Eso había ocurrido hacía dos ciclos: veintidós días. Desde entonces no había pasado por el pueblo ningún otro comerciante serio, aunque era la estación en que solían hacerlo. De modo que, pese a que todos tenían presente la amenaza de un tercer impuesto, la gente miraba en sus bolsitas de dinero y lamentaba no haber comprado un poco de algo por si las primeras nevadas se adelantaban.
Nadie habló de la noche anterior, ni de esa cosa que habían quemado y enterrado. En el pueblo sí hablaban, por supuesto. Circulaban muchos rumores. Las heridas de Cárter contribuían a que esos rumores se tomaran medio en serio, pero solo medio en serio. Más de uno pronunció la palabra «demonio», pero tapándose la sonrisa con una mano.
Solo los seis amigos habían visto aquella cosa antes de que la enterraran. Uno de ellos estaba herido, y los otros habían bebido. El sacerdote también la había visto, pero su trabajo consistía en ver demonios. Los demonios eran buenos para su negocio.
Al parecer, el posadero también la había visto. Pero él era un forastero. El no podía saber esa verdad que resultaba tan obvia a todos los que habían nacido y habían crecido en aquel pueblecito: las historias se contaban allí, pero sucedían en algún otro sitio. Aquel no era un sitio para los demonios.
Además, la situación ya estaba lo bastante complicada como para buscarse más problemas. Cob y los demás sabían que no tenía sentido hablar de ello. Si trataban de convencer a sus convecinos, solo conseguirían ponerse en ridículo, como Martin el Chiflado, que llevaba años intentando cavar un pozo dentro de su casa.
Sin embargo, cada uno de ellos compró una barra de hierro frío en la herrería, la más pesada que pudieran blandir, y ninguno dijo en qué estaba pensando. Se limitaron a protestar porque los caminos estaban cada vez peor. Hablaron de comerciantes, de desertores, de impuestos y de que no había suficiente sal para pasar el invierno. Recordaron que tres años atrás a nadie se le habría ocurrido cerrar las puertas con llave por la noche, y mucho menos atrancarlas.
A partir de ahí, la conversación fue decayendo, y aunque ninguno reveló lo que estaba pensando, la velada terminó en una atmósfera deprimente. Eso pasaba casi todas las noches, dados los tiempos que corrían.
Era uno de esos días perfectos de otoño tan comunes en las historias y tan raros en el mundo real. El tiempo era agradable y seco, el ideal para que madurara la cosecha de trigo o de maíz. A ambos lados del camino, los árboles mudaban de color. Los altos álamos se habían vuelto de un amarillo parecido a la mantequilla, mientras que las matas de zumaque que invadían la calzada estaban teñidas de un rojo intenso. Solo los viejos robles parecían reacios a dejar atrás el verano, y sus hojas eran una mezcla uniforme de verde y dorado.
Es decir, que no podía haber un día más bonito para que media docena de ex soldados armados con arcos de caza te despojaran de cuanto tenías.
– No es una yegua muy buena, señor -dijo Cronista-. Apenas sirve para arrastrar una carreta, y cuando llueve…
El hombre lo hizo callar con un ademán brusco.
– Mira, amigo, el ejército del rey paga muy bien por cualquier cosa con cuatro patas y al menos un ojo. Si estuvieses completamente majara y fueras por el camino montado en un caballito de juguete, también te lo quitaría.
El jefe del grupo tenía un aire autoritario. Cronista dedujo que debía de ser un ex oficial de baja graduación.
– Apéate -ordenó serio el individuo-. Acabemos con esto y podrás seguir tu camino.
Cronista bajó de su montura. Le habían robado otras veces, y sabía cuándo no se podía conseguir nada discutiendo. Esos tipos sabían lo que hacían. No gastaban energía en bravuconadas ni en falsas amenazas. Uno de los soldados examinó la yegua y comprobó el estado de los cascos, los dientes y el arnés. Otros dos le registraron las alforjas con eficacia militar, y pusieron en el suelo todas sus posesiones materiales: dos mantas, una capa con capucha, la cartera plana de cuero y el pesado y bien provisto macuto.
