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Lorenzo Silva: Carta Blanca

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Lorenzo Silva Carta Blanca

Carta Blanca: краткое содержание, описание и аннотация

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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Si Hamid hubiera contado en algo para el sargento, éste le habría explicado que eso no le valía porque un lugar por cuya posesión había habido una sangrienta batalla, y que suponía por tanto infestado aún de moros armados, no era lo que se acomodaba mejor a la idea que le rondaba. Pero nada le dijo de esto, y el rifeño hubo de pensar sin más pistas, y deprisa, en una manera de salir del paso. Escogió el primer nombre que le acudió a la mente.

– ¿Tú conocer Yebel Harcha?

– Creo. ¿Ese monte grande que hay al otro lado del Uixan?

– Sí. Ahí empezar cábila de Beni Bu-Yahi. No era cierto, y Harnid lo sabía. El límite de Beni Bu-Yahi, aun siendo impreciso, como casi todo en el Rif, se hallaba propiamente un poco más allá de Yébel Harcha. Pero dedujo que el sargento quería algo que estuviera más cerca que Monte Arruit, y le dijo Yebel Harcha porque cumplía el requisito y porque por allí no conocía a nadie, aparte de un hombre con el que había tenido una agria disputa en el zoco. Si había que elegir algún lugar para exponerlo a los malos instintos del español, ése era el más cercano que se le ocurría donde no iba a perjudicar a nadie a quien apreciase.

– Yebel Harcha -dijo el sargento-. ¿Cuánto puede llevar ir hasta allí?

– Tener que rodear Yebel Uixan. Dos horas de marcha, para hombre joven como tú. Yo y mi burro tardar tres horas, más o menos.

– Dos horas -sopesó Bermejo, con la mirada ausente.

– Bueno, yo calcular eso, quizá ser algo más -titubeó Hamid.

– Y allí, me dices, ya son buyahis, ¿no?

Hamid hubo de experimentar una ligera inseguridad, y un pesado remordimiento, al sostener su mentira, ante la mirada inquisitiva que le clavó el español; pero no tenía más remedio que hacerlo y lo hizo.

– Sí, mi sargento.

– Muy bien, jasán . Anda, chaval -se dirigió entonces al ranchero-, dale aquí al abuelo algo que te sobre y que le venga bien. Habichuelas, azúcar, un par de latas. Y no le regatees, que se ha portado bien.

– Gracias, mi sargento -dijo Hamid, agachando la cabeza.

– Eso tendrá que decírselo a mi suboficial, mi sargento -intervino entonces el ranchero, que hasta entonces no había osado despegar los labios. Temía a Bermejo, que tenía fama de perro, pero no temía menos a su suboficial.

– Yo le digo a tu suboficial lo que haga falta -gruñó el sargento-. Y tú haz lo que te he dicho. ¿O tienes algo más que discutir?

– A sus órdenes, mi sargento -aulló el ranchero. Esa misma tarde, durante la hora de la siesta, Bermejo reunió al cogollo de su pelotón. En torno al sargento se congregaron los mismos siete que se habían juntado ante la tumba de su hermano Rafaelito en la alcazaba de Zeluán: Casals, Klemper, Balaguer, López, Navia, Gallardo, Faura. Miraban al sargento con mal disimulada curiosidad, porque no era demasiado común que Bermejo los convocara de aquella manera para hablarles. No era hombre de muchas palabras, ni resultaban éstas necesarias para lo que hacían normalmente.

– No pongáis esas caras -se arrancó el sargento-. La cosa es simple. Quiero saber quiénes se vienen conmigo de caza esta noche.

Los hombres se miraron. Gallardo, que era el menos cauto, dijo:

– ¿Y qué se caza por aquí y de noche, mi sargento?

– Qué va a ser -dijo el sargento, sin la menor emoción.

Gallardo alzó las cejas, sinceramente desorientado.

Mojamés , borrico -apuntó Navia, entre dientes.

– Coño, mira el minero, qué listo -se burló Gallardo-. Si fuera eso, el sargento ni preguntaría, Ya sabe que a eso se le da cuando haga falta.

– De lo que hablo -atajó Bermejo- es de salir por libre. Por nuestra cuenta, sin órdenes. Así que no os lo estoy diciendo como vuestro sargento. No se trata de un servicio, sino de algo extraoficial.

