»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado, vio que no tenía más que un rasguño. Quizá fuera cuestión de suerte -Cob se dio unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad-, o quizá tuviera algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.
– ¿Qué amuleto? -preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de estofado.
El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le exigieran más detalles.
– Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.
– Una decisión muy sensata -le dijo Graham en voz baja al muchacho-. Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los favores».
– No, no-rezongó Jake-. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero el favor imperecedero».
El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, detrás de la barra, habló por primera vez esa noche.
– Te dejas más de la mitad:
Siempre sus deudas paga el calderero:
paga una vez cuando lo ha comprado,
paga doble a quien le ha ayudado,
paga triple a quien le ha insultado.
Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos de ver a Kote allí de pie. Llevaban meses yendo a la Roca de Guía todas las noches de Abatida, y hasta entonces Kote nunca había participado en la conversación. De hecho, eso no le extrañaba a nadie. Solo llevaba un año en el pueblo; todavía lo consideraban un forastero. El aprendiz de herrero vivía allí desde los once años y seguían llamándole «ese chico de Rannish», como si Rannish fuera un país extranjero y no un pueblo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de allí.
– Lo oí decir una vez -dijo Kote, notablemente turbado, para llenar el silencio.
El viejo Cob asintió con la cabeza, carraspeó y retomó el hilo de la historia.
– Pues bien, ese amuleto valía un cubo lleno de reales de oro, pero para recompensar a Táborlin por su generosidad, el calderero se lo vendió por solo un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata. Era negro como una noche de invierno y estaba frío como el hielo, pero mientras lo llevara colgado del cuello, Táborlin estaría a salvo de todas las cosas malignas. Demonios y demás.
– Daría lo que fuera por una cosa así en los tiempos que corren -dijo Shep, sombrío. Era el que más había bebido y el que menos había hablado en el curso de la velada. Todos sabían que algo malo había pasado en su granja la noche del Prendido pasado, pero como eran buenos amigos, no le habían insistido para que se lo contara. Al menos no tan pronto, ni estando todos tan sobrios.
– Ya, ¿y quién no? -dijo el viejo Cob diplomáticamente, y dio un largo sorbo de su cerveza.
– No sabía que los Chandrian fueran demonios -dijo el muchacho-. Tenía entendido…
– No son demonios -dijo Jake con firmeza-. Fueron las seis primeras personas que rechazaron el camino marcado por Tehlu, y él los maldijo y los condenó a deambular por los rincones de…
– ¿Eres tú quien cuenta esta historia, Jacob Walker? -saltó Cob-. Porque si es así, puedes continuar.
Los dos hombres se miraron largo rato con fijeza. Al final, Jake desvió la mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa.
Cob se volvió hacia el muchacho y explicó:
– Ese es el misterio de los Chandrian. ¿De dónde vienen? ¿Adonde van después de cometer sus sangrientos crímenes? ¿Son hombres que vendieron su alma? ¿Demonios? ¿Espíritus? Nadie lo sabe. -Cob le lanzó una mirada de profundo desdén a Jalee y añadió-: Aunque los imbéciles aseguren saberlo…
A partir de ese momento, la historia dio pie a numerosas discusiones sobre la naturaleza de los Chandrian, sobre las señales que alertaban de su presencia a los que estaban atentos y sobre si el amuleto protegería a Táborlin de los bandidos, o de los perros enloquecidos, o de las caídas del caballo. La conversación se estaba acalorando cuando la puerta se abrió de par en par.
Jake giró la cabeza.
– Ya era hora, Cárter. Explícale a este idiota cuál es la diferencia entre un demonio y un perro. Todo el mundo sab… -Jake se interrumpió y corrió hacia la puerta-. ¡Por el cuerpo de Dios! ¿Qué te ha pasado?
Cárter dio un paso hacia la luz; estaba pálido y tenía la cara manchada de sangre. Apretaba contra el pecho una vieja manta de montar a caballo con una forma extraña, incómoda de sujetar, como si llevara un montón de astillas para prender el fuego.
Al verlo, sus amigos se levantaron de los taburetes y corrieron hacia él.
– Estoy bien -dijo Cárter mientras entraba lentamente en la taberna. Tenía los ojos muy abiertos, como un caballo asustadizo-. Estoy bien, estoy bien.
Dejó caer la manta encima de la mesa más cercana, y el fardo golpeó con un ruido sonoro contra la madera, como si estuviera cargado de piedras. Tenía la ropa llena de cortes largos y rectos. La camisa gris colgaba hecha jirones, salvo donde la tenía pegada al cuerpo, manchada de una sustancia mate de color rojo oscuro.
Graham intentó sentarlo en una silla.
– Madre de Dios. Siéntate, Cárter. ¿Qué te ha pasado? Siéntate.
Cárter sacudió la cabeza con testarudez.
– Ya os he dicho que estoy bien. No estoy malherido.
– ¿Cuántos eran? -preguntó Graham.
– Uno -respondió Cárter-. Pero no es lo que pensáis…
– Maldita sea. Ya te lo dije, Cárter -prorrumpió el viejo Cob con la mezcla de susto y enfado propia de los parientes y de los amigos íntimos-. Llevo meses diciéndotelo. No puedes salir solo. No puedes ir hasta Baedn. Es peligroso. -Jake le puso una mano en el brazo al anciano para hacerlo callar.
– Venga, siéntate -insistió Graham, que todavía intentaba llevar a Cárter hasta una silla-. Quítate esa camisa para que podamos lavarte.
Cárter sacudió la cabeza.
– Estoy bien. Tengo algunos cortes, pero la sangre es casi toda de Nelly. Le saltó encima. La mató a unos tres kilómetros del pueblo, más allá del Puente Viejo.
Esa noticia fue recibida con un profundo silencio. El aprendiz de herrero le puso una mano en el hombro a Cárter y dijo, comprensivo:
– Vaya. Lo siento mucho. Era dócil como un cordero. Cuando nos la traías a herrar, nunca intentaba morder ni tirar coces. El mejor caballo del pueblo. ¡Maldita sea! Yo… -balbuceó-. Caray. No sé qué decir. -Miró alrededor con gesto de impotencia.
Cob consiguió soltarse de Jake.
– Ya te lo dije -repitió apuntando a Cárter con el dedo índice-. Últimamente hay por ahí tipos capaces de matarte por un par de peniques, y no digamos por un caballo y un carro. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tirar tú del carro?
Hubo un momento de incómodo silencio. Jake y Cob se miraron con odio; los demás parecían no saber qué decir ni cómo consolar a su amigo.
Sin llamar la atención, el posadero se abrió paso entre el silencio. Pasó con destreza al lado de Shep, con los brazos cargados de objetos, que empezó a disponer encima de una mesa cercana: un cuenco de agua caliente, unas tijeras, unos retales de sábanas limpios, unas cuantas botellas de cristal, aguja e hilo de tripa.
– Si me hubiera hecho caso, esto no habría pasado -masculló el viejo Cob. Jake intentó hacerlo callar, pero Cob lo ignoró-. Solo digo la verdad. Lo de Nelly es una lástima, pero será mejor que me escuche ahora si no quiere acabar muerto. Con esa clase de tipos, no se tiene suerte dos veces.
Carter apretó los labios dibujando una fina línea. Estiró un brazo y tiró del extremo de la manta ensangrentada. Lo que había dentro rodó sobre sí mismo una vez y se enganchó en la tela. Cárter dio otro tirón y se oyó un fuerte ruido, como si hubieran vaciado un saco de guijarros encima de la mesa.
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