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Lorenzo Silva: Carta Blanca

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Lorenzo Silva Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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En un momento del sueño, cuando ya parecía que iba a limitarse a la monotonía de aquella marcha tensa por encima y por medio de los muertos, sonó el silbido de un disparo, y de pronto la compañía de hombres precavidos en cuyo seno marchaba Faura se transformó en una jauría de perros de presa que se desplegaban con el cañón del fusil sediento de sangre, los músculos apretados y la mirada inyectada. El sonido de la jauría era una suma de ruidos desacompasados: los jadeos de los hombres, el golpeteo sordo de las cartucheras de lona, el resbalar de las alpargatas por el suelo terroso, algún chasquido metálico (uno que temerariamente esperaba a ese momento para accionar el cierre y poner una bala en la recámara, otro que al acuclillarse hacía golpear el fusil contra la bayoneta). Faura se abalanzó tras un montículo y desde allí empezó a otear el horizonte a su alrededor. Sólo a bulto pudo estimar de qué dirección venía el fuego, pero eso le proporcionó las referencias necesarias para ver al rifeño cuando efectuó el segundo disparo. Entonces, lentamente, adoptó la posición de tiro, cuidando de que el cañón de su arma quedara enmascarado por un matorral de altabaca (así, según le había dicho Gallardo, se llamaba aquella hierba de tacto viscoso y aroma penetrante, y que al parecer también abundaba en las tierras de Cádiz). De esa guisa aguardó, abandonado al olor intenso de la planta aromática, que era ya para él el olor de África. Lo aspiró con fuerza, sintiéndose vivificado, rotundo como pocas veces podía sentirse en su frágil e inestable condición de humano. Y cuando el tirador volvió a alzarse, apretó el gatillo (como mandaban los cánones, con decisión pero apenas empujándolo un poco), aguantó el retroceso del arma y un instante después vio al moro caer hacia atrás aparatosamente, con la garganta atravesada por un balazo. Algunos de sus compañeros salieron de sus escondrijos y aullando como lobos empezaron a avanzar hacia la loma donde se retorcía el moribundo. No había nadie más, o nadie más les disparó. Faura se puso en pie y echó a correr con los otros. Cuando llegó, el moro aún respiraba. De su cuello manaba un caño de sangre, estaba condenado y lo sabía, y los hombres que lo veían morir bromeaban sobre su aspecto andrajoso, sobre el gorgoteo que emitía como todo quejido, sobre sus flacas piernas renegridas que pataleaban saliéndose de la chilaba de color' pardo. Le habían quitado el fusil y le iban probando las fuerzas que le quedaban arreándole de cuando en cuando algún puntapié. Faura vio llegar al sargento Bermejo. Se plantó junto al caído y lo escrutó con gesto glacial. Los demás hombres callaron. Al cabo de unos segundos, el sargento entreabrió la boca y dejó bailar en el borde de su labio inferior un espeso gargajo verdoso. Antes de que se soltara, lo envió de un escupitajo al rostro del rifeño. Y sin demorarse más de un par de segundos, le aplastó la nariz de un culatazo. Pero no fue un culatazo al azar, como los que a veces uno daba en propinar en el fragor del combate cuerpo a cuerpo. El fusil cayó vertical, directo, como un martillo hundiendo un clavo. El hombre que estaba tendido en el suelo quedó inmóvil, y Bermejo le pateó con desprecio la cabeza.

Alguien dijo entonces, absurdo como lo era todo:

– Eh, que anda por aquí el míster. Faura se volvió y vio justo detrás de él a míster Atkins, con su estrafalaria cámara cinematográfica, rodando la escena sin perder detalle.

Bermejo ordenó, perentorio:

– Faura, rómpesela.

Y Faura, sin pensárselo, sin conmoverse, como nada le había producido la menor emoción en todo lo que llevaba soñado (salvo quizá el recuerdo de su madre, el olor de la altabaca) le dio un manotazo en la cámara a míster Atkins y la tiró contra unas piedras. Luego la pisoteó hasta dejarla hecha pedazos, ante la estólida consternación del reportero que, sin embargo, extrañamente, parecía estar esperando que le arruinaran el juguete y no hizo nada por impedirlo.

