J. Molina
A Amador se le empaparon los ojos al leer aquellas líneas. De pronto, todo el sufrimiento de tantos meses se le subió a la garganta y se le hizo un nudo como nunca se le había hecho. Molina estaba vivo, seguía como siempre y se acordaba de él. Desde ese día, Amador se sintió menos solo y menos abandonado, con el aliento de quien era su sargento y camarada. Molina siguió escribiéndole cartas, que reproducían con pocas variaciones el tono y el contenido de la primera. Pero tras leerlas, Amador levantaba la cabeza y se repetía lo que le había prometido al sargento junto al parapeto de Afrau: iba a creer en su suerte, iba a pelearla y como fuera iba a salir de allí.
Eso mismo seguía creyendo Amador cuando llegó otra vez la Navidad, aunque no le pusieran nada fácil mantener la fe. Aquella segunda Navidad la pasaron los del campamento bajo las mismas amenazas, pero con más hambre y menos fuerzas y sintiendo en el alma el recuerdo de todos los que habían quedado por el camino en los doce meses anteriores. Sin embargo, hubo quien lo pasó peor. El sargento Badía, por ejemplo, que padeció la celebración que la harka tuvo la ocurrencia de organizar para los oficiales: estuvo cargado de grilletes, atado a un poste y oyendo cómo sus carceleros canturreaban, deformándola y burlándose de ella, la Marcha Real.
En los primeros días de enero empezó a hablarse insistentemente de la liberación. A los prisioneros sólo les llegaban rumores, aunque luego comprobarían que no distaban demasiado de la realidad. Según esos rumores, el Jatabi había pedido cuatro millones por ellos, pero el gobierno se negaba a pagarlos, porque no podía aceptar la vergüenza de comprar a los rebeldes la vida de los suyos. Algún prisionero se quejaba amargamente:
– Pero sí pueden vivir con la vergüenza de tenernos aquí. Vergüenza por vergüenza, mejor ésta, que va contra nuestras costillas.
Lo que se empezó a difundir en aquellos primeros días del nuevo año era que había aparecido un mediador, un banquero y millonario vasco que se había ofrecido a entregar el dinero para salvarle la cara al gobierno. El millonario, además, estaba dispuesto a permanecer como rehén personal del Jatabi, a quien conocía, para garantizar el buen fin de la operación. Avanzaron las semanas y cada vez parecía más inminente el desenlace. Como indicio esperanzador, los moros empezaron a agrupar a los prisioneros.
Una noche, a finales de enero, el jefe del campamento reunió a los sargentos y los cabos y les anunció que al día siguiente se pagaría el rescate y serían liberados. El jefe les dio la noticia con tristeza, por la renta que se le esfumaba. Pero si el Jatabi recibía el dinero que había pedido y le ordenaba entregar a aquellos prisioneros, no podía hacer nada para oponerse. Amador y los otros se miraron, incrédulos. El suplicio duraba ya dieciocho meses, era imposible que acabara así, de la noche a la mañana. Cuando el jefe se marchó, dieron la noticia a los demás. Tampoco podían asimilarlo, y aquella noche casi nadie concilió el sueño. La gente dudaba entre dejarse arrastrar por la euforia o temer que aquélla pudiera ser una jugarreta más del jefe.
Pero no lo era. Por la mañana los llamaron temprano y les dieron uniformes limpios, aunque usados, para reemplazar sus andrajos.
– Quieren que estemos presentables -comentó un sargento.
– Ahora dirán que nos han tenido en un hotel -apostó un soldado.
Fuera cual fuera el propósito, la señal confirmaba la noticia tanto tiempo esperada, y los hombres se cambiaron obedientemente. Los moros que los condujeron hasta la playa tenían el ánimo dividido. Por una parte debían estar contentos, ya que habían conseguido doblar el espinazo de los europeos al obligarlos a pagar por sacar a su gente, después de tanto proclamar que los liberarían por la fuerza. Por otro lado, aquellos moros perdían su sustento y su cómodo destino, y lo que ahora les aguardaba era alguna sucia trinchera para defenderla de los batallones de choque. Nunca llueve a gusto de todos, se dijo Amador, mientras trataba de estirarse su uniforme nuevo, un poco pequeño, y se preguntaba a quién habría pertenecido antes.
