Era una araña negra como el carbón y del tamaño de una rueda de carro.
El aprendiz de herrero dio un brinco hacia atrás, chocó contra una mesa, la derribó y estuvo a punto de caer él también al suelo. El rostro de Cob se aflojó. Graham, Shep y Jake dieron gritos inarticulados y se apartaron llevándose las manos a la cara. Cárter retrocedió un paso en un gesto crispado. El silencio inundó la habitación como un sudor frío.
El posadero frunció el ceño.
– No puede ser que ya hayan llegado tan al oeste -dijo en voz baja.
De no ser por el silencio, lo más probable es que nadie lo hubiera oído. Pero lo oyeron. Todos apartaron la vista de aquella cosa que había encima de la mesa y miraron, mudos, al pelirrojo.
Jake fue el primero en recuperar el habla:
– ¿Sabes qué es?
El posadero tenía la mirada ausente.
– Un escral -respondió, ensimismado-. Creí que las montañas…
– ¿Un escral? -le cortó Jake-. Por el carbonizado cuerpo de Dios, Kote. ¿Habías visto alguna vez una cosa como esa?
– ¿Cómo? -El posadero levantó bruscamente la cabeza, como si de pronto hubiera recordado dónde estaba-. Ah, no. No, claro que no. -Al ver que era el único que se había quedado a escasa distancia de aquella cosa negra, dio un paso hacia atrás-. Es algo que oí decir. -Todos lo miraron-. ¿Os acordáis del comerciante que vino hace un par de ciclos?
Todos asintieron.
– El muy capullo intentó cobrarme diez peniques por media libra de sal -dijo Cob automáticamente, repitiendo esa queja por enésima vez.
– Debí comprarle un poco -murmuró Jake. Graham asintió en silencio.
– Era un miserable -escupió Cob con desprecio, como si aquellas palabras tan familiares lo reconfortaran-. En un momento de apuro, podría pagarle dos, pero diez es un robo.
– No es un robo si hay más cosas de esas en el camino -dijo Shep, sombrío.
Todos volvieron a dirigir la mirada hacia la cosa que estaba encima de la mesa.
– Comentó que había oído decir que los habían visto cerca de Melcombe -se apresuró a decir Kote escudriñando el rostro de sus clientes, que seguían observando aquella cosa-. Creí que solo pretendía subir los precios.
– ¿Qué más te contó? -preguntó Cárter.
El posadero se quedó un momento pensativo y luego se encogió de hombros.
– No me enteré de toda la historia. Solo se quedó un par de horas en el pueblo.
– No me gustan las arañas -dijo el aprendiz de herrero. Se había quedado a más de cuatro metros de la mesa-. Tapadla.
– No es una araña -aclaró Jake-. No tiene ojos.
– Tampoco tiene boca -apuntó Cárter-. ¿Cómo come?
– ¿Qué come? -preguntó Shep, sombrío.
El posadero seguía observando aquella cosa con curiosidad. Se acercó un poco más y estiró un brazo. Los demás se apartaron un poco más de la mesa.
– Cuidado -dijo Cárter-. Tiene las patas afiladas como cuchillos.
– Como navajas de afeitar, diría yo -dijo Kote. Acarició con sus largos dedos el cuerpo negro e informe del escral-. Es duro y suave, como la cerámica.
– No lo toques -dijo el aprendiz de herrero.
Con cuidado, el posadero cogió una de las largas y lisas patas e intentó partirla con ambas manos, como si fuera un palo.
– No, no es duro como la cerámica -rectificó. La puso contra el borde de la mesa y se apoyó en ella con todo el peso del cuerpo.
La pata se partió con un fuerte crac-. Parece más bien de piedra. -Miró a Cárter y preguntó-: ¿Cómo se hizo todas esas grietas? -Señaló las finas rajas que cubrían la lisa y negra superficie del cuerpo.
– Nelly se le cayó encima -explicó Cárter-. Esa cosa saltó de un árbol y empezó a trepar por ella, haciéndole cortes con las patas. Se movía muy deprisa. Yo ni siquiera sabía qué estaba pasando. -Ante la insistencia de Graham, Cárter se dejó caer, por fin, en la silla-. Nelly se enredó con el arnés, se cayó encima de esa cosa y le rompió unas cuantas patas. Entonces eso se dirigió hacia mí, se me subió encima y empezó a treparme por todo el cuerpo. -Cruzó los brazos sobre el pecho ensangrentado y se estremeció-. Conseguí quitármelo de encima y lo pisé con todas mis fuerzas. Entonces volvió a subírseme… -Dejó la frase sin terminar; estaba pálido como la cera.
