Lorenzo Silva
La Sustancia Interior
Para Carlos, por la pluma.
Para Mª Ángeles, por la tinta.
The stuff inside is mostly junk.
RAYMOND CHANDLER, The long Good-bye.
PRÓLOGO PARA UNA POSIBLE SEGUNDA EDICIÓN
El presente texto de La sustancia interior difiere en muy poco del que fue publicado en la todavía no demasiado lejana primavera de 1996. Entonces la obra tuvo alguna repercusión, que fue modesta en cuanto a sus cifras pero resultó muy alentadora para su autor en lo que se refiere al sentir general de aquellos pocos lectores.
Con ellos y conmigo mismo tenía contraído el compromiso de revisar ciertos extremos del libro. Se trataba ante todo de asear algunas de sus páginas, aliviándolas de determinados errores formales que mi impericia o la precipitación de aquella edición primera, cuando no ambas, me habían llevado a deslizar. Agradezco a los lectores las observaciones que me han permitido localizar estos errores, y muy especialmente reconozco las valiosas sugerencias recibidas de Carlos Soto y de Ricardo Senabre, a quienes me atrevo a mencionar por razones distintas, pero en ambos casos suficientes para evitar malinterpretaciones: del primero soy amigo de toda la vida y del segundo, aunque alguna vez haya sido generoso conmigo, no espero que vaya a ser nunca un gran partidario de esta novela en particular.
En otros aspectos, los cambios aquí introducidos pueden resultar casi imperceptibles, porque afectan a una muy escasa fracción del texto y no varían en absoluto el sentido de la historia. Las únicas alteraciones de contenido que me he autorizado son un par de aclaraciones puntuales y alguna depuración de circunstancias y adjetivos. Fuera de ellas, el fondo del libro permanece exactamente como estaba.
Quiero creer que ésta es la versión definitiva de La sustancia interior. No porque sea perfecta o porque esté limpia de fallos, sino porque no me siento en condiciones de trabajar más sobre ella. Han pasado seis años desde que la concebí y durante ese tiempo la he revisado decenas de veces. Durante esas revisiones, muchas de ellas desarrolladas en turbias noches insomnes, he cercenado una buena parte del texto originario y he llegado a darle una forma que quizá resulte extraña o incluso anómala, pero que a la postre ha terminado por convertirse, al menos para mis fuerzas y mis herramientas, en una especie de superficie blindada. Soy consciente de que éste es un libro que fascina a unos lectores y disgusta a otros, y no acabo de saber por qué. Alguien me ha dicho que la alegoría resulta demasiado compleja y la peripecia demasiado inhumana, pero también hubo quien se emocionó con el libro y captó su significado sin ningún esfuerzo.
Nada más lejos de lo pertinente que tratar de dar mi explicación aquí para paliar posibles problemas de interpretación. Sólo diré que he escrito una historia para ser leída ante todo como tal, y que la realidad que hay debajo no es tan intrincada como a veces se ha pretendido.Tiene que ver, simplemente, con los conflictos y desaires que en mi parecer sufre cada día el hombre de nuestro tiempo. Si el lector acierta a sentirlo así, creo que la descifrará sin dificultad. Si no, espero que sepa disculpar el fracaso de su artífice.
Madrid, 4 de febrero de 1998
El extranjero se detuvo ante la catedral. Contra el cielo oscuramente gris, sobre la fachada desfigurada por el andamiaje, las torres se alzaban majestuosas, despreciando al espectador y aun el resto del edificio, sometido, en su inconclusión, al imperio de sus formidables apéndices. Eran cuatro, suavemente cónicas, las dos centrales cinco o seis metros más altas que las exteriores. Cada una de ellas arrancaba de un haz de columnas asentadas en lo alto de la nave, continuaba con un trecho de pared lisa y a partir de la altura en que empezaba a adelgazarse perdía gradualmente su solidez en una trama de vanos que revelaban la oquedad interior. Faltaban los pináculos, apenas insinuados en las dos torres centrales, pero eso no perjudicaba, por cierto, la pureza de sus líneas.
