Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre
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No podemos parar ahora, mi amor -me dice, soplándome el trasero rapado a medias-, ¡no te puedes quedar con un cachete sin pelos y otro con pelos, comprende, baby!, dice riendo a carcajadas. Resignado, le doy la razón y me echo mansamente en la cama. De nuevo ella me llena de cremas y yo me engrío con su mano recorriendo mi nalga izquierda y muevo un poco el culo, a ver si se anima a deslizarme el dedo cremoso y darme un premio de consolación, pero ella no parece advertir la invitación que le hago encarecidamente, cimbreando y meneando el trasero como una cabaretera, y luego me avisa que ya va a jalar, que aguante, y yo te odio, te odio, te odio, ¿por qué me tienes que hacer llorar así en mi luna de miel?, y ella se ríe y me dice que me ama, que soy un niño tontito y engreído y que ella me ama como si fuera mi madre. Esas palabras dulces me anestesian un poco y cuando tira el paño adhesivo me duele en el alma pero quizá un poco menos, porque siento que Sofía me quiere siempre, a pesar de todo, aunque sea un bisexual con el culo recién depilado. Ya está, ya terminó, ya pasó, me dice, soplándome el trasero, y me canta sana sana, potito de rana, y yo amo estar en Madrid de luna de miel con esta mujer que me ha depilado las nalgas con tanto amor. Por eso, cuando pasa el dolor, me doy vuelta, la lleno de besos y le hago el amor con pasión, sólo rogándole que, por favor, no me toque el trasero, porque duele mucho, baby, duele mucho.
Regresamos a Washington en un vuelo directo desde Madrid. Todavía me duelen las nalgas al subir al avión. Por suerte, viajamos en primera clase, cortesía de Peter, que insiste en conseguirme trabajo en Washington en una organización ecologista cuyo directorio integra, probablemente con la intención de que yo desista de publicar mi novela, si alguna casa editorial desea hacerlo, lo que parece harto improbable. El embarazo de Sofía avanza sin complicaciones. La fecha del parto está prevista para agosto, finales del verano. Los peores malestares parecen haber pasado.
Ahora que ya no se habla de abortar, nos hemos casado y he terminado la novela, Sofía parece más relajada y contenta. Yo le prometo que podré ayudarla con sus trabajos de la universidad, que suelen abrumarla, y que, cuando nazca el bebé, podrá continuar su maestría sin interrupciones, porque yo me encargaré de cuidarlo hasta que ella, dos semestres después, concluya sus estudios y se gradúe. Para entonces, el bebé ya tendrá casi un año y yo llevaré casi tres sin trabajar, viviendo de mis ahorros, y con mucha suerte habrá salido la novela. De momento sólo está claro que nos quedaremos en Washington, en el departamento tan agradable de la calle 35, esperando a que nazca el bebé en el hospital de la universidad. Confío en que al llegar a casa no encontraremos una carta de Laurent contándole a Sofía nuestro encuentro en París. Ahora mismo, lo último que quiero es volver a pelear con ella. Ya bastante he hecho sufrir a esta mujer, llevándola a abortar, empujándola al borde del suicidio; ahora quiero darle un poco de ternura para que termine sin más sobresaltos este embarazo tan accidentado.
En el avión, jugamos a escoger nombres para el bebé. Ella dice sin dudarlo que, si es mujer, se llamará María Gracia, y si es hombre, Martín. Yo, para hacerle una broma, digo que si es mujer quisiera llamarla Ximena, y si es hombre, Sebastián. Ella no se ríe, me mira con un gesto de contrariedad, frunciendo el ceño. No ignora que Ximena fue mi primera novia y Sebastián mi amante y que secretamente todavía pienso en ellos. Le pido disculpas, besando su mano, y digo que ella elegirá el nombre y que María Gracia me gusta y Martín también. Yo digo que prefiero que sea mujer, porque sospecho que comprenderá con menos dificultad o vergüenza que me gusten los hombres, pero ella, para mi sorpresa, dice que prefiere tener un hijo, aunque no explica por qué, tal vez porque piensa que si es hombre me obligará a suprimir mis devaneos bisexuales y a convertirme en heterosexual, lo que, por supuesto, me parece imposible, no que Sofía se aferré a dichas supersticiones, sino que yo pueda cambiar mi sexualidad.