– No hay nada más, comandante -dijo uno de los soldados-. Salvo unas veinte libras de avena.
El comandante se arrodilló y abrió la cartera plana de piel para examinar su contenido.
– Ahí dentro solo hay papel y plumas -dijo Cronista.
El comandante giró la cabeza y le miró por encima del hombro.
– ¿Eres escribano?
Cronista asintió.
– Así es como me gano la vida, señor. Y eso a usted no le sirve para nada.
El hombre rebuscó en la cartera, comprobó que era cierto y la dejó a un lado. A continuación vació el macuto sobre la capa extendida de Cronista y revisó su contenido.
Se quedó casi toda la sal de Cronista y un par de cordones de bota. Luego, para consternación del escribano, cogió la camisa que Cronista se había comprado en Linwood. Era de hilo bueno, teñida de color azul real, oscuro, demasiado bonita para viajar. Cronista ni siquiera había tenido ocasión de estrenarla. Dio un suspiro.
El comandante dejó todo lo demás sobre la capa y se levantó. Los otros se turnaron para rebuscar entre los objetos personales de Cronista.
El comandante dijo:
– Tú solo tienes una manta, ¿verdad, Janns? -Uno de los soldados asintió-. Pues quédate esa. Necesitarás otra antes de que termine el invierno.
– Su capa está más nueva que la mía, señor.
– Cógela, pero deja la tuya. Y lo mismo te digo a ti, Witkins. Si te llevas ese yesquero, deja el tuyo.
– El mío lo perdí, señor -dijo Witkins-. Si no, lo dejaría.
Todo el proceso resultó asombrosamente civilizado. Cronista perdió todas sus agujas menos una, sus dos pares de calcetines de repuesto, un paquete de fruta seca, una barra de azúcar, media botella de alcohol y un par de dados de marfil. Le dejaron el resto de su ropa, la cecina y media hogaza de pan de centeno increíblemente dura. La cartera de piel quedó intacta.
Mientras los hombres volvían a llenar el macuto de Cronista, el comandante se volvió hacia el escribano.
– Dame la bolsa del dinero.
Cronista se la entregó.
– Y el anillo.
– Apenas tiene plata -balbuceó Cronista mientras se lo quitaba del dedo.
– ¿Qué es eso que llevas colgado del cuello?
Cronista se desabrochó la camisa revelando un tosco aro de metal colgado de un cordón de piel.
– Solo es hierro, señor.
El comandante se le acercó, frotó el aro con los dedos y lo soltó de nuevo sobre el pecho de Cronista.
– Puedes quedártelo. Yo nunca me meto entre un hombre y su religión -dijo. Vació la bolsa en una mano y se sonrió mientras tocaba las monedas con un dedo-. La profesión de escribano está mejor pagada de lo que yo creía -comentó mientras empezaba a repartir las monedas entre sus hombres.
– ¿Le importaría mucho dejarme un penique o dos? -preguntó Cronista-. Lo justo para pagar un par de comidas calientes.
Los seis hombres se volvieron y miraron a Cronista como si no pudieran dar crédito a lo que acababan de oír.
El comandante rió.
– ¡Por el cuerpo de Dios! Los tienes bien puestos, ¿eh? -Había un deje de respeto en su voz.
– Parece usted una persona razonable -replicó Cronista encogiéndose de hombros-. Y todos necesitamos comer para vivir.
El jefe del grupo sonrió abiertamente por primera vez.
– Esa es una apreciación que no puedo discutir. -Cogió dos peniques y los blandió un momento antes de ponerlos de nuevo en la bolsa de Cronista-. Aquí tienes un par de peniques, por tu par de huevos. -Le lanzó la bolsa a Cronista y guardó la bonita camisa de color azul real en sus alforjas.
– Gracias, señor -dijo Cronista-. Quizá le interese saber que esa botella que ha cogido uno de sus hombres contiene alcohol de madera que utilizo para limpiar mis plumas. Si se lo bebe le sentará mal.
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