Lorenzo Silva
El lejano país de los estanques
Et esta es piedra que quebranta todas las otras, foradando las o taiando, et ninguna otra non puede tomar en ella. Et aun faz mas esta piedra, que si con ella traen las otras, muele las todas; pero hay una natura de plomo, aque dizen en arauigo açrob et en latin estanno, que quebranta esta manera de piedras desta guisa; que embueluen el estanno en derredor de la piedra el dan con el martiello; quiebra luego, et desque la quebrada, si fizieren mortero et maiadero deste plomo, pueden la y moler et fazer della poluos.
ALFONSO X, Lapidario.
Capítulo 1 UNA MUJER SUSPENDIDA
Perelló aspiró fuerte a través del pañuelo y sentenció:
– Vaya par de peras.
– Si usted lo dice, mi brigada -admitió Satrústegui, con disciplina pero sin énfasis, respirando cautelosamente a través de su pañuelo para que no le llegara demasiado el hedor.
– Coño, Satrústegui, encima de ser vasco tienes gaseosa en las venas. No sé cómo ni quiénes te admitieron en el Cuerpo.
– Reconozca, mi brigada, que la chica no está en su mejor momento.
– Eso es lo fuerte, Satrústegui. Imagínala en la playa, cuando se las estaba tostando. Uf.
– Si imaginación no me falta. No vaya a creerse que en todo Amurrio hubo otro chaval al que le diera por hacerse txakurra .
– De todas maneras, Satrústegui, y volviendo al asunto. Ya soñaba yo encontrarme un cuerpazo así alguna vez. Treinta años de servicio. Si tarda un poco más me pilla jubilado.
Satrústegui meneó la cabeza.
– Está muerta, mi brigada. Y mire cómo la han dejado. Es una putada. No sé cómo tiene estómago para pensar en eso.
– Todos nos morimos, Satrústegui. Hay que buscarle alicientes a la vida.
Cada uno a su modo, ambos tenían razón. La mujer estaba colgada por las muñecas, completamente desnuda. Habían pasado la cuerda por encima de uno de los travesaños que servían de decoración falsamente rústica al salón del chalet y habían debido izar el cuerpo antes de atar el cabo de la cuerda al pomo de una de las puertas. La punta de los pies estaba a unos cuarenta centímetros del suelo. Tenía un tiro en el cuello y otro en el cráneo, un poco por encima de la sien izquierda. No habían sido disparados a bocajarro y no había excesiva sangre. A primera vista no se advertía ninguna otra señal de violencia, aunque la piel de las muñecas estaba ligeramente desgarrada. El cuerpo había adquirido un tono amarillento, pero mantenía la mínima tersura necesaria para que Perelló pudiera ponderar sin escrúpulo el atractivo físico de la víctima. El forense había de certificar, a la mañana siguiente, que la muerte le había sobrevenido un día y medio antes del hallazgo del cadáver. Los vecinos habían dado el aviso no por la falta de señales de vida en la casa, algo que cualquiera está acostumbrado a experimentar en un chalet al lado del mar que se alquila para la temporada, sino por el olor. A escasos metros del cadáver resultaba verdaderamente nauseabundo. Estaban en agosto y en la cala la humedad era intensa y persistente.
– ¿Qué opina del arma, mi brigada?
Perelló observó de cerca los dos balazos. Se rascó la frente y decidió:
– No caben muchas dudas, incluso para un guardia de pueblo como yo. Se lo hicieron con un 22. Y juraría que era un revólver. Luego vendrá un tipo y escribirá lo mismo después de darle al microscopio durante unos minutos. Lo que yo diga es una apuesta, pero lo que él firme será una prueba. Por eso yo estoy en este puñetero pueblo y él vendrá de Palma o de Madrid.
– Lo del calibre parece bastante probable. ¿Por qué un revólver?
– Podría ser un rifle, pero es más difícil de llevar encima y la bala habría entrado con más fuerza. Por no hablar de otros destrozos, en el cuello habría orificio de salida, casi con toda seguridad. Podría ser una pistola de tiro olímpico, pero es un arma menos frecuente. Por aquí paran muchos extranjeros. Hay países en el extranjero en los que un revólver del 22 se vende en el supermercado. Al lado de las sopas de sobre.
