EL SECRETO DEL ANILLO MÁGICO
Dedico esta historia a mis nietas
Sara, Delia, Camila, Alicia y Sofía,
quienes una vez más me han inspirado
para recorrer caminos que pertenecen al mundo de los más pequeños.
Agradezco a quienes leyeron el último borrador y me dieron sus valiosas opiniones, en especial a Alicia Medina Flores, que además cooperó con enriquecedoras ideas para el desarrollo de la reseña que aparece en la tapa del libro.
Vayan también mis agradecimientos para la agencia Aguja Literaria, en particular a Josefina Gaete Silva por el diseño de la portada.
Capítulo 1: El circo Capítulo 1 El circo El verano siguiente, el circo no regresó al pueblo. Tampoco lo hizo durante los siguientes once años; sin embargo, aquellas dos temporadas estivales vividas con las gemelas quedaron marcadas en la memoria de Miguel. Al recordar, no dejaba de golpear su mente la idea de que, junto a sus amigos, jamás habían logrado resolver el secreto del anillo mágico. Nunca hubiera imaginado que aquella incógnita se develaría a través de su pequeña hermana. Tampoco, que las aventuras experimentadas por ella superarían con creces las propias. Sara cumplió, precisamente ese año, los once, en circunstancias de que Miguel ya con veinticinco se encontraba estudiando en la capital el tercer año de un magister. Aunque desde los dieciocho había vivido en la ciudad, para seguir la carrera de arquitectura, pasaba todas las vacaciones en casa de sus padres, donde aprovechaba de jugar con la pequeña y contarle entretenidas historias relacionadas con la época en que su edad era similar a la de ella. La niña lo escuchaba extasiada, mientras en su cabeza se formaba el deseo de alguna vez tener la suerte de hacer travesuras similares y vivir las aventuras que él con tantas ganas le narraba. Por supuesto, Miguel le contó sobre el circo, las gemelas y el anillo, lo que producía en Sara una gran curiosidad. Con frecuencia lo molestaba diciéndole que era el colmo no haber intentado saber más, ignorante de lo que a ella le deparaba el devenir.
Capítulo 1
El circo
El verano siguiente, el circo no regresó al pueblo. Tampoco lo hizo durante los siguientes once años; sin embargo, aquellas dos temporadas estivales vividas con las gemelas quedaron marcadas en la memoria de Miguel.
Al recordar, no dejaba de golpear su mente la idea de que, junto a sus amigos, jamás habían logrado resolver el secreto del anillo mágico.
Nunca hubiera imaginado que aquella incógnita se develaría a través de su pequeña hermana. Tampoco, que las aventuras experimentadas por ella superarían con creces las propias.
Sara cumplió, precisamente ese año, los once, en circunstancias de que Miguel ya con veinticinco se encontraba estudiando en la capital el tercer año de un magister.
Aunque desde los dieciocho había vivido en la ciudad, para seguir la carrera de arquitectura, pasaba todas las vacaciones en casa de sus padres, donde aprovechaba de jugar con la pequeña y contarle entretenidas historias relacionadas con la época en que su edad era similar a la de ella.
La niña lo escuchaba extasiada, mientras en su cabeza se formaba el deseo de alguna vez tener la suerte de hacer travesuras similares y vivir las aventuras que él con tantas ganas le narraba.
Por supuesto, Miguel le contó sobre el circo, las gemelas y el anillo, lo que producía en Sara una gran curiosidad. Con frecuencia lo molestaba diciéndole que era el colmo no haber intentado saber más, ignorante de lo que a ella le deparaba el devenir.
Capítulo 2
Sara
Sara daba saltitos, de vez en cuando, que demostraban lo contenta que se ponía cada vez que salía a pasear con su papá. Lo que, dicho sea de paso, hacían muy seguido.
