Alesssandra Montali
EL SECRETO DEL VIENTO
Dejavù
© 2021 - Alesssandra Montali
Traducido por María Acosta
La luz del día que estaba despuntando se filtraba entre las viejas persianas del pequeño apartamento. Francesca se había despertado hacía poco y permanecía acurrucada bajo el calor de las mantas de lana que le había traído la dueña de la casa.
Cuando el despertador se puso a sonar se lo pensó dos veces antes de sacar fuera la mano para pulsar el botón y silenciarlo.
–¡Qué frío! –pensó, retirando enseguida el brazo.
Escudriñó entre las persianas y se dio cuenta de que afuera la jornada prometía buen tiempo.
Se estiró, desperezándose, se puso las mantas tapando la cara y se quedó quieta durante unos segundos inmersa en el silencio de la habitación.
–Debo levantarme… ¡Debo encontrar un trabajo! –la voz retumbó en la estancia.
Apartó las mantas y se levantó cubriéndose enseguida con la bata de lana. Luego abrió la ventana y con la punta de los dedos empujó hacia afuera las persianas que chirriaron de manera poco alentadora. La luz entró en la habitación e iluminó la pequeña estancia amueblada con un estilo antiguo.
Francesca, con los brazos cruzados y el aire absorto, estaba inmóvil al lado de la cama contemplando la que desde hacía dos noches era su nueva residencia. Dio unos pasos hacia el espejo sobre la cómoda, se paró para mirarse y le costó reconocerse: ¿aquella muchacha con el cabello corto y oscuro era ella?
Todavía no se identificaba con aquel nuevo corte y sobre todo con aquel color. Durante veintiocho años siempre había sido rubia y con el cabello largo, más abajo de los hombros. Apoyó los codos sobre la cómoda y se dijo que no había sido una gran elección. También se había teñido las cejas y ahora el resultado final no le gustaba en absoluto.
Encendió el teléfono móvil y esperó unos segundos con la esperanza de escuchar el sonido de los mensajes que, puntualmente, llegó.
Sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y antes de mirar la pantalla, rezó:
–Haz que sea Giorgio.
Cerró los ojos, pulsó un botón y después de respirar hondo, los abrió y leyó el mensaje.
–Hola, cariño, soy mamá. ¿Cómo estás? Llámame en cuanto puedas. Te quiero.
De repente, como si las fuerzas le hubieran abandonado, se sentó en el lecho y, moviendo la cabeza, dijo en voz alta:
–No me llamará más, no debo ilusionarme. ¿Entendido, Francesca? ¡Resignate!
Se pasó una mano entre los cabellos y, poniéndose en pie, fue a la cocina y abrió el frigorífico. El vacío total que allí reinaba no hizo otra cosa que añadir más melancolía.
– Debo ir a hacer la compra si no quiero morir de hambre. Y luego tengo que encontrar un trabajo si quiero seguir comiendo… –constató.
Después de media hora ya estaba lista para salir, se dio un toque de brillo labial, se puso en la cabeza el gorrito de lana blanca, se envolvió la larga bufanda alrededor del cuello y bajó a la calle.
Sintió escalofríos a pesar de que el sol brillaba en el cielo azul celeste ligeramente violeta de febrero y, arropándose en el plumífero, siguió la indicación para ir al centro. Levantó la mirada y se acordó que el pueblo se alzaba en dos niveles. Desde la posición en la que se encontraba podía ver arriba la muralla que englobaba el centro, desde donde sobresalía, imponente, una torre cuyas campanas, justo en ese momento, estaban dando los tañidos de las ocho. Esperaba encontrarse con una calle que subía en pequeñas curvas, en cambio, delante de ella, vio un remonte: un gran ascensor que subía traqueteando por una rampa. Francesca se paró dudando.
Lo miró fijamente con aire no demasiado satisfecho y pensó:
–Hace años no estaba.
