Lorenzo Silva
El nombre de los nuestros
Lorenzo Silva
El nombre de los nuestros
Soldados españoles en Marruecos, 1924. Foto cedida por el autor.
Para mi padre, en más de un sentido
coautor de este libro
El grueso de la historia que se cuenta en este libro está inspirado en los avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados españoles, en su mayoría del regimiento de Ceriñola, que defendían las posiciones avanzadas de Sidi Dris, Talilit y Afrau, en Marruecos. No soy amigo de prólogos, pero el hecho de que la narración no tenga un carácter enteramente ficticio impone el deber de realizar alguna advertencia.
En primer lugar, y si bien es cierto que la secuencia de la acción se corresponde a grandes rasgos con la de los acontecimientos reales, debo indicar que me he permitido introducir algunas modificaciones que impiden que el relato pueda seguirse como un fiel reflejo de lo allí acaecido. En algún caso sólo he abreviado o refundido peripecias, pero en muchos otros he recurrido lisa y llanamente a la invención. El criterio para ello ha sido estrictamente literario. [1] Por las mismas razones he renunciado a imitar con absoluta fidelidad el habla probable de aquellos soldados, que para mi gusto habría lastrado el texto de un excesivo casticismo. El lector interesado en ambos particulares (la realidad rigurosa de lo ocurrido y la voz exacta de aquellos hombres), podrá encontrar satisfacción en la notable aunque a menudo desconocida literatura española sobre la guerra marroquí. A mí me interesaban más los aspectos «intemporales» de aquel episodio, y a ellos he procurado primordialmente ceñirme.
Algunos personajes tienen referencias bien precisas, que el conocedor de la historia real desentrañará sin gran dificultad. Al construirlos, a ellos como a los enteramente inventados, he intentado que fueran un reflejo medianamente verosímil de los auténticos, sobre cuyas circunstancias y peripecias he tratado de instruirme con la mínima negligencia posible. Nada de eso les priva, no obstante, de su condición de criaturas de fantasía. En cuanto a los nombres originales de los barcos y de las posiciones, han sido respetados por comodidad para el lector y por su sugerente sonoridad, pero tampoco deben inducir en modo alguno a conferir valor histórico a la narración.
Ciertos detalles relevantes de la historia proceden de la experiencia y los recuerdos del sargento del Ejército de África Lorenzo Silva Molina. Este libro quiere ser, en su limitación, un homenaje a él y a aquellos olvidados soldados de Ceriñola, que padecieron el infortunio de encontrarse a la vez en el peor lugar y en el peor momento y que se vieron obligados, por ello, a sacrificarlo todo a cambio de nada.
Getafe, diciembre de 1998
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.
C. P. CAVAFIS,
Esperando a los bárbaros
EL AVISO
Todas las noches, en la oscuridad calurosa y un poco hedionda de la tienda, se oía el mismo sollozo, entrecortado y obsesivo:
– Me matan. A mí me matan aquí.
La última hornada de borregos, es decir, reclutas, había llegado a Sidi Dris con la primavera, como una ofrenda de flores tiernas que el sol de África, metal y fuego, se ocuparía de calcinar con su abrazo feroz. De todo el rebaño de espantados novatos, Pulido era el elemento más vulnerable. Lo vieron en seguida los mandos y lo vieron también sus propios compañeros. Por la noche, cuando le entraba la angustia y caía en aquellos lloriqueos trágicos, Andreu se acercaba a su catre e intentaba consolarle:
– Coño, Pulido, que somos muchos. ¿Por qué va a tocarte a ti?
Andreu no había servido en África más tiempo que Pulido, y si miraba en el fondo de su alma, también temía quedar panza arriba en alguna barrancada de aquellos montes inhóspitos. Sin embargo, Andreu sabía que no era el lugar ni el momento para calar en semejantes honduras. A Pulido le llevaba, además, la ventaja de haber oído antes el silbido de las balas por encima de su cabeza. La experiencia tenía tal vez un valor limitado, porque eran otras las circunstancias, y otros los que tiraban. Según los veteranos, los moros tenían bastante mejor puntería que los guardias que habían disparado contra Andreu en las calles de Barcelona. Pero eso no menguaba el convencimiento supersticioso que en el curso de aquellos combates callejeros había convertido en su fe más inquebrantable: por más carne que hicieran las balas, siempre serían otros los que cayeran.
Trataba de inculcarle su fe a Pulido, sin ningún resultado. Nadie cree lo que quiere, sino lo que puede, y Pulido sólo podía creer en la muerte que le rondaba. Se cubría la cara con las manos y repetía:
– Que te lo digo yo. Que yo sé que no vuelvo a mi pueblo.
– No es para tanto, hombre -le afeó una noche Andreu, probando a quitarle importancia-. Ahí fuera apenas hay un puñado de moros muertos de hambre. No han hecho más que correr desde el principio de la ofensiva.
Al oír aquello, Pulido contuvo un poco su llanto. Incluso él, que era frágil y temeroso, encontraba algún aliento en aquella simpleza de considerarse superior al enemigo. Era un hecho que las tropas invasoras, a las que pertenecían, habían ganado siempre la partida hasta entonces. Pero Andreu, aunque lo usara para calmar a Pulido, distaba de compartir aquel triunfalismo. Se limitaba a repetir lo que afirmaban los oficiales y el Comandante General, el hombre que los había conducido hasta el corazón de las montañas. Según los rumores, el Comandante General soñaba desde hacía meses con una bahía que había al oeste, y tanto había llegado a obsesionarle que estaba resuelto a conquistarla antes de que las primeras lluvias del otoño enlodaran los caminos. Lo malo era que en aquella bahía, por lo que contaban, vivían las tribus más hostiles. Y si eso era cierto, pensaba Andreu, la conquista no podía dejar de tener alguna complicación.
Hasta la línea que en aquellas fechas constituía el frente, el avance había sido un paseo militar. Pulido y Andreu, que se habían incorporado a la guarnición de Sidi Dris cuando la posición ya llevaba un tiempo establecida, apenas habían llegado a oír algunos tiros sueltos a lo lejos. Pero Andreu temía que aquel tiempo de gracia tocaba a su fin. Lo que las especulaciones sobre nuevos avances significaban era que pronto, quizá antes del verano, se verían forzados a entrar en combate. La idea, que en cierto modo justificaba el pánico de Pulido, se antojaba irreal a la mayoría de los que vegetaban en el sopor de Sidi Dris. Era ésta una posición asomada al mar, sobre un acantilado que por la mañana daba a un brumoso horizonte azul. Por la noche se oía el batir de las olas en la playa angosta, y al arrullo de aquel rumor constante se dormían pesadamente los soldados. Cuando la madrugada ya estaba avanzada, sólo velaban los centinelas, con un ojo en la negrura del mar y otro en los montes tras los que aguardaba el enemigo invisible. Incluso Pulido acababa durmiéndose, aunque en sueños seguía murmurando:
Читать дальше