Mi plan es simple: seguir viviendo con ella un año más, hasta que se gradúe; acompañarla en el parto; cuidar al bebé mientras ella termina su maestría; publicar la novela y seguir escribiendo; no moverme mucho de Washington y no bajar a Lima en ningún caso, y al cabo de un año, cuando ella se gradúe, irme a vivir solo y conseguir un trabajo en la ciudad, salvo que mi novela haya sido publicada y me procure unos ingresos que me permitan seguir viviendo como escritor sin tener que agenciarme algún trabajo alimenticio. El plan de Sofía no lo conozco porque ella dice no tener planes y estar resignada a que yo haga lo que quiera, aun contra su voluntad, pero sospecho que piensa que las cosas mejorarán gradualmente entre nosotros, que el nacimiento del bebé afianzará nuestro amor y que no me iré a vivir solo y saldremos adelante como pareja y, eventualmente, después de su graduación, nos mudaremos a Lima, conseguiré un trabajo en la televisión, tendremos otro hijo, nos inscribiremos en el club de polo, compraremos una casa de playa al sur y todos los domingos comeremos cebiche con sus amigos.
Prefiero que me corten una mano antes que vivir esa pesadilla. Quiero mucho a Sofía y supongo que es la mujer de mi vida, pero volver a vivir en Lima me parece una idea espantosa. Yo puedo vivir contento sin empleadas, cocineras, lavanderas ni choferes a mi servicio; me basta con barrer el departamento una vez por semana, si acaso, y vivir sin auto en una ciudad con buen transporte público y en la que sea agradable caminar. Sofía, en cambio, echa de menos las comodidades domésticas de la vida lujosa en el Tercer Mundo, donde, por muy poca plata, puede tener un ejército de criados y mucamas que le faciliten considerablemente la vida.
Al llegar al aeropuerto Dulles, soportamos las colas de turistas -Sofía puede entrar por la fila de norteamericanos, pero yo sigo siendo peruano y tendré que esperar cinco largos años para emanciparme de ese yugo-, llegamos por fin donde el oficial de inmigración y le entregamos nuestros pasaportes. Con gesto adusto, nos pregunta por la razón de nuestro viaje y Sofía dice, sonriendo: Luna de miel. El tipo, un moreno rechoncho y mal afeitado que debe de hablar español pero prefiere darse aires de gringo, no sonríe y dice que mi visa de turista ha expirado hace poco. Yo le explico que tengo un permiso de residencia temporal y un salvoconducto para salir del país, sellado en mi pasaporte. Mira bien las hojas del pasaporte, batracio ignorante, pienso, con una sonrisa falsa. El tipo encuentra el sello y lo examina minuciosamente, como si desconfiase de mí o yo le cayese mal y quisiera meterme en problemas. Tal vez me detesta porque le encantaría viajar con una mujer tan linda como Sofía. El salvoconducto sólo le permitía salir del país por una semana y usted ha estado más de una semana fuera, dice, con cara de pocos amigos. Sofía y yo nos miramos sorprendidos. Nadie me dijo eso -alego-. Me dijeron que podía viajar con mi esposa de luna de miel, no me dijeron que sólo podía estar fuera por una semana, me defiendo. El tipo me mira con desdén y afirma: Bueno, usted debería haber leído el sello en su pasaporte, acá dice claramente que se le concede un permiso para salir por siete días, ni un día más, y usted, ¿cuándo salió? Sofía, se apresura en contestar: Hace como dos semanas. Casi tres, digo. Hace tres semanas que está fuera. Ha violado el permiso. Ésa es una falta grave. Espéreme un momento, por favor, dice, y se marcha con mi pasaporte en la mano.
Sofía y yo nos miramos asustados, y la gente en la cola nos mira con odio por hacerlos demorar más en este infierno burocrático. Poco después, el tipo regresa con la misma cara de pocos amigos y me dice que he violado la ley y que no puedo entrar al país, que quedaré detenido en un cuarto del aeropuerto con otros pasajeros en tránsito y me deportarán a mi país de origen apenas puedan. Sofía rompe a llorar, levanta la voz, dice que es injusto, que acabamos de casarnos, que ella es norteamericana y yo su esposo, que no pueden hacernos una cosa así. El tipo nos pide una prueba de que estamos casados y, por supuesto, no tenemos a mano el certificado de matrimonio, ¿quién se iría de luna de miel con el certificado en el maletín? No tienen anillos de casados, observa el oficial, dándoselas de listo, y Sofía me mira furiosa, como diciéndome tonto, te dije que no te sacaras el anillo, y yo digo no llevamos anillos porque no creemos en esas formalidades, oficial, pero es un hecho que estamos casados ante la ley de Washington, D. C, y usted puede comprobarlo si desea. Al tipo no le gusta que yo le hable con esos airecillos leguleyos y retruca como un gorila: No importa, aunque estén casados, el hecho es que usted ha violado la ley y por lo tanto no puede entrar al país y, mientras se aclara su estatus legal, quedará detenido acá en el aeropuerto. ¿Y yo qué? -protesta Sofía, como una dama humillada-. Yo estoy embarazada de seis meses, ¿me voy a quedar sola, sin marido, sólo porque nuestra luna de miel fue más larga que una semana, señor?
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