Lorenzo Silva - El nombre de los nuestros

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El nombre de los nuestros es la historia de una trágica equivocación: la de la política colonial de España en el protectorado de Marruecos. La novela se inspira, advierte el autor, "en los avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados españoles […] que defendían las posiciones avanzadas de Sidi Dris, Talilit y Afrau, en Marruecos". Dos soldados de leva, Andreu -un anarquista barcelonés- y Amador -un madrileño empleado de seguros, adscrito a la UGT-, y el sargento Molina, con la colaboración de Haddú, un singular policía indígena, protagonizan un relato en el que se describen, no ya los horrores de la guerra, sino el horror del hombre ante un destino irracionalmente impuesto por eso que llaman «razón de Estado».
Ante ellos, la harka, el conjunto de tropas irregulares marroquíes que el torpe mando militar español menosprecia desde sus despachos. Un enemigo invisible en un paraje en el que aparentemente no sucede nada, pero que se prepara lúgubre e inexorablemente para la masacre. El nombre de los nuestros se plantea como la novela épica de unos personajes condenados al heroísmo, aunque no crean en él o a sabiendas de su inutilidad. Amparándose en la crónica de unos hechos que aún hoy no gusta recordar, Lorenzo Silva construye la parábola desmitificadora de los restos de un imperio de cartón piedra, y nos engancha magistralmente a unos personajes de carne y hueso: responsables, imperfectos, reconocibles, carne de cañón…
La épica de unos personajes condenados al heroísmo en una magistral novela sobre eso que se llama «razón de Estado».

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Vio venir al Rey, rodeado de todos los moscones. Aquella misma playa que ahora pisaban, recordó Molina, la había pisado él un año atrás, pero no con el garbo y la desenvoltura con que ellos venían. Cuando él había puesto el pie allí, aunque supuestamente ya habían abierto camino los legionarios, seguían cayendo los pepinazos de la harka, y Molina había tenido que empujar a sus hombres para que tomaran posiciones y no se quedaran helados de pánico en la orilla, esperando a que uno de aquellos surtidores de arena los levantara hechos pedazos. Era la primera vez que Molina había sentido los cañonazos tan cerca, y desde luego no pensaba olvidarla. El resto, la victoria que ahora celebraban una y otra vez, había sido un bonito infierno. Molina no era perezoso y había combatido en terrenos difíciles, pero ninguno como aquellos acantilados que casi había que escalar, con el inconveniente de que en cada agujero había un harqueño disparando como loco. Al final su gente estaba tan harta que remataba a aquellos moros a bayonetazos, y Molina no hacía por impedirlo. Cuando todo hubo terminado, se habían organizado algunas excursiones de recreo. Los soldados iban a la casa del Jatabi, para robar algún recuerdo del caudillo vencido, o al lugar en el que habían estado recluidos los oficiales prisioneros, donde todavía quedaban trozos de las cadenas. El propio Molina se había acercado a la casa del Jatabi, o mejor a sus restos humeantes, que eran todo lo que quedaba para entonces. Le había parecido una visión triste, aunque aquel hombre fuera su enemigo.

El Rey pasó revista a las tropas. Era un individuo simpático y dicharachero, que se movía con elegante brusquedad. Pasó muy erguido frente a Molina e inclinó enérgicamente la cabeza ante la bandera. Molina pensó que era la primera vez que le veía, y que muy posiblemente sería la última. Trató de ponerse en su lugar, y quiso imaginar qué era lo que a su vez veía aquel hombre, cuando miraba el paisaje que les rodeaba y las filas de soldados firmes ante él. ¿Cómo podía contarle nadie, al Rey, lo que en aquel lugar y a aquellos soldados había sucedido? ¿Cómo podía nadie conseguir que aquel hombre, atildado, enhiesto, sintiera algo de lo que Molina o cualquiera de los demás había sentido y sentía ahora al recordarlo? El sargento se dijo que no podía ser; que el Rey lo miraría todo, con atención, según se lo iban enseñando los generales, los ayudantes, los funcionarios, y nunca acertaría a ver nada.

Nunca acertaría a ver a los soldados segados por los disparos de los moros, ni a los que habían sujetado una gumía sobre su cuello y habían logrado hacerla caer o habían terminado cayendo bajo su filo. Nunca acertaría a oír los alaridos terroríficos de los harqueños al asalto, ni el ruido de la tierra al abrirse bajo una explosión, ni el silbido insidioso de las balas sobre la cabeza. Nunca sentiría la sed como fuego, el sueño como plomo, el calor, el cansancio de animal, la inmundicia de establo, de blocao, de parapeto. Nunca olería el sudor, la pólvora, el áspero aroma de los matorrales. Nunca saborearía la sangre, los orines, el miedo persistente. Nunca tocaría la madera fría del fusil en el puesto nocturno de centinela, la carne yerta o deshecha del camarada muerto. Nunca tendría las sensaciones mínimas, absolutas, invencibles, de las que estaba hecha aquella guerra que tan felizmente había ganado.

Aquel hombre, y los hombres como él, seguirían ordenando que otros hombres como Molina les pelearan una causa, cualquiera, y lamentarían perderla y festejarían ganarla, pero fuera cual fuese el resultado, nunca iban a comprender. Mientras el Rey se alejaba camino del muelle y del majestuoso buque de guerra que lo llevaría de vuelta a casa, Molina quiso acordarse sólo de todos los que se habían quedado allí, de todos los hombres a los que el Rey no conocía. Quiso volver a sentir el esfuerzo constante y las alegrías efímeras que había compartido con ellos, diestros o torpes, antipáticos o afables, soldados u oficiales, musulmanes o cristianos. Volvió a sentirse encerrado tras el parapeto, viendo pasar las horas y menguar las municiones sin que llegara el socorro prometido. Volvió, en fin, a experimentar la fascinación de aquellos atardeceres Africanos, anaranjados y flamígeros, sobre el mar o las montañas, cuando los combatientes casi olvidaban que estaban allí para matarse unos a otros y percibían una extraña inmensidad.