En la playa los supervivientes del campamento de la tropa se reunieron con los oficiales y con las mujeres. En la mirada de éstas se advertía que ya no esperaban salir de allí con vida, y a algunas ni siquiera parecía afectarlas la cercanía de su libertad. En total eran unos trescientos supervivientes, la mitad de los que habían apresado los harqueños dieciocho meses antes. El sargento Badía, muy animado, departía con los oficiales y con los emisarios que venían con el dinero para ajustar cuentas con los jefes moros.
En eso atracó en la playa un lanchón, y los que los vigilaban les dijeron que empezaran a subir a él.
– ¿Ya? -preguntó un soldado, atónito.
No se lo hicieron ordenar dos veces. Subieron al lanchón las mujeres y los niños y después todos los que cupieron, mientras los negociadores europeos volcaban, encima de unas mantas que los negociadores moros habían dispuesto sobre la arena, las sacas llenas de monedas de plata. Bajo el sol invernal relucían aquellas cascadas metálicas, que los moros iban contando con avariciosa diligencia.
Llegó otro lanchón, al que siguieron subiendo soldados, y después otro y otro. Con el último, trajeron a unos harqueños prisioneros que formaban parte del intercambio. Los negociadores moros pasaron lista, y alegaron, entre airadas protestas, que faltaban diez. Todavía quedaban en la playa la mitad de los oficiales, los sargentos y algunos cabos y soldados, entre ellos Amador. Aquel contratiempo les encogió el alma a todos; hasta llegaron a temer que iban a quedarse retenidos allí, cuando los moros armados que había cerca hicieron ademán de montar sus fusiles. Los negociadores europeos, ayudados por el sargento Badía, que desplegó sus mejores dotes diplomáticas, trataron de calmar los ánimos. Al final se llegó a una solución: se les daría a los moros doscientas mil pesetas más, por los que faltaban, y se convino también en pagar una factura imaginaria por gastos de manutención de los prisioneros, que ascendía a la peculiar cifra de 27.787 pesetas.
Cuando Amador subió al fin al lanchón y se separó de aquella playa, cerró los ojos, alzó la cabeza y dejó que el sol le diera en los párpados cerrados. Estuvo así durante cerca de un minuto, sintiendo en los labios y en la nariz la sal, el agua, la brisa. Había tardado año y medio en subir a aquella barca. Año y medio, desde que le dejaran atrás en la playa de Sidi Dris, por intentar salvar a un compañero. Pero ya estaba, había salido. En ese momento Amador supo que tenía suerte, y que aquella suerte la había ganado pero también le había sido concedida; tanta gente había luchado tanto o más que él, para acabar quedándose allí enterrada. Dio las gracias, a quien correspondiera.
En el barco, sin poder permanecer contenido por más tiempo, el júbilo se desató entre los ahora ex prisioneros. Corrió de proa a popa una felicidad enajenada, casi histérica, con lágrimas y risas, vivas y juramentos, que los periodistas que iban a bordo aprovecharon para retratar con fruición. Amador también sentía ganas de hacer ruido, de emborracharse, de aporrear algo, pero algo en su interior no veía con excesivo agrado aquel espectáculo estentóreo. Siempre había sentido una cierta incapacidad para dejarse arrastrar por el entusiasmo desbordado de las celebraciones. Nunca le parecía que hubiera tanto que festejar, y quizá aquella mañana, sobre la cubierta de aquel barco, sentía menos que nunca que la ocasión fuera propicia a la jarana. Habían conseguido salir, y eso era una alegría para cada cual, pero también había trescientas razones para el comedimiento: los trescientos que habían quedado atrás, y que nunca iban a reunirse con sus familias.
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