Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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Lorenzo Silva Carta Blanca Para Pablo para que lo sepa y lo recuerde y - фото 1

Lorenzo Silva

Carta Blanca

Para Pablo, para que lo sepa y lo recuerde, y nunca

tenga que vivir nada semejante.

No te ofrezco ningún gozo, sino sólo la lucha.

L. M. PANERO

El que dice que nunca ha temido nada, no dice la

verdad. Cada hombre en determinados minutos

ha conocido el miedo. Pero el miedo es una especie

de preludio. Después de él ha de seguir una acción.

Así que lo que cuenta es lo que el hombre haga

después de sentir el miedo y a causa del miedo.

VILÉM KOSTKA, citado por JAROSLAV SEIFERT

El hambre da valor al chacal.

PROVERBIO MARROQUÍ

ADVERTENCIA

Este libro es una obra literaria de ficción. Aunque ocasionalmente aluda a determinados personajes, situaciones y hechos históricos, la peripecia narrada en él es fruto de la invención de quien la cuenta. Sin perjuicio de lo anterior, el autor se ha tomado algunas molestias para procurar que nada de lo que aquí se refiere resulte demasiado fantasioso. Por si hiciera falta, anotaremos que la realidad de la época en la que se sitúa la acción conoció acontecimientos tan extremados como el que más pueda impresionar al lector en las páginas que siguen.

PRIMERA PARTE. PRIMERA PARTE. ZELUÁN-SEGANGAN-YEBEL HARCHA, OTOÑO DE 1921

1

Un par de años antes de convertirse en el pingajo que apareció ante los ojos de su hermano sobre la tierra amarilla de la alcazaba de Zeluán, al cabo Rafael Bermejo le habían saltado dos dientes de una sola hostia. Se la había dado un descomunal marinero griego, con el que en mala hora había coincidido frente a una taberna del puerto de Málaga. Antonio Bermejo recordaba bien qué piezas habían volado de las encías de su hermano Rafaelito, por culpa del chiste que su poco seso le había llevado a hacer en el momento más inoportuno y a cuenta del sujeto menos a propósito. Sólo gracias a aquel detalle, y a los deslucidos galones rojos que se sujetaban a la guerrera raída, fue posible reconocer los despojos del cabo Rafael Bermejo entre las momias que se esparcían por el recinto de la vieja alcazaba de Zeluán- A algunos de los demás también los habían desdentado, pero a culatazos y pedradas, que solían causar otros destrozos en las mandíbulas y desalojar de su sitio bastantes más dientes que los que le faltaban a aquel cadáver.

Cuando se abrió paso en su cerebro, aturdido aún por el combate reciente, la certeza de haber encontrado todo lo que quedaba de aquella sangre de su sangre, Antonio Bermejo deseó no haberlo buscado nunca. Y a la vez sintió que era el destino el que le abocaba a dar con él, y le arrastraba a continuación, en secuencia inapelable, a procurarse un desquite que aún veía borroso, pero que desde ese preciso instante empezaba a fraguarse en su ánimo con un ardor febril.

Un par de horas antes había estado hurgando, sin éxito, entre los restos del aeródromo. Allí, según las últimas noticias que tenía de él, había estado destinado su hermano. En las abandonadas instalaciones habían tratado de atrincherarse momentáneamente los rebeldes rifeños, hasta que el empuje decidido de la ofensiva española les había aconsejado replegarse. Cuando las tropas entraron en el campo de aviación algunos muertos resecos descubrieron, porque raro era el rincón de aquella tierra que no albergaba restos del holocausto que en ella había tenido lugar dos meses atrás; pero no tantos como habrían debido hallar si toda la guarnición hubiera quedado allí. Según se suponía, a partir de los testimonios más bien confusos que sobre el desastre de julio y agosto habían dado los pocos supervivientes, alguna gente del aeródromo debía de haberse acogido a los muros de la alcazaba, donde con el grueso de las fuerzas de la zona, más los soldados procedentes de puestos avanzados que hasta allí llegaban huyendo, se había intentado ofrecer una improbable y a la postre fallida resistencia.