Antes de romper filas, Molina pensó una vez más en la harka. Ahora que ya era historia, se acordó de cuando todavía no había venido, de cuando casi nadie la esperaba y algunos juraban, desdeñosos, que ni siquiera existía. Seis años después, habían acabado con ella; la habían hecho trizas con sus cañones y sus carros de combate y sus invulnerables acorazados. Habían enrolado a sus desertores, ocupado sus bases, pisoteado sus estandartes. No podía haber desaparecido más completamente. El mismo estaba a punto de abandonar África, y supuso que pronto, quizá al cabo de un año o dos, tendría incluso la tentación de olvidar que la harka hubiera atacado alguna vez. Desde luego, afirmaban ahora todos, y no sólo los más optimistas, de lo que no podía caberle a nadie ninguna duda era de que la harka no volvería a resurgir.

Pero por un instante, Molina la vio. Sintió su aliento, sofocado tras la barrera de las montañas; su amenaza, invisible como el ímpetu que movía a todos los seres a vivir y perecer. Y entonces supo que para él, como para todos los que la habían conocido, la harka no dejaría de existir nunca.

Madrid-Getafe- Caracas-Amberes

27 de septiembre -7 de diciembre 1998

AGRADECIMIENTOS

Para escribir este libro he contado con la colaboración de varias personas. Debo agradecer en primer lugar a mi padre, Juan José Silva, la eficacia con que ofició para mí como vehículo de transmisión oral (que quizá es la más genuina) de las historias Africanas de su padre, y también como caracterizado asesor en múltiples cuestiones relacionadas con la milicia. A él, así como a Carlos Soto, José Ignacio García, Raúl Bartolomé, Laure Merle D'Aubigné, M.ª Antonia de Miquel, Carlos Pujol, Andreu Teixidor y Eduardo Gonzalo, debo un muy valioso apoyo y oportunas observaciones sobre el .manuscrito que sirvieron, en la medida de lo posible, para mejorar el resultado final.

Especial gratitud, dadas mis carencias en la materia, siento por los consejos y orientaciones que en aspectos náuticos me proporcionó José Antonio de Tomás, quien también tuvo la deferencia de revisar desde este ángulo el manuscrito. Mi deuda se extiende a Fernando Talión por proporcionarme útiles precisiones respecto de los tratamientos y usos entre los miembros de la Armada, y a Francisco Domingo por su providencial asesoramiento en cuestiones artilleras. A Macarla González y Carmen Santana debo reconocerles, y les reconozco, algunos detalles de su infancia rural que recojo en la novela.

Mi agradecimiento y mis disculpas merece igualmente el personal de la Biblioteca Nacional y del Museo y Archivo Naval, al que importuné una y otra vez, incluso al filo del horario y con infracción de normas, para recabar información sobre Marruecos y sobre la modesta y desconocida escuadra costera de África, respectivamente.

Y por obvio dejo para el final el reconocimiento debido a mi mujer, M.ª Angeles, mi primera lectora, asesora literaria y extraliteraria y sufridora paciente del disparatado espectáculo doméstico del novelista en plena brega, que con acaso inconsciente heroísmo eligió albergar dentro de su propia casa.

[1] En primer lugar, y si bien es cierto que la secuencia de la acción se corresponde a grandes rasgos con la de los acontecimientos reales, debo indicar que me he permitido introducir algunas modificaciones que impiden que el relato pueda seguirse como un fiel reflejo de lo allí acaecido. En algún caso sólo he abreviado o refundido peripecias, pero en muchos otros he recurrido lisa y llanamente a la invención. El criterio para ello ha sido estrictamente literario. [1] Por las mismas razones he renunciado a imitar con absoluta fidelidad el habla probable de aquellos soldados, que para mi gusto habría lastrado el texto de un excesivo casticismo. El lector interesado en ambos particulares (la realidad rigurosa de lo ocurrido y la voz exacta de aquellos hombres), podrá encontrar satisfacción en la notable aunque a menudo desconocida literatura española sobre la guerra marroquí. A mí me interesaban más los aspectos «intemporales» de aquel episodio, y a ellos he procurado primordialmente ceñirme. Algunos personajes tienen referencias bien precisas, que el conocedor de la historia real desentrañará sin gran dificultad. Al construirlos, a ellos como a los enteramente inventados, he intentado que fueran un reflejo medianamente verosímil de los auténticos, sobre cuyas circunstancias y peripecias he tratado de instruirme con la mínima negligencia posible. Nada de eso les priva, no obstante, de su condición de criaturas de fantasía. En cuanto a los nombres originales de los barcos y de las posiciones, han sido respetados por comodidad para el lector y por su sugerente sonoridad, pero tampoco deben inducir en modo alguno a conferir valor histórico a la narración. Ciertos detalles relevantes de la historia proceden de la experiencia y los recuerdos del sargento del Ejército de África Lorenzo Silva Molina. Este libro quiere ser, en su limitación, un homenaje a él y a aquellos olvidados soldados de Ceriñola, que padecieron el infortunio de encontrarse a la vez en el peor lugar y en el peor momento y que se vieron obligados, por ello, a sacrificarlo todo a cambio de nada. Getafe, diciembre de 1998 Sirva de ejemplo la entrevista entre generales narrada en el capítulo 3, que tuvo lugar en el crucero Princesa, y no en el cañonero Laya, donde la sitúo. El contenido de la conversación está inspirado en documentos y relatos de testigos, pero en su mayor parte es puramente imaginario.

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