En aquellas extensas caminatas, lo que más llamaba su atención era el paso por la feria de los sábados, y en medio del trajín de mucha gente desconocida, la enorme cantidad de niños y niñas que parecían olvidados por sus padres, pues debían salir a trabajar y mendigar. Unos tiraban de un carretón con cosas que a ella le parecían desperdicios; otros, acarreaban sacos, cajas y bolsas para ganar algunas propinas; había también quienes pedían limosna con una de sus manos abierta dirigida hacia los diversos transeúntes, de los cuales la mayoría apenas los cotizaba… Al regresar a su casa, le costaba dejar atrás aquellos recuerdos que le dejaban una pena que no lograba dimensionar. Aun así, no perdía la alegría, pues tenía motivos de sobra para ser feliz.
Un sábado, sintió la necesidad de conocer más sobre ellos, y como su papá ese día debía trabajar, decidió escabullirse para ir sola a la feria. A solo una cuadra de su casa, en una angosta calle flanqueada por pequeños locales comerciales, las aceras estaban llenas de puestos ofreciendo frutas, vegetales, huevos, pescados y todo lo que se nos ocurra que se pueda comer. Sabía que no se perdería, pues además de estar muy cerca de su casa, había recorrido tantas veces esas calles con su papá, que las conocía de memoria. Solo pensaba en aquellos niños, ignorante de que una inesperada sorpresa la esperaba un poco más allá…
Cuando llegó a la feria, de inmediato dirigió sus grandes ojos negros hacia los niños y niñas que mal arropados circulaban alrededor. Se detuvo ante el primer local. Advirtió que en esa parte la vereda, a diferencia del resto, se veía limpia de cáscaras, como si recién alguien hubiera pasado una escoba. Hacia el interior, ocurría lo mismo. Además, la mercadería lucía como si la hubieran limpiado una por una: las zanahorias parecían recién cosechadas, las manzanas eran muy grandes y rojas, la variedad de lechugas pintadas de intensos colores verdes… Tras la llamativa exhibición, una viejecita sentada sobre un cajón de madera observaba con fruición a la gente. De pronto, se dio cuenta de que había puesto su mirada en ella. Ante la insistencia, no pudo evitar que sus pupilas se clavaran en los ojos vidriosos de la anciana y luego en el movimiento estereotipado de su mano derecha. Sobresaltada, cayó en la cuenta de que parecía indicarle que se acercara. Luego de dudar unos segundos, decidió hacerlo. Caminó con lentitud, hasta llegar a su lado. La mujer sonreía. Se puso de pie. Algo encorvada, era apenas más alta que Sara. Sin pronunciar una sola palabra, sus calmados pies la llevaron hacia el interior. La curiosidad de Sara, la obligó a seguirla, aumentada porque el lugar era mucho más espacioso que lo sugerido desde afuera. Al fondo había una puerta abierta. La anciana desapareció por ahí. Sara, sin medir consecuencias, continuó tras ella. Ante la realidad en que se encontró, sus ojos se abrieron en forma desmedida. Si se hubiera podido mirar en un espejo, habría notado que parecían a punto de saltar de sus cuencas. El sorprendente entorno estaba conformado por un enorme parque de diversiones. Pasados algunos segundos recordó haber atravesado aquel umbral y asustada se giró en su busca. Nuevamente quedó anonadada: había desaparecido. En su lugar, los multicolores corceles de un tiovivo subían y bajaban mientras giraban alrededor de un centro que parecía faro. Regresó a la posición anterior y sus ojos enfrentaron a la anciana. Su asombro aumentó al ver que vestía coloridas ropas. Llevó sus manos a la cara en señal de sorpresa y, al hacerlo, no pasó desapercibido un cambio en las mangas de su blusa. Se miró el resto del cuerpo y, más impresionada aún, comprobó que también habían adquirido encendidos tonos. Bajó las manos y acarició la falda. Su tela era muy suave, a diferencia de la azul de jeans que poco antes llevaba.
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