Por eso, cuando Antonio Bermejo atravesó la puerta de la alcazaba de Zeluán, y ante sus ojos se extendió aquel muerterío calcinado por el sol de las muchas semanas que los cuerpos llevaban insepultos, a la garganta se le agarró una tenaza que iba mucho más allá del nudo que a todos les producía el olor de la pudrición y el espanto de la masacre. Y ahora, mientras contemplaba el vientre abierto de su hermano, sus muñecas ligadas con alambre de espino, y el piquete de alambrada clavado entre las piernas esqueletizadas, aquella angustia pugnaba por explotar y salir hecha grito a mezclarse con el aire envenenado de muerte y de odio. Pero sólo murmuró, tan bajo y tan entre dientes que apenas pudo oírlo el hombre que tenía más cerca:

– Hijos de la grandísima puta. Putas bestias sarnosas.

Y un segundo después, ahogando un sollozo:

– Rafaelito. Niño, coño, cómo te han…

Hizo memoria. Había tenido un mal barrunto, el ya a la sazón sargento del Tercio de Extranjeros Antonio Bermejo, cuando se había enterado de que al hermano pequeño también lo mandaban a África. Porque él sabía lo que había, después de tres años de campaña: sabía lo perra que era la vida, lo jodidos que eran los moros, lo cabrones que podían ser los oficiales. Él había encontrado allí su sitio, y en cuanto se había enterado de la formación de una nueva unidad de choque, aquel Tercio cuyo uniforme ahora vestía, se había apuntado para estar donde se daba leña, porque el fuego y la mierda y hasta el miedo le calentaban la sangre y eso no le disgustaba. Pero nada de lo que había en África iba con Rafaelito, que era flojo, jacarero y un poco penco, y que siempre, desde chico, había metido el pie donde podía torcérselo y el dedo donde se le podía quedar pillado. Que tenía su chispa, con todo, y no era acoquinado ni indeciso, pero también, como demostraba el percance con el marinero griego, tendía demasiado a decir la gracia cuando no debía y a atreverse cuando tocaba tentarse la ropa.

Y al fin, allí estaba. Seco y consumido sobre la tierra maldita del Rif, envuelto en uno de aquellos descoloridos harapos caquis que la jalonaban, convertidos en el sudario de la peor de las muertes. Abatido, exterminado, martirizado, como tantos otros miles de infelices: los pobres que habían tenido la mala suerte de andar por allí a finales de julio y comienzos de agosto, cuando lo que parecía un ejército se había desmoronado frente a aquellos demonios rifeños que se habían levantado, como un solo hombre, para expulsarlos de su tierra. A veces pensaba el sargento Bermejo en eso, en que era su tierra, la de los moros, lo que ellos, los extranjeros cristianos, querían arrebatarles. Y por un momento entendía que los otros no se aviniesen, entendía que mordieran, y hasta se sentía tentado de respetarlos, porque en la refriega los moros eran duros y sufridos y un combatiente siempre acaba admirando algo al adversario que no se arruga y le planta cara. Pero todo el respeto se le iba al carajo mirando aquello. Viendo los cuerpos torturados, mutilados, vejados de todas las formas concebibles. O al distinguir, de pronto, sobre el costillar que antes había sido el pecho de un hombre, el cagajón dejado a conciencia por uno de aquellos piojosos miserables y sanguinarios, que no había podido encontrar otro sitio donde aliviarse la tripa. Cuando se hacía eso, ya no podía esperarse respeto. Ninguna consideración, y ninguna piedad, estaba dispuesto el sargento Bermejo a tenerles en el futuro. Ni a ellos, ni a sus mujeres, ni a sus hijos, ni a sus hijas, ni a sus ancianos. Según contaban los soldados demenciados que habían logrado salvarse de la carnicería, todos, mujeres y chiquillos y viejos incluidos, se habían ensañado con los moribundos, antes de rematarlos con sus sucias gumías oxidadas. Y el resentido y colérico sargento legionario iba a acordarse bien de todo el horror, toda la ignominia, todo el desprecio, todas las variantes del martirio infligido a sus hermanos. A su pobre, a su risueño hermano Rafaelito.

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