Derzu Kazak - El hijo del viento blanco

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La urdimbre y la trama de esta nueva novela de Derzu Kazak se afirma en una conjetura difícil de consentir: ¿Qué sucedería si un país sudamericano tuviese un Presidente absolutamente honesto?
Tal como se presenta actualmente el mundo de la política, donde la corrupción impera en casi todos los estamentos del Estado, la honestidad es un traspié genético que debe eliminarse. Nada es lo que parece en el ámbito estatal, y menos en el macroeconómico, engendrando confabulaciones y planes perfectos que el destino se encarga de mandar a baraja, urgiendo otros planes tan efímeros y cambiantes como la condición humana.
Un devenir de acción y de intriga a nivel planetario, con la presencia de mafias, corporaciones supranacionales ávidas de oro negro y «negocios redondos», sicarios y comandos de élite, mantiene al lector sin resquicios para intuir el desenlace.

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DERZU KAZAK

EL HIJO DEL VIENTO BLANCO

¿Qué sucedería si un país sudamericano tuviese un presidente absolutamente honesto?

El hijo del viento blanco - изображение 1

Editorial Autores de Argentina

Derzu Kazak

El hijo del viento blanco / Derzu Kazak. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0872-0

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Capítulo 1

Condorhuasi - Andinia

Terminaba el primer día de agosto en un espacio que los incas bautizaron Qulla suyu , “tierra de los sabios”. La fiesta de la Pachamama continuaba entre fogones de tola y recurrentes ofrendas de alimentos y coca a la “Madre Tierra”, sin mezquinar los abundantes brindis en cíclicas rondas con el mismo vaso colmado de chicha en unas y de vino en otras. Todo era alegría y amistad en un platicar codo a codo con susurros casi inaudibles.

El crepúsculo rojizo dio rápido paso a una noche retinta cuando el sol, con un salto ciclópeo, se desbarrancó detrás de los agudos picos de la cordillera de los Andes, y la temperatura bajaba ágilmente como un gato por las escaleras. Casimira sintió un escalofrío en la espalda, entró a su rancho buscando un poncho de alpaca blanca que ella misma había hilado y tejido con esmero, cuando escuchó unos arenosos pasos a sus espaldas. Al darse vuelta vio en el marco de la puerta el perfil de Juan Cruz Altamirano pintado magistralmente sobre fondo negro por la luz de una vela.

Una leve sonrisa asomó a sus labios festivos. El amor fecundo floreció de golpe y en el amanecer del primer domingo de mayo, el fruto naciente pujaba en silencio.

Carlos Altamirano llegó al mundo a eso de las tres de la madrugada. El suelo de su rancho rozaba los 4.000 metros sobre nivel del mar. Un suelo aterido, de belleza suprema, que figura en los mapas de los hombres de abajo como el Altiplano de los Andes.

Su madre sentía a flor de piel las pulsaciones aceleradas del corazón jadeante, bombeando ríos escarlata con una sístole y diástole clarísima, como una bomba aspirante-impelente de pozos petrolíferos. El resuello estremecía turbulento inyectando el aire gélido y reseco a sus pulmones, expeliendo bocanadas de vapor que se congelan en las lanas del pasamontañas que embozaba su rostro.

El mundo de la nada… Cuando el viento duerme. Pero el viento, esa noche y a esa hora no dormía...

La violenta nevada del año nació gemela del niño, y bramaba congelante con el viento blanco calando el alma con el dolor profundo de una traicionera puñalada.

La tormenta encrespada, perdiendo los estribos, lívida en su ataque de locura, soltaba las parcas con sus curvos aceros en la mano, como vandálicos ejércitos en una noche de brujas, cazando almas y desecando cuerpos.

Nadie podía aguardar compasión. Ni siquiera enfrentarla. La madre Tierra aguanta las torpezas de sus hijos, pero como una madre que pierde los estribos… tiene momentos que mejor es temerle.

Los hombres estaban necesitados para poder sobrevivir de algo tan plebeyo y esencial como unas mantas tiznadas que se remeten desesperadamente apegándolas al cuerpo, hasta hacerlas piel.

La cabeza percibe punzadas por el frío que cala los abrigos con intangibles agujas, persiguiendo la carne, y la carne pide más cobijas para rehuir la sensación de corona de espinas que aplasta el cráneo, encogiéndolo dolorosamente, urgiendo aprovechar el calor del aliento como un precioso aliado de la vida. La cabeza se calma y preludian congelarse los pies. Una rendija en las mantas que debe remeterse y ovillarse. Más tarde barruntamos carámbanos pegados a las rótulas. Las manos las friccionan y vendan con abrigos.