El posadero asintió con la cabeza y siguió examinando aquella cosa.
– No tiene sangre. Ni órganos. Por dentro es solo una masa gris. -Hundió un dedo-. Como una seta.
– ¡Por Tehlu! ¡No la toques más! -dijo, suplicante, el aprendiz de herrero-. A veces las arañas pican después de muertas.
– ¿Queréis hacer el favor? -intervino Cob con mordacidad-. Las arañas no son grandes como cerdos. Ya sabéis qué es esa cosa. -Miró alrededor, deteniéndose en cada uno de los presentes-. Es un demonio.
Todos miraron aquella cosa rota.
– No digas tonterías -dijo Jalee, acostumbrado a llevar la contraria-. No es como… -Hizo un ademán vago-. No puede…
Todos sabían qué estaba pensando. Era verdad que existían los demonios. Pero eran como los ángeles de Tehlu. Eran como los héroes y como los reyes: pertenecían al mundo de las historias. Táborlin el Grande invocaba al fuego y a los rayos para destruir demonios. Tehlu los destrozaba con las manos y los lanzaba, aullantes, a un vacío innombrable. Tu amigo de la infancia no mataba uno a pisotones en el camino de Baedn-Bryt. Eso era ridículo.
Kote se pasó una mano por el cabello rojo, y luego interrumpió el silencio:
– Solo hay una forma de saberlo -dijo metiéndose una mano en el bolsillo-. Hierro o fuego. -Sacó una abultada bolsita de cuero.
– Y el nombre de Dios -puntualizó Graham-. Los demonios temen tres cosas: el hierro frío, el fuego limpio y el sagrado nombre de Dios.
El posadero apretó los labios sin llegar a esbozar una mueca de desagrado.
– Claro -dijo mientras vaciaba la bolsita de cuero sobre la mesa, y empezó a rebuscar entre las monedas. Había pesados talentos de plata, finos sueldos de plata, iotas de cobre, medios peniques y drabines de hierro-. ¿Alguien tiene un ardite?
– Hazlo con un drabín -propuso Jake-. Son de hierro del bueno.
– No quiero hierro del bueno -replicó el posadero-. Los drabines tienen demasiado carbono. Es casi todo acero.
– Tiene razón -terció el aprendiz de herrero-. Pero no es carbono. Para hacer acero se emplea coque. Coque y cal.
El posadero asintió con deferencia.
– Tú lo sabes mucho mejor que yo, joven maestro. Al fin y al cabo, te dedicas a eso. -Sus largos dedos encontraron por fin un fino ardite entre el montón de monedas. Lo alzó-. Aquí está.
– ¿Qué le hará? -preguntó Jake.
– El hierro mata a los demonios -dijo Cob con voz vacilante-, pero este ya está muerto. Quizá no le haga nada.
– Solo hay una forma de averiguarlo. -El posadero los miró a todos a los ojos, uno por uno, como tanteándolos. Luego se volvió con decisión hacia la mesa, y todos se apartaron un poco.
Kote apretó el ardite de hierro contra el negro costado de aquella criatura y se oyó un breve e intenso crujido, como el de un leño de pino al partirse en el fuego. Todos se sobresaltaron, y luego se relajaron al ver que aquella cosa negra seguía sin moverse. Cob y los demás intercambiaron unas sonrisas temblorosas, como niños asustados por una historia de fantasmas. Pero se les borró la sonrisa de los labios cuando la habitación se llenó del dulce y acre olor a flores podridas y pelo quemado.
El posadero puso el ardite sobre la mesa con un fuerte clic.
– Bueno -dijo secándose las manos en el delantal-. Supongo que ya ha quedado claro. ¿Qué hacemos ahora?
Unas horas más tarde, el posadero, plantado en la puerta de la Roca de Guía, descansó la vista contemplando la oscuridad. Retazos de luz procedentes de las ventanas de la posada se proyectaban sobre el camino de tierra y las puertas de la herrería de enfrente. No era un camino muy ancho, ni muy transitado. No parecía que condujera a ninguna parte, como pasa con algunos caminos. El posadero inspiró el aire otoñal y miró alrededor, inquieto, como si esperase que sucediera algo.
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