Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– Ya sabe que prefiero actuar solo.

– Y tú ya sabes que esto es la mili, Vila. Te llevas a Chamorro.

No lo podía creer. Chamorro era una cría de veinticuatro años que había intentado entrar en todas las academias militares para seguir la tradición familiar y que habiendo fracasado en el empeño se había conformado a regañadientes con ser guardia. No era del todo mal parecida, alta y medio rubia, pero la aridez de su trato le había granjeado como apodo una reordenación de las letras de su apellido que, en honor a la verdad, estaba más justificado por el truco fácil que por su nada ostensible orientación sexual. Más que masculina, era un poco seca y bastante tímida. Su buen número le había permitido elegir aquel destino y su expediente estaba repleto de méritos académicos, pero no tenía un año de experiencia.

– Yo preferiría a Salgado, si se me autoriza a hacer una propuesta al respecto.

– Todos preferís a Salgado. A ver si se casa de una vez con alguno y dejáis de hincharme las pelotas.

– No me malinterprete, mi comandante. No sólo es una chica despejada y está más curtida que Chamorro, sino que también es bastante más desparpajada y vistosa. Si hay que moverse en ambientes dudosos, no hay comparación.

– Si hay que moverse en ambientes de tortilleras, Chamorro es su pareja -se burló el comandante, con zafiedad.

– A las lesbianas, suponiendo que hubiera que lidiar con alguna, les gustan las mujeres igual que a usted, mi comandante. Piense quién le llamaría la atención de las dos. Pues igual a ellas.

Pereira frunció el ceño. Temí haber ido demasiado lejos.

– Si le parece poco vistosa, dígale cómo tiene que pintarse, elíjale la ropa o recomiéndele una esteticién. Pero no estoy dispuesto a que un elemento con posibilidades se quede para vestir santos porque a todos mis hombres les ponga más cachondos esa Barbie vestida de verde. Y ésta es una buena ocasión para rodar a Chamorro. Un asunto asequible.

Pereira había hablado con una extremada dulzura y me había tratado de usted. En su particular psicología eso significaba que la conversación había concluido y que si tenía en alguna estima mi sueldo y mis galones, tan modestos ambos, pero útiles para mi supervivencia, más me valía obedecer y callar.

– A sus órdenes, mi comandante -aullé. En la vida civil se desconocen las grandes ventajas que proporciona el trato rígidamente jerárquico. Es algo que a medida que se extiende la confusión social y moral en todas las esferas va quedando más y más olvidado. Pero la distancia de la relación jerárquica, sobre todo cuando se somete a algo superior a mando y subordinado (como pasa en el ejército, siempre), ofrece una adecuada protección y un grado importante de libertad. Que uno debe hacer lo que le salga de las narices al jefe, dentro de un orden, es un axioma que vale para cualquier actividad remunerada y muchas gratuitas. Pero, una vez constatada esa circunstancia, la defensa que de la propia intimidad y de la conciencia individual proporciona un sistema como el militar no tiene equivalente en la vida civil. Cuando uno le grita a su superior que está a sus órdenes lo pone a tres metros de distancia y desde esa seguridad, puede al mismo tiempo empeñar toda su alma en ensuciar la memoria de la madre que lo parió. Pereira no era mal tipo, y no llegué a ese extremo, pero si yo hubiera sido menos comprensivo muy bien habría podido hacerlo mientras estaba firme ante él.

– Zaplana te proporcionará el resto de los detalles -terminó Pereira, ahora con su suave antipatía habitual-. Preséntate a él mañana a primera hora. Sales en un vuelo chárter a las tres y media de la mañana. Si hay alguien armando alboroto en el aeropuerto no te asustes, serán los dos a los que hemos dejado sin plaza en ese vuelo.

– A sus órdenes -repetí.

– Te doy un chollo, Rubén. Lo hizo la novia, en un arrebato, y no tienes más que formarte un cuento consistente. Si eres rápido esto se verá y sacarás algo. Hemos hecho cosas más difíciles, por supuesto. Sin embargo, lo que vale al final es lo que sirve para contentar a los de arriba. Has trabajado bien estos años. Hace tiempo que esperaba que viniera algo así para dártelo. No falles porque no sé cuándo tendrás otra ocasión de lucirte como ésta.

