Patrick Rothfuss
El Nombre Del Viento
Traducción de Gemma Rovira
Título original: The Name of the Wind. The Kingkiller Chronicle: Day One
Primera edición: mayo, 2009
© 2007, Patrick Rothfuss
© 2009, Gemma Rovira Ortega, por la traducción
A mi madre, que me enseñó a amar los libros y me abrió las puertas de Narnia, Pern y la Tierra Media.
Y a mi padre, que me enseñó que si tenía que hacer algo, debía tomarme mi tiempo y hacerlo bien.
A…
… todos los lectores de mis primeros borradores. Sois muchísimos, demasiados para que os mencione a todos, pero no para que os ame a todos. Si seguí escribiendo fue gracias a los ánimos que me disteis. Si seguí mejorando fue gracias a vuestras críticas. De no ser por vosotros, no habría ganado…
… el concurso Writers of the Future. De no ser por su taller, no habría conocido a mis maravillosos colegas del volumen 18, ni…
… a Kevin J. Anderson. De no ser por sus consejos, no habría dado con…
… Matt Bialer, el mejor agente del mundo. De no ser por sus indicaciones, no le habría vendido el libro a…
… Betsy Wolheim, adorable editora y presidenta de la editorial DAW. De no ser por ella, no tendríais este libro en las manos. Quizá tendríais un libro parecido, pero este libro no existiría.
Y por último, al señor Bohage, mi profesor de historia del instituto. En 1989 le prometí que lo mencionaría en mi primera novela. Siempre cumplo mis promesas.
PRÓLOGO. Un silencio triple
Volvía a ser de noche. En la posada Roca de Guía reinaba el silencio, un silencio triple.
El silencio más obvio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera soplado el viento, este habría suspirado entre las ramas, habría hecho chirriar el letrero de la posada en sus ganchos y habría arrastrado el silencio calle abajo como arrastra las hojas caídas en otoño. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de clientes, ellos habrían llenado el silencio con su conversación y sus risas, y con el barullo y el tintineo propios de una taberna a altas horas de la noche. Si hubiera habido música… pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.
En la posada Roca de Guía, un par de hombres, apiñados en un extremo de la barra, bebían con tranquila determinación, evitando las discusiones serias sobre noticias perturbadoras. Su presencia añadía otro silencio, pequeño y sombrío, al otro silencio, hueco y mayor. Era una especie de aleación, un contrapunto.
El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en el suelo de madera y en los bastos y astillados barriles que había detrás de la barra. Estaba en el peso de la chimenea de piedra negra, que conservaba el calor de un fuego que ya llevaba mucho rato apagado. Estaba en el lento ir y venir de un trapo de hilo blanco que frotaba el veteado de la barra. Y estaba en las manos del hombre allí de pie, sacándole brillo a una superficie de caoba que ya brillaba bajo la luz de la lámpara.
El hombre tenía el pelo rojo como el fuego. Sus ojos eran oscuros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.
La posada Roca de Guía era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios, y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas de un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte.
1 Un sitio para los demonios
Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.
– Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… -Cob hizo una pausa para añadir suspense- ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!
Graham, Jalee y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.
Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.
– ¿Sabes qué significaba eso, muchacho? -Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.
El muchacho asintió lentamente y respondió:
– Los Chandrian.
– Exacto -confirmó Cob-. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba…
– Pero ¿cómo lo habían encontrado? -lo interrumpió el muchacho-. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?
– Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final -dijo Jake-. Deja que nos lo cuente.
– No le hables así, Jake -intervino Graham-. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.
– Ya me la he bebido -refunfuñó Jake-. Necesito otra, pero el posadero está despellejando ratas en la cocina. -Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía-. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!
El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos hogazas calientes de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con vigor y desenvoltura.
Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo Cob se zampó su cuenco de estofado con la eficacia depredadora de un soltero de toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo cuando él se terminó el pan y retomó la historia.
– Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que jamás había escapado nadie.
»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: "¡Rómpete!", y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire primaveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó al vacío…
El muchacho abrió mucho los ojos.
– ¡No! -exclamó.
Cob asintió con seriedad.
– Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre.
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