Las serviciales manos salvan el resto del cuerpo bregando sin descanso donde el cuerpo pide amparo para no congelarse, se encargan de atenderlo aunque estén ateridas. Cuando concluyen su labor, cuál palomas que repliegan sus alas, cruzando sobre el pecho, se remeten entre las tibias axilas y, en aquella madriguera, pernoctan en incesante vigilia.

El hombre se transfigura en estático feto de un vientre de pieles y lanas que pasa a ser su madre. Vientre lanar tejido con esmero por sarmentosas manos de ancianas artesanas, hasta concebir puyos, tirados sobre un velludo pellejo de llama sin curtir, con todos sus efluvios naturales. Un refugio para salvar la vida, que no pide tanto. En aquel momento, nadie se queja. Una ruin manta vale más que cien diamantes.

Vale… ¡exactamente la vida!

Y eso… no es poco.

Esa noche, morían las vicuñas enfermas, dando tambaleantes pasos contra el feroz viento hasta entregarse para siempre sobre la tierra en que nacieron y ser momificadas incorruptas. Y quizás se llevasen de este mundo a los burros viejos, algunos sin una oreja, que perdieron al agitar sus doloridas cabezas por congelamientos pretéritos.

También quedarían como el mármol los pajarillos que no encontraran un profundo refugio bajo tierra, donde el alocado torbellino no despeine sus plumas protectoras, clavando el frío hasta los huesos. Paralizando el cuerpo. Cristalizando la vida.

Carlos Altamirano fue hermano gemelo de un temporal de nieve en corpúsculos, nieve en polvo seco y volátil que ni siquiera dejaba nacer los copos, con impetuosas ráfagas que arañaban inmisericordes la desértica corteza terrestre, manteniendo en el aire toda la nevada. Una turbulenta vía láctea de frígido polvo de estrellas.

El color de la nada era blanco. Todo era blanco, etéreo, sin forma y sin norte.

Nació acunado por el viento blanco, brutalmente fuerte, ululante como una horda de fantasmales guerreros y glacial, tan glacial, que el aliento se hacía nieve a flor de labios.

Espolvoreaba en su cuerpecito tenues copitos, cuál talco celestial que flotaba ingrávido en el aire a modo de chispas de luz, y las gélidas brasitas se apagaban en contacto con su mantecosa piel amoratada, a pesar de estar la puerta y la diminuta ventana del rancho bien cerradas.

Asomó su peluda cabecita a un mundo hostil, tremendamente hostil. Tan salvaje, que lo mataría en un instante de intemperie. Pero su madre, al igual que las zorras en su tibia madriguera, paría dentro del rancho.

El temporal arañaba la puerta raspando sus espadas de hielo cuál legiones de Herodes; buscando al inocente. Los Hados lanzaron los dados del porvenir y, con mano segura, en el esférico libro de la vida grabaron indeleble su destino.

Nació por poco a oscuras, alumbrado por un candil de aceite empeñado en pincelar alucinantes frescos goyescos en las desnudas paredes terrosas del rancho. Muchas más sombras que luz.

Sombras y luz. La vida. Un suspiro entre dos muertes.

Su madre no emitió un solo lamento. En plena Cordillera de los Andes se debía parir como los animales. En silencio. El dolor lo delataban sus ojos fuertemente cerrados y las gruesas perlas de su frente, que nacían de la nada en la tersa piel morena y escurrían por las palpitantes sienes para esconderse en su pelo en rápida secuencia, escarchándose como costras de cera en la rústica estameña de la almohada.

La pátina de grasa que cubría su cuerpecito se blanqueaba vertiginosamente. Congelándose. Afuera, por lo menos, rondarían los veinticinco grados bajo cero. Y dentro del rancho de gruesos adobes, un poco menos.

El niño llegó tan callado como la aurora. Ni un solo berrido. Nació en silencio y nadie le reclamó que llorara. Se metió el pulgar derecho en la boca y empezó a succionarlo mientras su arrugado cuerpecito se amorataba en las manos temblorosas de una vieja que apenas veía. La vieja restregaba como yesca unos ojos que se apagaban, buscando iluminarlos con una chispa de luz. Pero era inútil.

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