los paños y los alcoholes que necesita para dejarme un trasero tan lampiño como el suyo. El culo más lindo que he visto en un hombre es el de mi amigo Carlos Travezán, a quien conocí en la universidad. Era menudo, musculoso y arrogante -él, no su trasero, aunque también su trasero- y sabía que yo lo deseaba secretamente, pero nunca dejó que se lo tocase, algo de lo que ahora, esperando a que regrese Sofía de la farmacia, me arrepiento, porque era el suyo un trasero muy viril y enhiesto, muy digno de ser palpado. Ahora estoy en Madrid, de luna de miel, esperando a que mi esposa me haga una depilación en las nalgas, y Carlos probablemente en Lima, aspirando cocaína o vendiéndosela a muchachos incautos que no saben la clase de basura que inhalan para prolongar la noche.

Sofía no llegó a conocer a Carlos, y casi mejor así, porque si ella y yo fuimos amantes de Sebastián, no resultaría extraño que a ella también le gustase Carlos, dado que nos gusta el mismo tipo de hombre. Sebastián tenía un buen trasero, pero era difícil fijarse en sus nalgas, nada velludas como las de Carlos, por el pedazo de tranca que llevaba entre las piernas, un garrote con el que me hacía sufrir y gozar. Sebastián sí dejaba que le tocase las nalgas, pero no que se la metiera, porque decía que le dolía demasiado. Yo no he renunciado a la ilusión de volver a seducirlo, y sé que con un trasero depilado -y un libro publicado- aumentan mis posibilidades en la ruleta del amor.

Por fin regresa Sofía de la farmacia. Ha tardado porque, además de comprar las cosas para depilarme, trae frutas, bebidas y helados. Soy una vergüenza: debería ser yo quien cargue las bolsas y ella quien se quede en la cama viendo televisión, pero Sofía es feliz así y yo no puedo cambiarla, a ella le encanta salir a la calle, moverse de un lado a otro, agitarse, ir de compras, bajar al metro, comprar mapas, hablar con extraños, recorrer la ciudad, visitar museos, reliquias, tumbas y monasterios, caminar el parque entero y meterse a nadar al estanque si la dejan.

Quítate la ropa, baby, que te voy a hacer una depilación muy profesional, me dice con voz coqueta, y yo obedezco como un niño. Antes de darle mi trasero, le pregunto si me va a doler y ella me promete que no, que sólo un poquito. No me mientas, si me va a doler dímelo, quiero estar preparado, digo, desnudo a su lado, y ella ríe, me acaricia las mejillas y dice: Tranquilo, te va a doler mucho menos que cuando te la metió Sebastián, y reímos los dos y yo adoro que ella tenga este sentido del humor.

Tomo un jugo de durazno en caja, me tiendo en la cama con el trasero hacia arriba y Sofía se dispone a mejorar el descuidado aspecto de mis zonas posteriores. Comienza suavemente por la espalda, afeitando con una navaja portátil todos los pelitos que me han salido, lo que, por supuesto, me resulta muy placentero, porque amo que me acaricien la espalda, no importa si lo hace una mujer. Luego echa una crema sobre el exuberante matorral de pelos que han crecido justo donde termina mi espalda pero antes de que comience el trasero, es decir, esa zona intermedia, esa tierra de nadie que no es la espalda y tampoco el culo, y que en mi caso parece más un pequeño huerto, porque entre tanta pelambre podría esconder hortalizas y tubérculos. Entonces Sofía, mi esposa o simplemente mi señora, como dicen algunos, me advierte que pasaré un poquito de dolor -y ésa es la expresión que usa: un poquito de dolor - cuando retire bruscamente el paño adhesivo que ha fijado con firmeza sobre la selva velluda que preside el descenso a mis nalgas. No pasa nada, soy un hombre después de todo, le digo, y ella me pregunta, por las dudas, ¿listo?, y yo me hago el recio, aprieto el trasero y digo listo. Ella tira fuertemente el paño adhesivo y yo siento que me ha arrancado un pedazo de piel, un trozo de la baja espalda, y ahogo un grito de dolor mordiendo la almohada como la mordía cuando Sebastián me hacía el amor, una técnica que él me enseñó, como me enseñó a poner otra almohada debajo de mi entrepierna para que así quedar en posición de recibir, ¡y después el caradura anda diciendo que nunca estuvo con un hombre y todas son habladurías mías de marica despechada! ¿Dolió mucho?, pregunta Sofía, soplándome la parte baja de la espalda, que arde como no imaginé, como si me hubiesen prendido fuego, y yo ¡demasiado, te ruego que no sigas, no voy a poder aguantar! Ella ríe divertida, no hay duda de que debería haber estudiado medicina, y me pide que no sea tan cobarde: Te ha quedado linda la espalda, ahora sólo te falta el poto y vas a quedar regio. Yo protesto: ¡Pero en el poto me va a doler mucho más, es más sensible que la espalda incluso! Sofía se divierte viendo cómo me retuerzo en la cama y dice: Tienes que aguantar, te juro que son dos pañitos más, uno en cada cachete del poto, y te va a quedar el poto más lindo que te puedas imaginar.

Resignado, pienso: ¿sabrá que quiero tener el poto lindo no para ella? Bueno, ya, sigue nomás, pero, por favor, házmelo con cariño, no te olvides de que estamos de luna de miel, digo, con una voz que procura inspirar compasión. Pero no: ella simula ser una profesional y hará su trabajo sin que le tiemble el pulso, aunque yo gima y chille como una loca histérica. Por suerte, la primera parte de la operación es agradable, porque Sofía unta una crema tibia, que se calienta con la fricción de sus dedos, en mis nalgas pedigüeñas, y lo hace con el amor de una esposa en luna de miel, dejándome medio culo cremoso, blancuzco y relajado gracias a sus caricias un tanto viscosas. Luego viene lo peor: vuelve a pegar el paño extra largo, que cubre casi la totalidad de la nalga derecha, lo que algo dice del tamaño de mi trasero, y me previene que debo ser fuerte porque va a tirarlo de una vez y sin más rodeos. Aguanta, no grites, sé un hombre, me dice. Oír esa voz recia a mis espaldas, con el trasero al aire, me excita un poco, porque me recuerda las cosas inflamadas que me decía Sebastián cuando yo le rogaba que me la sacara y él seguía dándome sin piedad. ¡Ay, ay, ay!, chillo, y meneo el trasero cuando me arranca decenas si no centenares de vellos finos y odiosos. Entonces me incorporo y le digo no más, no puedo más, no sigas, por favor, esto es una tortura china, pero Sofía se dobla de la risa, no comprende la devastadora quemazón que me asalta en el trasero, sólo atina a darme vuelta y soplar con todas sus fuerzas, soplarme rico para concederme, a la par que esa brisa bienhechora, una mínima tregua, un respiro.

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