Robinson Quintero Ossa
Invitados del viento
Poemas reunidos
Poesía
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Poesía
© Robinson Quintero Ossa
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-967-8
ISBNe: 978-958-714-968-5
Primera edición: agosto del 2020
Motivo de cubierta: Fabián Rendón, Intaglio, 1994, colección particular
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Al lector
Los poemas contenidos en Invitados del viento pertenecen a los libros De viaje (Colección Simón y Lola Guberek, 1994), Hay que cantar (Editorial Magisterio, 1998), La poesía es un viaje (Colección de Poesía Universidad Nacional de Colombia, 2004 – Letra a Letra, 2018), El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse (Catapulta Editores, 2008) y El poeta da una vuelta a su casa (Gobernación de Norte de Santander, 2017). En esta ocasión los poemas se presentan en orden temático.
Prólogo. Sobre la poesía reunida de Robinson Quintero Ossa
Darío Jaramillo Agudelo
Creo que fue Agustín de Hipona (en todo caso no importa quién fue) la persona que observó que, si todo estuviera absolutamente quieto, no percibiríamos el tiempo. En otras palabras, sabemos del tiempo porque las cosas se mueven. Es el movimiento lo que induce esa percepción meramente categorial que es el transcurso del tiempo.
La hipótesis de la quietud absoluta no es más que una imagen irreal y perfectamente ociosa. Lo que sentimos es el movimiento y por él llegamos a los minutos y a las horas. El físico lo corrobora: la velocidad de desplazamiento se mide con la longitud recorrida multiplicada por el tiempo que tarde; kilómetros por hora, metros por segundo.
Estos metafisiqueos me los desencadena el primer acercamiento a la poesía reunida de Robinson Quintero Ossa. Heracliteano sin Heráclito, lo primero que suscitan sus poemas es la noción de movimiento, más, de cambio. Sin Heráclito, pero con río: “Yo amé un río | un brioso torrente en un recodo de mi niñez || Llegaba de las montañas | entre florestas de guadua | y cafetales | y se desbordaba en la casa | al fondo del solar || Un río | como los días | siempre de paso | [...]”.
La quietud total supone el silencio total. El sonido aparece con el movimiento. Aquí, al principio, en sus primeros poemas publicados, una hermosa memoria de la infancia, el sonido es el mismo silencio del campo, el sonido es el canto de los pájaros que “tal vez se entregaban al infinito | arrobados por una ciega embriaguez | Tal vez eran náufragos | los invitados del viento”.
Antes de seguir con el movimiento, con la inquietud, vale la pena detenerse en los pájaros, un tema central, reiterativo, se diría que obsesivo, en la obra de Quintero. Al enunciar lo que recuerda de su infancia, dice: “O cuando me era triste | la música de las palabras | y asombrado me detenía a escuchar | la fiesta de un pájaro | en el atardecer”.
Y cuando recuerda su pueblo natal, dice que su nombre es “Palabra desde la que vuelan pájaros” (también dice que es “palabra que se fue haciendo verso”). En otro poema, también dedicado a Caramanta, señala que “ningún poeta le ha cantado | Lejos de todo | es una vereda | un paraje perdido | con pájaros y riachuelos”.
La quietud es anterior al poema. A la quietud absoluta, la quietud sin tiempo, la imita la quietud de la infancia, un pueblo que es todo el universo, Caramanta. Allí comienza el movimiento, movimiento en su acepción de parte de una sinfonía y en su acepción de cambio de lugar.
Caramanta es, también, el sitio de las primeras elegías, los primeros duelos, los primeros muertos. El abuelo, el hermano con el que compartía habitación y cama; el final del poema sobre el hermano es desgarrador:
Esta noche el hermano descansa del otro lado de la cama y, ceñidos los dos por la misma sábana, calentados por la misma manta, estamos desvelados bajo el mismo techo. (Ya crecimos: es preferible envejecer por separado, lo más distantes posible). Uno de los dos dejará la casa. ¿Cuál primero? Siento de pronto cómo oprime su sien la almohada; su cara medio oculta por la cobija es sueño y sombra. No tiene todavía el rostro pálido el orificio de la bala en su frente.