– Y se trata de ir adónde -se interesó Klemper. No sólo era cabo y el más viejo de todo el grupo, sino también el más pragmático.

– Hacia el interior, entre los montes -dijo Bermejo. -¿Cuánto hacia el interior? El sargento bajó la vista al suelo. -Dentro de la zona de ellos. Hora y media de marcha -rebajó, cediendo a una súbita deslealtad con los suyos, la estimación que le había dado el viejecillo. Le salió así, sin ninguna premeditación.

– La luna está ya muy grande y el cielo demasiado raso -hizo notar Klemper-. Eso va a tener mucho peligro, mi sargento.

– A ver si nos entendemos, cabo. El que no quiera o le asuste no tiene que venir. Lo que pregunto es si alguien me acompaña voluntario.

El sargento había pronunciado la palabra clave. Ante ella, en el Tercio, sólo había una reacción que no acarreara absoluto deshonor y el desprecio de los demás: dar un paso al frente. Pero esta vez no era como otras. Se trataba de una cuestión personal del sargento, lo había dejado bien claro. Además, desde que había encontrado a su hermano, Bermejo no era el mismo. Algo parecía haberse desajustado dentro de él; como poco, distaba de ser un hombre al que se pudiera seguir ciegamente. Aquella misma ocurrencia venía a confirmarlo: mientras los demás que salían de razia se dedicaban a castigar los pueblos que tenían más cerca, él quería meterse hora y media de camino, internándose en el territorio todavía no recuperado a los moros.

– ¿Y por qué tan lejos? -preguntó Klemper, erigido ya prácticamente en portavoz del resto.

– Porque allí están los que hicieron lo de Zeluán -explicó el sargento, con un tono y una mirada que pretendieron resultar concluyentes.

Los hombres sopesaron la noticia. El sargento añadió: -Podemos esperar a que nos lleven las operaciones, pero si se da mal puede que todavía tardemos un par de semanas. Y si se da bien, saldrán corriendo antes de que lleguemos y no tendremos a quién cobrarle la deuda. Echándole huevos, no siendo muchos y con un poco de suerte, nos vamos ahora, pasamos al otro lado del monte, los pillamos desprevenidos y les damos un escarmiento. A los que podamos. 0 a los que pueda. Porque si no viene nadie más, me voy solo.

La última frase tuvo el efecto de espesar aún más el silencio. En tales coyunturas, siempre hay quien aguanta y piensa menos que los otros.

– Yo voy con usted, mi sargento -dijo Balaguer, poniéndose en pie.

– Y yo -se sumó Casals, con su perenne y vacía sonrisa.

Hubo una incómoda pausa. Pero casi al unísono se irguieron López y Gallardo. Luego, lo hizo Navia, y sólo quedaron Klemper y Faura.

El austriaco, aunque su sentido común le sugería otra respuesta, sabía que no podía resistirse, porque allí donde estaba regían fuerzas que nada tenían que ver con la razón. En cuanto a Faura, sólo estaba esperando a que todo fuera cosa hecha, para no ser uno de los que empujasen. La idea del sargento le parecía, como a Klemper, disparatada; pero si estaba decidido, no iba a oponerse.

Faura se puso en pie, sin prisa. Al verlo, el cabo dijo: -Está bien, cabrones. No voy a quedarme aquí yo solo, para echaros luego de menos.

5

E1 sargento Bermejo se acercó con parsimonia al legionario Poveda, que hacía el turno de vigilancia en el lado suroeste del parapeto. Poveda no distinguió bien quién venía hacia él, así que alzó el fusil y gritó:

– Alto, santo y seña. -Tu puta madre, Poveda -respondió el sargento-. Si fuera un moro que viniera a degollarte te iría por detrás, joder.

– Eh, ¿quién vive? Santo y seña he dicho -insistió Poveda.

– Soy Bermejo, hombre. -Ah, mi sargento. Perdone usted, pero así de lejos… Bermejo llegó hasta el centinela, le devolvió el saludo y le dio una palmada en el hombro. Después se apoyó en el parapeto y aspiró el aire de la anochecida, mientras contemplaba, al fondo, las montañas sobre las que se iban cerniendo las sombras. Distinguió a su izquierda la cumbre del Uixan, tras cuya mole de día rojiza y ahora casi negra estaba aquel Yebel Harcha que ocupaba sus cavilaciones.

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