Salí del despacho de Pereira meneando la cabeza. Era la primera vez en tres años que aquel hombre tenía un gesto conmigo. Y sobre todo, la primera vez que empleaba mi nombre de pila.

Capítulo 3 UNA VÍCTIMA PROMISCUA

Me encontré con Chamorro en el aeropuerto. Me fui hacia ella y la saludé con un beso de familiaridad que ella encajó más o menos como si Nosferatu le hubiera chupado la cara con la lengua chorreante de sangre.

– Un poco más de soltura, Chamorro, que somos pareja.

– Lo siento, mi sargento.

– Cuando nos oigan otros espero que te acuerdes de llamarme Luis.

– Descuide.

– ¿Has memorizado todos los datos de los dos?

– ¿A qué se refiere con todos?

– Los que la gente normal suele recordar. Nunca sería necesario que te supieras un número de la Seguridad Social, por ejemplo. Eso no se lo sabe nadie, ni siquiera el suyo. Tampoco pasa nada si te olvidas de mi DNI. Pero mi supuesto apellido, dónde trabajo, todo eso debes sabértelo.

– Desde luego.

– Bien. Vamos a facturar el equipaje.

Chamorro vestía una ropa bastante sobria, aunque no totalmente inverosímil. También llevaba medias. Antes de llegar a los mostradores de facturación, le ordené:

– Cuando dejemos el equipaje pasas al servicio, te quitas las medias y las echas por el váter.

– ¿Cómo?

– Por el váter. Las medias. ¿Has visto a alguien que vaya de veraneo con medias? Si no pones atención esto va a ser difícil, Chamorro.

– Lo siento.

Chamorro era una profesional puntillosa y la hería que la corrigieran. También era púdica y no debía gustarle que un hombre la aconsejara sobre la desnudez de sus piernas. Pero cuanto antes se enterara de que no había ido a parar a un mundo de caballeros, como le habría pasado si hubiera conseguido ingresar en la Escuela Naval, menos posibilidades tendría de malograr lo que íbamos a hacer.

El avión salió puntual. Lo bueno de los vuelos de madrugada es que a esa hora no hay congestiones en el tráfico aéreo. Nos habían sentado en una fila de a dos asientos y a nuestro alrededor todos dormitaban. Mientras ascendíamos hacia el firmamento estrellado me dirigí a Chamorro:

– Estás al corriente de los hechos, me imagino.

– He estudiado la documentación que ha llegado de Palma esta mañana.

De que Chamorro era una chica estudiosa no me cabía duda. Pero eso no era lo que me interesaba. Con una brutalidad deliberada, declaré:

– Todo apunta a que la vieja se cepillaba a la muerta o la muerta a la vieja, que el orden no altera el producto. Esas relaciones son problemáticas y sobre todo cuando hay diferencia de edad. Por otra parte el arma homicida tiene las huellas de la vieja. Así que vamos con una hipótesis. ¿Sabes lo que significa eso, Chamorro?

– Creo que sí -dudó, ruborizándose.

– Significa que lo más posible es que las cosas pasaran de la manera en que parece que pasaron, pero no que no puedan haber pasado de otra manera. Ni más, ni menos. O sea, que salvo que nos demos de narices con algo raro, la vieja es la asesina y nosotros la empapelamos. Pero si nos tropezamos con algo raro, ya podemos tener mucho cuidado en seguir creyendo que es a la vieja a la que hay que empapelar, porque la estaremos cagando y bien.

– ¿No cree que fuera ella?

– En este momento, Chamorro, no tengo ningún elemento de juicio que me permita pensar en otra persona. Es más, apuesto 99 a 1 a que será la vieja y a que dentro de una semana estamos de vuelta. Lo que ocurre es que hasta ahora no dispongo de ninguna impresión que haya obtenido por mí mismo. Somos militares y la disciplina es para nosotros una virtud, pero eso no quiere decir que debamos oler con la nariz de otro. Hay que afilar la nariz de uno, y la única forma es desconfiar de lo evidente.

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