– Así que tenemos incluso un posible perfil del sospechoso. Cualquiera diría que hemos aprovechado los diez minutos que llevamos de investigación, mi brigada.
– No te entusiasmes, Satrústegui. En los diez minutos más que nos quedan de investigación no daremos con el asesino. Dentro de nada llegarán el juez y el resto, con las fotos, el equipo de recoger huellas y las narices arrugadas. Entonces nos pondrán en la puerta para mantener a raya a los curiosos. Mejor aprovecha el rato para disfrutar del paisaje, mientras nos lo dejan. Ya vendrán otros a hacer justicia.
– De verdad que no entiendo cómo puede disfrutar de esto, mi brigada.
– Cuando tengas una panza como la mía se te revolverá menos el estómago, Satrústegui. Es una cuestión de holgura, supongo.
Un cuarto de hora después llegaba la juez. Era una mujer de unos veintinueve años, blanquecina y pecosa. Precediéndola, casi se diría que protegiéndola, avanzaba, enérgico y desembarazado como de costumbre, el capitán Estrada. No le sacaría más de dos o tres años a la juez y era notorio que se creía en buena situación para acceder a sus favores. Perelló consideraba más codiciable su sueldo que a la juez en sí, algo canija para su gusto. Pero el capitán, ya fuera por fingimiento o por convicción, se cuidaba de transparentar el menor reparo. Ella se dejaba hacer, no sin una cierta displicencia hacia las maneras demasiado desenvueltas de Estrada.
– A sus órdenes, mi capitán -tronó Perelló desde la entrada del chalet.
– Buenos días, brigada. Por favor, ordene al número que mantenga retirados a los curiosos.
– Satrústegui, ya lo has oído.
– A sus órdenes, mi brigada -acató Satrústegui con resignación.
– ¿Cómo está la víctima? -preguntó el capitán.
– Bien muerta -aseveró Perelló, lacónico.
– No me joda, brigada. Disculpe, Señoría -se excusó al instante Estrada, sonriendo, y cambiando de cara y de interlocutor inquirió-: Me refiero a si el cuerpo se encuentra en muy mal estado.
Perelló suspiró y se encogió de hombros.
– Depende de lo que usted entienda por eso, mi capitán.
Estrada se rindió:
– ¿Vamos allá, Señoría?
– A eso hemos venido, si no tiene inconveniente -gruñó la juez. Estrada carraspeó y se ruborizó en medio de otra de sus forzadas risitas. A la juez la fastidiaba que el capitán la tutelase como si fuese una párvula, cuando allí, de acuerdo con las leyes, era ella quien mandaba. Pero no podía ocultar el nerviosismo. Era su primera asesinada y temblaba de forma ostensible.
Perelló los guió hasta la habitación. Con el mismo sentimiento con que habría señalado un jamón colgado en una despensa, o quizá con algo menos, les señaló el cadáver.
– Ahí lo tienen.
La juez fue corriendo a un rincón y vació en un santiamén el almuerzo, desde el café hasta los aperitivos.
– Dios santo, qué peste -se quejó Estrada con algún propósito confuso o erróneo. Dejó que la juez se desahogara sin atreverse a intervenir y sólo cuando ella se incorporó con el pañuelo en la boca se acercó a socorrerla.
– ¿Se encuentra bien?
– En la gloria -murmuró para sí Perelló…
– Discúlpenme -musitó la juez-. Es terrible.
– ¿No quiere tomar un poco el aire?
– No se preocupe, capitán. Me sobrepondré.
La juez se acercó al cadáver. Como estaba demasiado pálida para sonrojarse ante el abrupto espectáculo de muerte y desnudez, le dio por descomponer el gesto hasta convertirlo en una mueca de incierto significado. Examinó los dos orificios, sin lograr aparentemente enterarse de nada, dedicó un apremiado vistazo a las partes pudendas que había elogiado Perelló y cuando se detuvo en el vientre una arcada la arrebató de nuevo en dirección al rincón vomitorio, donde se alivió esta vez de lo que le quedaba del desayuno y de la cena de la noche precedente.
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