Después, en otra “Invocación en la muerte de mis hermanos”, se trata a sí mismo como un árbol (y allí, siempre, los pájaros): “Señor | de los tres dejas el de tronco | menos fuerte | el de frutos tardíos | el de más débil fronda | Afianza mis raíces | cuida mi savia | permite a los pájaros | que canten | para que los que vengan | disfruten de mi sombra”. Este poema da lugar para mostrar el tono de conversación de sus poemas, un sabor coloquial que, con todo y lo coloquial, tiene su música, una música sin estridencias, susurrada, una música que está al servicio de lo que dice.
Hay aquí oficio y conciencia del oficio. En la parte titulada “El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse” la constante es la reflexión sobre el trabajo de darle nuevo sentido al mundo (“limpiar las palabras | regarlas y vigilar | que no mientan”). Compara el quehacer del poeta con el trabajo de la hormiga, con la labor del peluquero, con el arte del malabarista, con el transitar del atleta; cada uno de estos paralelismos es un poema.
Además de la labor del poeta, aparecen otros quehaceres que rodean su cotidianidad. La vendedora de frituras, la prostituta, el lustrabotas (“y es su alegría descubrir el color del cielo | reflejado en los zapatos”), el dentista, la madre; y hace la elegía de su jíbaro (“se murió mi jíbaro | Él —tan acostumbrado a dar | resurrecciones || [...] || Se murió mi médico | mi músico | mi mago || [...] || Se me fumó todo el cielo”).
Si bien los poemas iniciales son un canto a la quietud del pueblo natal, una evocación donde la nostalgia se trastoca en una ineludible presencia del origen, la sección titulada “La poesía es un viaje” alude ya, directamente, al movimiento. Al contrario del aparente romanticismo de los traslados de un caminante, también al contrario del casi épico mundo de la navegación, Quintero hace su crónica viajera del que se mueve por carretera, aún más, del que va por el mundo montado en el nada prestigioso bus. El bus es la aventura del ser anónimo, la masificación de la calidad de viajero: “Sigo los buses que viajan veloces en la noche | cuando la tiniebla es más cerrada | y apenas los distingue | el destello de las luces || No dicen a dónde van | ni de dónde vienen | y a nadie dan razón de los asuntos de sus viajes”. Ya antes ha dicho: “El bus llega a ser tan silencioso que medita”.
El paisaje es una sucesión de instantáneas: “colinas de altos pastos rojos | un río de brillantes peñascos | una montaña escasa de luz | y otra cumbre más distante donde ya es la noche | Un cielo color granate | y un viento que entra con sus pájaros en el crepúsculo | también de viaje | El temblor de los platanales en la carretera | las aguas estancadas en las zanjas | los abismos por los desfiladeros | El oscuro sonido que se hace debajo de los árboles | y la última luz viva de la tarde”.
Y no es solo la percepción metamorfoseante de quien levanta la vista y mira a lo lejos a través de la ventanilla; también están las visiones de quien no sabe si duerme o está en vela arrullado por el silencioso ronroneo del bus: “En el sueño entreoíamos las gomas | sobre el asfalto mojado | acelerar rápidas | y el tráfico de los camiones | dejaba una exhalación de aguaviento | La vegetación se hizo borrosa | y las fachadas de los pueblos | rebrillaron en las ventanillas | como bocetos cubistas”. O la sensación de quien no ve, pero oye e intuye las luces de otros vehículos: “Sigo los buses que viajan veloces en la noche | cuando la tiniebla es más cerrada | y apenas los distingue | el destello de las luces || [...] || Las estrellas cumplen arriba | su destino | Pero más hermosa que la luz | inmóvil | es la luz que huye”.
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