Siempre le habían disgustado los ascensores y ahora aquella gran jaula transparente le producía una cierta inquietud. Estaba buscando con la mirada otra forma de llegar al centro cuando una voz a sus espaldas la sobresaltó.
–¿Y bien, entras?
Se volvió de repente y se encontró ante un joven con la bufanda hasta la nariz y la capucha que le cubría hasta las cejas.
Francesca asintió y en cuanto puso el pie en el ascensor el joven pulsó el botón rojo y el artefacto se puso en marcha.
–¿Tienes miedo? –le preguntó observando el modo en que Francesca se había agarrado a la manija.
–No me gustan los ascensores. ¿Hay otra manera de llegar al centro?
El joven bajó la bufanda y le explicó que debería recorrer por lo menos un kilómetro subiendo.
–Comprendido: deberé habituarme a esta jaula –concluyó Francesca evitando mirar hacia afuera y hacia abajo y, después de unos minutos, el ascensor se paró.
El joven se ajustó la bufanda alrededor del cuello y, sin ni siquiera despedirse, saltó afuera, cogió las escaleras mecánicas de subida y luego desapareció en un callejón. Francesca se arrebujó en el plumífero y recorrió la pequeña cuesta que había delante de ella.
–¡Cuánto frío hace! Quizás debería haber escogido un lugar más cálido. Quién se lo podía imaginar –pensó la muchacha, calándose todavía más el gorrito en la cabeza.
Llegó a lo alto de la cuesta y la plaza apareció delante de ella. Amplia y luminosa estaba rodeada por edificios altos y elegantes que resaltaban, en la luz matutina, con antigua majestuosidad. A la derecha había una fuente de base rectangular, de hierro oscuro, grande y elevada sobre tres escalones de piedra clara. Francesca se quedó fascinada por ella, indiferente a las ráfagas de viento que a ratos la embestían, descubrió que no conseguía apartar su mirada de allí. Todo a su alrededor estaba en silencio. Durante un instante se sintió absorbida por aquella desierta inmensidad que imperaba, se dejó acunar por el gotear del agua que, desde lo alto de la fuente, caía en la pileta. Y fue entonces cuando una imagen apareció de repente, una especie de alucinación a cámara lenta que le mostró a una chiquilla sentada en los escalones de la fuente. Reía y enseñaba una muñeca a una señora rubia, de la que Francesca no conseguía distinguir el rostro. La chiquilla estaba de espaldas y Francesca se dio cuenta de que tenía los cabellos rubios recogidos en una cola, el viento hacía que le oscilase y algunos mechones se habían escapado de la goma. La chiquilla ahora se había girado, mostrando el perfil redondo de la nariz hacia arriba. Con la mano se estaba rascando detrás de la oreja izquierda y justo allí Francesca vio una pequeña mancha roja. De repente la muchacha se llevó la mano detrás de su oreja izquierda y se dio cuenta de que la niña rubia tenía su mismo antojo en forma de fresa.
–¡Pero… Soy yo esa chiquilla! – murmuró desconcertada. Apenas había terminado la frase cuando algunas gotas de la fuente, desviadas por el viento, le golpearon de lleno en la cara haciéndola volver enseguida a la realidad.
Una risotada a sus espaldas le hizo girarse repentinamente y se encontró delante de una mujer anciana que caminaba apoyándose en un bastón.
–¿Sabes? Esta es la fuente de la fortuna y si esa fuente te moja…
Francesca sintió una voz de niña adelantarse a las mismas palabras que la anciana señora estaba pronunciando:
–...tu vida será afortunada…
Los latidos del corazón le llegaron hasta la garganta, mientras que los dientes comenzaron a rechinar. También la anciana sintió una sombra de miedo en aquellos ojos azules y dando unos pasos hacia ella la tranquilizó:
–Es un viejo dicho de nuestro pueblo. Un augurio. Estate tranquila.
Francesca no la escuchaba, su mirada escrutaba la fuente.
–No eres de aquí, ¿verdad? –volvió a decir la mujer acercándose.
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