Aterido y frágil en la tarde de enero, el extranjero avanzó hacia el hueco a medio rematar que algún día habría de ocupar el tímpano de entrada. Dudó al pasar bajo el andamio y observó con reprobación los materiales negligentemente amontonados por todas partes. Nadie le salió al paso hasta que no hubo traspuesto el portal y se halló en el interior del templo sin techumbre.
¿Quién es usted? -ladró el vigilante. Era un individuo malencarado, iba vestido con ropas deslucidas por el uso y esgrimía un bastón de madera mugrienta.
El extranjero le eludió durante un par de segundos, mientras contemplaba el caótico aspecto que, vista desde allí, ofrecía la catedral. En algunas capillas las paredes estaban completamente terminadas, pero otras apenas estaban revestidas y en la mayoría abundaba el ladrillo desnudo. En el centro de la nave, ajenos a cuanto los circundaba como las torres rechazaban cualquier vínculo con la fachada de la catedral, se veían los muros de piedra afiligranada que rodeaban el altar mayor y el coro. La minuciosidad de los bajorrelieves, la perfección de los arcos ojivales y la airosa delicadeza de las falsas columnas labradas en aquellos muros se conciliaban apenas con el desaliñado armazón en cuyo centro se erguían. No tenía sentido haber culminado aquella labor a la intemperie, pensó el extranjero, mientras se acordaba de pronto del vigilante que aguardaba su respuesta.
– Soy el maestro tallista -explicó, sin mirar al otro; y añadió con cierta altivez-: Me esperan.
– ¿ Quién le espera? -se revolvió el vigilante.
– Recibí el encargo del Arzobispo. Llevo conmigo una carta con su sello y su firma. ¿He de enseñársela? -Si no tiene inconveniente.
– Pensé que no era la persona apropiada para verla.
– Probablemente no. Pero no pasará de aquí si no me la enseña -razonó el vigilante con inesperada malicia.
El extranjero hurgó en su equipaje y sacó un papel amarillento. Lo tendió al vigilante sin desplegar y mientras éste se entendía con él se abstrajo en el vuelo de un arbotante cercano, visible a través de una de las discontinuidades de las fachadas laterales.
Parece auténtico -juzgó el vigilante, tras examinar el documento al derecho y al revés-. No puedo asegurarlo porque nunca he visto la firma ni el sello del Arzobispo, a menos que sean realmente éstos.
– ¿Por qué insistió en que le enseñara el papel, entonces?
– Porque usted no podía negarse.
– ¿Es eso un motivo?
No, era una ventaja. Puede curiosear por ahí, si quiere. El arquitecto no está. A decir verdad, yo ni siquiera le conozco. El capataz sí viene cada día. Es aquel que viste de azul y mueve mucho los brazos. Tendrá que hablar con él, si quiere saber algo sobre la obra. Aunque al final deberá ver a algún canónigo, supongo.
– Gracias -gruñó el extranjero, recogiendo la carta que el otro le devolvía.
Aparte del color de su indumentaria, que destacaba sobre la masa grisácea de los operarios, el capataz se distinguía por su corta estatura y por ser el único dentro de aquel recinto que parecía animado por un propósito. Su gesticulación resultaba algo nerviosa, pero al menos reflejaba un cierto interés por llevar aquello adelante. Los demás se movían despacio e intermitentemente. El extranjero estuvo un rato observándoles y se fijó en más de uno que asistía a la construcción con la distancia propia de un curioso desocupado. Al fin avanzó hacia el capataz. Mientras sorteaba los múltiples obstáculos que se interponían en su camino, el extranjero reparó en la presencia hasta entonces inadvertida de otra clase de personajes. Sus ropas eran del mismo color que las del resto de los operarios, pero algo variaba en su forma, o en su hechura, o quizá, apostó sucesivamente, se diferenciaban por haber sufrido un menor desgaste o por el movimiento de los cuerpos que envolvían. En ellos el descuido de los otros era reemplazado por una especie de contención. Vio a uno cincelando en el muro que defendía el coro, a otro rematando un arco, a un tercero dirigiendo, entre la resignación y la desesperanza, a cuatro operarios que elevaban una columna. Los tres eran jóvenes, aunque en el del coro atisbó cabellos grises. Su porte era taciturno, y su mirada, la de quien no estuviera demasiado contento. Habiendo alcanzado ya la proximidad imprescindible, el extranjero reclamó la atención del capataz:
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