Ahí se despertó Faura. Su cerebro embotado repasó el sueño. Lo más extravagante resultaba ser lo más real. Se acordó de aquel americano que hacía semanas, como un perfecto insensato, se les había unido para rodarlos en acción. Había corrido junto a ellos bajo el fuego enemigo, tirándose a veces cuerpo a tierra con su armatoste de la forma más cómica, exponiéndose otras de la manera más estúpida, abstraído, aunque eso Faura no podía imaginarlo, en el rodaje de un plano singularmente impactante. Pero todos los idiotas tienen suerte, hasta que la agotan, Pensaba el legionario, y el hecho era que Atkins había salido de la refriega sin un solo rasguño. Tanta fortuna le había animado a cruzar las líneas y a irse con su cámara al campo de los moros, donde con el mismo desparpajo había empezado a rodar sus campamentos, sus trincheras, sus aduares. Los rifeños le dejaban hacer, como tenían por costumbre con los locos, hasta que uno de ellos le preguntó para qué servía esa máquina que llevaba. Y cuando el ingenuo americano le explicó, muy ufano, que registraba las imágenes, pero con la particularidad de hacerlo en movimiento, los que estaban a su alrededor se abalanzaron sobre él, le arrebataron la cámara y se la destrozaron. Desconsolado y perplejo ante la inesperada reacción de aquellos salvajes que hasta poco antes le habían tratado con deferencia (por ser un observador neutral, creía él), Atkins se quejó, alegando cándidamente que los españoles no le habían impedido rodar lo que le había venido en gana. «Es que nosotros no somos tan tontos como ellos», le había respondido, riéndose, el que parecía mandar sobre los otros.

Al menos, así circulaba la historia entre los legionarios, según la había contado, al parecer, el propio Atkins en un cafetín de Melilla, después de regresar con los escombros de su cámara y todo el trabajo perdido. Faura no creía demasiado en los sueños, porque siempre, o casi siempre, era capaz de destriparlos y de verles la burda urdimbre con que se enlazaban las distintas piezas, a las que tampoco le costaba rastrearles el origen. Había una excepción, unos sueños que tenía a veces y que le hacían despertar con la congoja abrumándole el resto de corazón que, pese a todo, aún guardaba en alguna parte. Pero estos sueños los borraba de su mente enseguida. Con una fantasmagoría como aquélla, por el contrario, podía convivir tranquilamente. Los muertos, los huesos, el fuego, la sangre, la crueldad inhumana, el pobre americano avasallado en su candor: todo ese exceso formaba parte de su rutina, como el café demasiado dulce que les servían en el campamento, porque algún tarado había decidido que derrochar el azúcar certificaba de manera indiscutible que aquellos soldados llamados siempre a la vanguardia del ataque recibían, a cambio de su sacrificio, lo mejor que pudiera dárseles, lo que a los demás combatientes se les escatimaba. Aunque a veces el legionario se preguntaba quién era más tarado, si el que decidía esas cosas o los que, él incluido, consentían tomar parte y dejarse matar en aquella barbarie cochambrosa y ruin.

Faura contempló la sucia lona de la tienda. No quiso consultar el reloj, para no saber cuánto le quedaba de duermevela hasta que sonara la corneta tocando diana. Tampoco quiso mirar a sus compañeros,, que roncaban como cerdos a su alrededor. Imaginó la boca abierta y babeante de Navia, que hacía el dormido más rudo y grotesco de todos, pero no con disgusto, sino con esa especie bestial de ternura que el soldado desarrolla hacia el soldado de al lado. Sí, como decía el moro que le había machacado la cámara a Atkins, los españoles eran tontos. Los españoles y todos los extranjeros, como Klemper o Balaguer o el presunto ex oficial serbio López, que se les habían unido en aquella campaña inútil e interminable. Porque detrás de los montes que ahora miraban sólo había más montes, y así sucesivamente durante kilómetros y kilómetros. Montes y montes llenos de alimañas rabiosas, hambrientas, indómitas; y vacíos de cualquier cosa que pudiera servirle a nadie, salvo las minas de hierro con el que hacer más fusiles y cañones para poder continuar la guerra que se alimentaba de este modo a sí misma como un círculo infernal. Pero había algo de lo que el moro no se percataba, y que al pensarlo, allí tumbado en la tienda, le procuró a Faura una tortuosa satisfacción: ni a él, ni a otros muchos, les importaba en absoluto ser tontos. Habían aceptado serlo, es más: habían querido serlo. Y eso los hacía tan peligrosos como aquel moro no podía imaginar, aunque otros paisanos suyos ya lo sabían. Lo sabían, estuvieran donde estuvieran, todos los que habían muerto a manos de Faura y sus compañeros en los últimos dos meses, en particular los que habían caído desgarrados a bayonetazos, mirándoles a los ojos destellantes de furia homicida. Y también alguno que había vivido para contarlo. Faura se acordaba de uno de los pocos prisioneros que habían hecho. Un hombre de unos cincuenta años, que afirmaba venir de lejos, del oeste, de allí donde se había gestado el ataque de julio. Chapurreaba español, y durante el rato que le tocó vigilarle, Faura le dejó pegar la hebra. Sin animarlo y a la vez sin impedirle que hablara. Le daba igual, como da igual que zumbe una chicharra o que cante un pájaro.

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